I Escribe
Desde hace muchos meses que debo a la memoria la composición de este breve obituario, y sin embargo no había logrado forzarme a escribirlo. Y digo forzarme porque sé que me va a doler muchísimo hacerlo, y tal vez voy a llorar cuando yo nunca lloro por nada ni por nadie. Porque voy a tener que escribir en tiempo pasado de una persona que siempre estuvo en mi presente. De una parte de mi vida que trato siempre con muchísimo cuidado, como una joya que solamente se luce en ocasiones muy especiales.
No lo escribiría de no ser por el espontáneo recuerdo que hoy evoqué de las noches mexicanas en la calle de Egipto, en la casa del Dr. Madrazo y su esposa, la señora Irma Butze, quien preparaba un pozole delicioso; tan bueno que, a riesgo de ofender a muchas personas queridas, debo confesar que desde entonces no he probado otro mejor ni, con la excepción de mi mamá Margarita, en mejor compañía. Porque nos juntábamos no menos de 25 personas para dar el grito, entre familiares (de los Madrazo Butze) y amigos los cuales, por alguna obra de ultraterrena alquimia, se convertían por algunas horas en mi familia y en mis amigos sin que ni entonces ni ahora—con la perspectiva del mucho tiempo andado—se pudiese reconocer la diferencia. La preparación comenzaba desde el medio día, y yo tenía la oportunidad de ayudar a la señora Irma en buena parte del proceso en tanto no tuviese que cumplir con mi obligación, que era al mismo tiempo la razón por la que yo me encontraba en esa casa, la cual era estudiar mi repertorio en el piano; aunque ocasionalmente la señora me llamaba para mandarme a comprar tostadas, o crema, para picar cebolla (muy mal)o simplemente para hacerle compañía. Por la noche llegaban las visitas, luego cenábamos una y otra vez ese pozole de ensoñación, dábamos el grito (o no, dependiendo del ambiente), se bebía mucho y de botellas muy buenas y, como era de esperarse, yo terminaba frente al piano tocando feliz lo que la concurrencia tuviera a bien ponerme sobre el atril. Y aquello podía ser cualquier cosa: desde obras del repertorio clásico hasta música de los Beatles y Simon & Garfunkel; no importaba qué, en tanto los vasos no estuvieran vacíos en ningún momento y la señora Butze disfrutase la música con su familia. Eso, para mí, era lo más importante. Era la única manera, y lo sigue siendo, en la que podía demostrarle a cabalidad mi amor y mi profundo agradecimiento.
Al otro día, sobreponiéndonos a las crudas y las desveladas según fuera el caso, los más jóvenes, los muchachos, nos levantábamos muy temprano para subir a los autos y manejar hasta la base militar de Santa Lucía, y así poder ver despegar los aviones que iban a desfilar ese día para luego, después de verlos aterrizar espectacularmente, dar un paseo por la base y gozar de sus secretos. Una vez, incluso, conseguimos subirnos a un viejo bombardero en desuso y contemplar su tablero arruinado por el tiempo, inutilizado por el descuido, pero no menos asombroso y bello que cuando surcaba los aires. En medio de todo estaba México y la alegría de ser libres, de tener un futuro, de ser muy jóvenes y de ya no estar solos.
Esas imágenes. Esos sonidos. Esos recuerdos son los que regresaron sin aviso a mi mente hoy por la mañana para decirme que no puedo dejar partir a esa mujer ejemplar sin un homenaje; sentido en cuanto inadecuado y modesto, aunque eternamente insuficiente en virtud de los beneficios que le debo y la manera tierna e inolvidable en la que transformó para siempre mi vida.
II Sobre los hilos que se entrecruzan
Como todo, o como nada, nuestro encuentro no fue obra de la casualidad. Fue a mi querida maestra de la primaria, la maestra Tere, a quien la señora Irma preguntó un buen día si acaso conocía un maestro de piano; aunque también pudo ser que la maestra Tere le comentase a ella sobre las clases de piano que su hija Barbie estaba recibiendo de un exalumno suyo que ahora estudiaba en la UNAM y andaba tocando por todas partes. No sé. El caso es que la señora Irma también tocaba el piano y se interesó mucho por el asunto de las lecciones, de manera que le pidió a mi maestra que le mandase pronto a ese exalumno suyo para poder retomar sus propios estudios del instrumento.
Semanas después la señora Irma ya se había olvidado por completo de las lecciones y del exalumno, y estaba en la cocina preparando la merienda cuando la muchacha que le ayudaba en la casa la llamó y le dijo que en la puerta la buscaba “un niño vestido de señor”.
Ese niño era yo.
Yo, que en ese entonces me asemejaba en lo emocional a un perrito sin dueño y en lo físico a un pequeño Clavillazo, pero que usaba traje y corbata para todo porque pensaba (en realidad era lo contrario) que esa era la manera en la que causaba menos compasión. Yo, que me debatía en las inacabables penurias de una adolescencia catastrófica; coleccionista de expectativas incumplidas que vagaba de forma incansable por entre libros elegidos al azar, siempre cuesta arriba y siempre por las veredas; nunca por el camino real. Con sólido y fuerte oficio pero sin ningún beneficio; mentido por mis propios espejismos, vivía eternamente enamorado de alguna mujer imposible. Esa tarde me quedé a merendar, y aunque acepté ser su maestro de piano y el de su hijo Moisés, la que me daría las lecciones de vida sería la señora Irma.
Al principio solamente llegaba a dar mis clases (a las cinco de la tarde) y luego me iba a otra parte; pero con el paso de los meses comencé a pasar más y más tiempo en esa vieja y hermosa casa, casi siempre con el pretexto de tocar para la señora tal o cual antigua partitura de las muchas que conservaba, algunas de las cuales aun permanecen en mi repertorio. Para entonces ya se había enterado de que no tenía ni tuve nunca un piano útil en mi casa y ella, que en su sala tenía un bello Weinbach con acabado en caoba, lo puso a mi disposición para poder estudiar. Las lecciones de piano, por una razón o por otra, se fueron haciendo esporádicas y finalmente cesaron por completo.
Tal vez ni ella ni yo sabíamos en ese momento lo que ese desinteresado ofrecimiento, ese favor que se da sin pensarse demasiado iba a operar en mi vida. Afortunadamente, aunque yo era persona poco afecta a dar, y por lo tanto a recibir, acepté esa vez. La primera de varias decisiones acertadas que la señora Irma me ayudó a tomar. Porque no solamente se trató del ofrecimiento de un piano para estudiar, sino—y esta era la parte que ninguno de los dos pudimos anticipar—también de una madre afectuosa, una mesa para comer, un padre (en la figura sólida como un peñasco del Dr. Madrazo) al cual escuchar y una familia para reñir, de la manera divertida y amable en la que las familias bien avenidas riñen. De un momento al siguiente, el mundo fue un lugar menos inhóspito, menos solitario.
III Las bendiciones de lo cotidiano
Fue la primera vez en muchos años en la que tuve un sistema y una rutina en la cual ese sistema pudiese afirmarse. Llegaba a la casa de Clavería más o menos a las nueve, cuando el doctor se había ido al hospital a trabajar y los niños a la escuela. Ocasionalmente los hijos mayores de la señora Irma—Moisés y Rodrigo—seguían en casa, aunque ninguno de los dos protestó jamás por la que debía ser mi estorbosa presencia, y con el tiempo se convirtieron en amigos que de manera comprensiva me ayudaron a mejorar mis habilidades para relacionarme con los demás jóvenes de mi edad.
De las 9 a las 11:30 tocaba el piano sin parar y con una concentración cada vez más hermética conforme pasaba el tiempo. A esa hora la señora Irma me pedía que la acompañara al mercado de Clavería a hacer la compra fresca para la comida del día, y gracias a esas escapadas que nunca duraban mas de media hora aprendí a escoger y regatear por lo más fresco y por lo mejor, aunque tuve que comenzar por diferenciar el cilantro del perejil y otras habilidades básicas semejantes. El acompañarla al mercado tenía como beneficio adicional que en ocasiones podía sugerir el menú del día, privilegio que no siempre se reservaba el doctor. Entonces decía: lomito en salsa, o milanesas, o albóndigas (con pimienta y deliciosas), o pollito frito, o espaghetti, o consomé con verduras, o verdolagas, o calabacitas rellenas, o chuletas, o pastel de carne, o brazo de gitano (que era algo parecido), o estofado o cualquier otra cosa que se me antojase y que ella preparaba con una sazón sin paralelo.
A las doce del medio día o un poco después estábamos ya de regreso en la casa y yo seguía estudiando mientras ella preparaba la comida, porque a las dos en punto el doctor entraba por la puerta y eso, sin que se desperdiciase al respecto palabra ninguna, era la invitación a sentarse a la mesa. En ocasiones el doctor Luis se quedaba en la puerta escuchándome tocar unos momentos, y en una de ellas sonrió y me dijo sin afectación: “eso no lo vas a poder tocar”. Sin duda conocía la obra, porque sin importar si tocaba un fragmento al principio o al final, si lo hacía lento o mucho más lento, la reconocía y me decía lo mismo. “¿Para qué la estudias tanto? No te va a salir de todos modos”.
Se trataba de la cuarta Balada de Chopin y el doctor, como siempre, tenía razón. Nunca me gustó cómo la toqué y finalmente la deseché de mi repertorio.
Gracias esos encuentros con la realidad, cada vez más presente pero cada vez más manejable, mi carácter se estabilizó. Mi descenso hacia la misantropía galopante se detuvo y comencé—cosa rara—a disfrutar de las cosas y de las personas. El afecto y los cuidados de la Señora Irma se fueron infiltrando poco a poco y sin darme cuenta en todo lo que yo hacía. Abandoné varios malos hábitos en los primeros meses de mi estudio en su casa, como perder el tiempo y leer de manera desordenada; así que después de poco más de un año bajo su vigilancia había cubierto la mayor parte de los créditos del bachillerato en la UNAM y pude invertir mi dinero y mis lecturas en pagar y pasar (sin tomar ninguna clase o asesoría) todas las materias de la preparatoria abierta, menos tres o cuatro cuya naturaleza me repelía aún en esas ideales circunstancias. No era casualidad tampoco que la oficina de la SEP en la que me inscribía a los exámenes estuviera muy cerca de la casa de Clavería, en el metro de Tacuba. No recuerdo que los Madrazo Butze me hayan apoyado con dinero, pero hicieron algo mucho mejor; es decir, me enseñaron a administrar lo que ganaba con mis presentaciones y lecciones, que era bastante y hasta entonces nada más veía pasar por mis manos sin provecho. Seguía comprando muchos libros y otras cosas inútiles, pero podía invertir en otras más significativas como la acreditación de mis estudios y mis transportes. En más de un sentido me estaban preparando para otra de las grandes experiencias de mi vida: mi primer gran amor correspondido, el que me motivó a terminar por fin esas materias malditas y en tiempo récord inscribirme a la universidad.
IV Sobre las buenas personas y sus historias
Doña Irma Butze López Aguado nació en 1946, un 14 de Febrero. Me parece apenas adecuado en una mujer a la que solamente vi dar amor y servicio durante el tiempo en que la conocí. Jamás la vi enojada, y nunca escuché siquiera que pronunciara una palabra áspera para nadie, o nada.Sé que algo así es difícil de creer y alguien podrá pensar que lo que escribo no es otra cosa que un elogio común de esquela fúnebre. Por lo tanto estoy dispuesto a hacer una concesión rigurosamente autocrítica y diré que, si acaso la vi enojada, entonces no me di cuenta. Ni siquiera con sus gatos, que eran muchos y (como yo) recogidos de la calle, que serpenteaban por todas partes y se meaban en donde se les antojaba vi que perdiese la paciencia. Al contrario; recordaba con una precisión envidiable todos sus nombres y nunca dejaba de ponerles a tiempo algo de comer. Los nombres, por cierto, eran ingeniosos y sumamente personales, hablando por supuesto como si los gatos tuviesen personalidad, y yo creo que la tienen. Uno de esos nombres, Merlín, se lo puse después a mi propia mascota, un gatito atigrado que abandonaron bajo mi ventana muchos años después y cuyos chillidos me despertaron a la mitad de una noche de otoño más fría de lo habitual. No será para ustedes difícil adivinar que ese gato fue una presencia sumamente importante en mi vida, y mi amigo Ilich Aguilar dijo una vez de Merlín: “este gato es una bendición”.
Era hija del genial dibujante de historietas don Germán Butze Olivier, el creador de una tira cómica que fue muy popular en las décadas de los años 40’s y 50’s, inocente, que narraba tramas humanas y llenas de imaginación llamada “Los Supersabios”. Nunca lo conocí, por supuesto, pero a juzgar por sus hijos debió ser un hombre excepcional y con un carácter en el que la diversión y la severidad se combinaban en las proporciones adecuadas. Era aficionado a las ciencias, sobre todo a la astronomía, y dicha afición se reflejaba en cada episodio de su historieta. Creo que fue él quien construyó la casa blanca de Clavería que tanto me gustaba, sobre todo porque ahí daba la impresión de que nunca pasaba el tiempo. Podía imaginar sin ningún problema que seguíamos en mil novecientos cuarenta y tantos, y que si abría la enorme puerta de madera iba a ver pasar los autos de aquella época, los hombres llegando del trabajo en overol de mezclilla y las hermosas mujeres con faldas largas y delicados vestidos bordados. La señora Irma me contaba muchas anécdotas sobre él, y la que más le gustaba era que uno de los personajes más entrañables de Los Supersabios, llamada Clavelito—una niña imaginaria que cobra vida—había sido sugerido y dibujado por ella misma. Es por eso que siempre que pienso en la señora Irma imagino al mismo tiempo un ramo de rojos claveles, por mucho que en los años en que la conocí me recordaba más a la mamá de uno de los protagonistas llamada doña Pepita Piñón, con la que compartía no solamente algunos rasgos físicos, sino también el carácter inocente y afable (Si leyera esto le daría risa, fingiría estar molesta sin dejar de sonreír y me regañaría: “¡ay, Toño!”). Finalmente, fue gracias a su padre que conoció al doctor Luis, porque según entiendo fue quien lo trató en el Hospital de La Raza hacia el final de la vida del dibujante, en 1974, y se casaron tiempo después.
Podría decir que a la señora Irma le encantaba la ópera, pero sería más justo afirmar que le gustaba la música en general, y en particular era fanática incondicional de José Carreras. Aunque ocasionalmente hablaba de algún otro cantante, como Pavarotti o DI Stefano, siempre era en relación con Carreras y para compararlos en talento y en la belleza de su voz. Muchas horas pasé con ella escuchando discos y viendo grabaciones de sus conciertos, y nunca lo hice sin obtener beneficios, porque me fijaba muy bien en los pianistas con los que actuaba para copiar en ocasiones algún arreglo que me pareció efectivo y bien logrado. Me pedía que le tradujese las arias y le contara la situación de la ópera de la que provenían, aunque en muchas ocasiones se trataba de información que ella ya sabía y solamente deseaba corroborar conmigo. Era la época de Los Tres Tenores en las Termas de Caracalla, y ya no recuerdo cuántas veces escuchamos aquella grabación histórica, en tantas ocasiones copiada y jamás igualada, ni siquiera por los mismos que la habían protagonizado en primer lugar, por mucho que luego lo hayan intentado. De todo el gigantesco repertorio del tenor español, a la señora Irma le gustaba una canción de Tosti llamada “Non t’amo più”, la cual me es imposible tocar sin recordarla a ella y a su infantil entusiasmo por ese generoso exponente del arte lírico, que me cae bien no por él mismo, sino por haber tenido una fanática tan noble y especial para mí.
V Sobre el amor y el pan.
Podría escribir un libro entero sobre lo que viví con la señora Irma, pero no quiero extenderme demasiado ahora. Quiero que lean esto de un solo aliento y hasta el final. De manera que, de la interminable multitud de bellas memorias que con ella tengo, trataré de elegir la más hermosa para poder contarla, y me parece que sería la ocasión en la que me ayudó a organizar una velada musical en la casa de Clavería.
Ya para entonces mi vida había cambiado mucho, sobre todo porque gracias a mis nuevos hábitos y a la seguridad que me habían dado (supongo que algo tiene eso que ver, al menos) había logrado que la joven más bella y más talentosa de toda la escuela, y yo diría que de todo México, se enamorase de mí. Fue con ella y con la señora Irma que tuvimos la idea de hacer una velada musical a la gran manera, y para ello invitamos artistas jóvenes de gran talento que aceptaron acompañarnos: la mezzosoprano Gabriela Thierry y su hermana, la oboísta María del Carmen, lo mismo que una violonchelista muy guapa llamada Fabiola Flores, que tocó de manera espectacular el concierto de Dvorak y algunas otras cosas. Por supuesto mi hermosa novia cantó para nosotros también, y yo toqué algunos números solo y acompañándolos a todos ellos. Tomando en cuenta sus carreras en la actualidad, aquella fue sin duda una noche de estrellas de la música mexicana.
Para esa fecha tan especial la señora Irma y yo elegimos preparar el famoso brazo de gitano, y a mí se me metió en la cabeza hornear un strudel de manzana porque había visto a la señora hornearlo y se me figuraba que era muy sencillo. Obviamente estaba muy equivocado, porque ella tuvo que ayudarme prácticamente en todo. Gracias a eso mi strudel sabía bien, pero tenía el aspecto de una gigantesca oruga con sobrepeso que un niño travieso había masacrado a martillazos. La señora Irma preparó otros tres strudels que le quedaron perfectos y eso balanceó la cuestión, aunque a la hora de llevar el mío a la mesa las burlas ingeniosas y bienintencionadas no se hicieron esperar.
Bueno, pues ya pueden imaginar la velada: la casa se llenó con los invitados del doctor y la señora Irma, sobre todo amigos y familiares. Ahí estaba por supuesto mi maestra Tere y su esposo, mi querido amigo Mario Velarde quien recientemente murió también, y otros muchos que recuerdo con profundo afecto. La señora estuvo perfecta en su doble papel de anfitriona y maestra de ceremonias, estimulada su fantasía por la presencia de esos artistas, que aunque jóvenes eran verdaderos, bajo su techo y en la sala de su casa. Mis amigas y mi amada actuaron con intensidad de concierto y todos disfrutamos de una cena tal como pocas veces hemos probado una en nuestras vidas; aderezándolo todo con bromas, alegría y palabras de encomio.
Aún así, creo que aquellas horas deliciosas no tuvieron nada que ver con la fatuidad del talento ni mucho menos con la banalidad de ser el centro de la atención, como hasta entonces y de muy torcida manera había entendido mi lugar en el mundo. La recuerdo como un regalo invaluable que la señora Irma me dio con la alegría que le era usual. Un regalo de aceptación, de un cariño que hasta ese momento me era ajeno e inesperado. Un regalo de servicio; de un día entero de trabajo para complacer a un muchachito que ni era de su familia, pero a quien parecía querer como si lo fuera. Ese es un regalo que no se olvida nunca y, si acaso tengo la oportunidad de hacer lo mismo por alguien más, lo pasaré en su debido tiempo a quien la vida me ponga en el camino como herencia inmaterial, legado inmortal que no puede verse ni tocarse, pero que se atesora lo mismo.
VI Epílogo (es mejor no despedirse)
Dejé de frecuentar a la familia Madrazo Butze cuando puse mi primer departamento de soltero (otro signo de progreso y autosuficiencia heredado de ellos y de su círculo personal) en Coyoacán, y era para mí más práctico ir a estudiar a la escuela de música en la calle Xicoténcatl que a Clavería. No obstante, los visitaba en ocasiones importantes: cuando hice mi examen profesional (escribí para ellos un párrafo de agradecimiento en mi tesis de licenciatura) o cuando les llevaba a presentar a mis hijos recién nacidos. Después de mudarme a Morelia, en 2005, aprovechaba mis presentaciones en la capital para visitarlos de vez en cuando; procurando siempre llegar a la hora de la comida o un poco antes y con tiempo suficiente para tocar un rato el piano después de las largas sobremesas llenas de conversación interesante y bella.
Visité a la señora Irma el 29 de Agosto de 2016. Afortunadamente ninguno de los dos sabía que se trataba de la última vez, y pudimos hablar tranquilamente. Me preguntó por mis hijos y hablamos de los suyos, quienes llevaban ya vidas independientes y prósperas. Comimos por última vez juntos y hablamos de la presentación que me había llevado a México en esa ocasión. El doctor me pareció mucho más entrado en años de lo que esperaba, pues sus canas le daban un aire de noble hacendado, sobre todo con su bigotazo y sus anteojos redondos que siempre lo asemejaron al presidente Francisco Carbajal, el que se hizo cargo de La Silla a la renuncia de Huerta. Ya no recuerdo qué fue lo que comimos, pero como siempre estuvo delicioso. Fue todo de nuevo como en los viejos tiempos, sin faltar una coma, sin extrañar un movimiento, aunque solamente estuviéramos ellos y yo cuando la costumbre era llenar la mesa de los hijos propios y el ajeno. Después de la comida se siguió la rutina usual y el doctor se fue a su recámara, en tanto que la señora Irma y yo nos fuimos a la sala. Ahí toque para ella el piano por última vez en nuestras vidas. La Polonesa Heroica, que era una de sus favoritas. Entonces fue donde aparecieron los cambios: en las notas falsas, en el aire aletargado; en mi pianismo de hombre viejo y de nuevo escapado de la realidad durante buena parte del tiempo. Como se hacía de noche y debía regresar al hotel me levanté prometiendo regresar muy pronto. Creo que estuvo bien. A veces es mejor no despedirse.
En los primeros días de Octubre de 2018 fue mi maestra Tere, de nuevo, la que me llamó para avisarme de la muerte de mi querido amigo Mario Velarde, su esposo; y en la misma llamada me dijo que la señora Irma no se encontraba bien.
De inmediato llamé a la casa de Clavería. Siempre usé la línea fija, porque nunca tuve el número celular de ninguno de ellos. Me contestó el doctor y me dijo que la señora estaba en el hospital, grave, con una infección cuyos detalles no pude escuchar por el choque que la noticia me produjo. Insistí en visitarla, pero el doctor me dijo que eso era imposible, pues solamente podían hacerlo él y sus hijos. “Cuando la vea”, le pedí, “dígale que la quiero mucho”; y colgamos. El resto del mes me debatía de cuando en cuando entre el llamar para recibir una noticia que podía ser muy buena o muy mala, o esperar a que una noticia mala me alcanzase primero, si acaso. Cuando pasó un mes sin que nadie me dijera nada me consolé pensando en que la ausencia de noticias era ya una buena noticia; aunque de todos modos, a principios de Noviembre, me armé de valor y llamé de nuevo. Me contestó el doctor y pedí sin más hablar con la señora Irma.
“¿Quién habla?” Me preguntó después de un silencio que me puso en alerta. Yo contesté: “Antonio Santoyo”.
“¡Ah... Toño!” Dijo él con un tono peculiar, como el que se usa cuando uno recuerda un quehacer que se había olvidado. Luego se produjo otro largo silencio que fue como una confirmación en sí misma de lo que yo temía, después de lo cual dijo: “ya murió”. Y así fue. Murió el 28 de Octubre, de su infección combinada con una enfermedad de esas que tienen nombre de persona, que la había afectado sin que yo lo supiera por más de 40 años. No recuerdo una sola palabra de lo que dije después, salvo preguntarle al doctor cómo se encontraba. Tal vez la pregunta más tonta que puede hacerse a un deudo, pero al mismo tiempo la única posible.
Pienso en ella mucho. Cada vez que toco alguna de las obras que le gustaban. Cada vez que le cuento a mis hijos sobre las cosas buenas, bellas y verdaderas que pasaban en Clavería. Cuando hablo de ella con los viejos amigos que la conocieron. Quisiera decirle que la extraño mucho, que aún ahora me hace mucha falta. O sobre todo ahora. Porque en pocos años mis hijos se irán a seguir sus caminos, y yo volveré a quedarme igual que cuando la conocí: solitario y triste, como perrito abandonado. Ojalá y entonces extienda de nuevo, desde donde quiera que se encuentre, su mano piadosa y me reciba en su morada allá. Una morada que sin duda es muy grande y espaciosa, como la merece; y con un gran piano que ya quiero tocar para ella. Porque ahora solamente puedo llorarla mucho mientras escribo esto, al grado que las lágrimas no me dejan ver el cuaderno y caen sobre el papel, embarrando la tinta por toda la plana. No tengo más que lágrimas, música y rojos claveles para ella. Ella, en cambio, me dejó mucho, mucho más de lo que cabe en estas páginas con las que le doy las gracias en tanto no pueda verla de nuevo. A la señora Irma. A mi mami de Clavería.
A S
Morelia, Septiembre 14 de 2019.