Nadie sabe ni la forma y el momento en que aparecerá una amistad duradera, y es en estos momentos, cuando escribes algo para despedir al compañero que se ha ido para siempre que descubres lo inesperado que fue todo; porque en ese momento no buscabas un gato ni sabrías qué hacer con él, porque en ese momento habían un montón de cosas más importantes en qué pensar y de todos modos ya estabas convencido de que tener mascotas es una lata. Pero la vida no pregunta qué es lo que piensas, sino que solamente llega y te ocurre para que trates de vivirla lo mejor que se pueda, un arte (porque arte es) que Buck, el gato, llevó a elevados niveles, enseñándome muchas cosas por el camino.
Eran los últimos días en San José Itzícuaro. Se trató de una etapa hermosa y llena de amor que no logré disfrutar en absoluto porque los problemas mundanos me engañaban con la ilusión de que era un hombre infeliz y frustrado; y tal vez lo era, porque no había entendido que los problemas existen hasta que dejas de pensar en ellos como tales, hasta que les cambias el nombre y el carácter. Una mañana en que los niños estaban en casa tocó la puerta una mujer que no conocía. Traía en las manos un pequeño gato bicolor, blanco y gris, y sin más me lo puso en las mías, diciendo: "Aquí le traigo este pobrecito animal, porque yo sé que ustedes tienen gato y a éste los niños de la esquina lo han maltratado mucho".
El gato se veía muy nervioso, pero no tan maltratado como se vería después, andando los años, cuando regresaba de sus patrullas ensangrentado por combates de amor o de odio, que entre los de su especie suelen ser igualmente violentos. Nosotros, Marielle y yo, teníamos una gatita llamada Jollie (a la que yo le decía Yoli, nada más para molestar) y por su carácter uraño no podíamos quedarnos con el recién llegado. Los niños, sin embargo, y como es usual en estos casos, se emocionaron tanto como para ya no dejarlo ir, y se lo llevaron a su casa. Yo los seguí poco después, cuando tomé la terrible decisión de regresar con su madre, abandonando con ello no solamente a una mujer hermosa y preparada, sino la última que real e incondicionalmente me quiso. Sin contar a las eternas y silenciosas tortugas, Buck, mi querido Buck era el último recuerdo vivo que me quedaba de ese tesoro que solemos llamar, solamente en retrospectiva, tiempos felices.
Ya en casa, en Morelia, con mis problemas agravados por el resentimiento y la incompatibilidad, primero, y luego por el fanatismo religioso de mi familia con los que no sabía cómo lidiar, Buck creció y se fortaleció. Nunca fue un gato normal; era claro que lo del maltrato fue verdad, porque era muy difícil que se quedara quieto cuando tratábamos de tenerlo en los brazos. No se acurrucaba en ellos nunca. Era como si nosotros fuéramos una persona, y nuestras manos otra distinta, a la que temía de forma irracional y cuyo contacto no soportaba por más de algunos segundos. La excepción era las caricias, que recibía de buen grado, hasta el momento de intentar un abrazo, que rechazaba siempre con cortés firmeza. En cuanto se hizo un gato adulto rechazó la vida doméstica también y comenzó a frecuentar los tejados propios y ajenos, expandiendo tanto su territorio que, cuando los niños y su madre me abandonaron definitivamente apenas un año después de mi regreso, lo miraban pasar por su casa que quedaba a tres cuadras de distancia, pasando el río Pasto.
Su base, sin embargo, fue siempre mi casa. Ahora era una casa vacía, ayuna tanto de amor como de muebles, y los maullidos con los que anunciaba su llegada resonaban en las recámaras huecas, en las paredes despojadas de todo adorno; y era algo sobrecogedor al principio, pues Buck acostumbraba hacer una patrulla nocturna que terminaba muy tarde, o muy temprano como quiera verse, y solía despertarme con su saludo el cual, nuevamente, no siempre apreciaba. Porque llegaba de madrugada; la hora de mis terrores, de mis miedos más irracionales (como si no todos los miedos fueran irracionales) en una torcida forma de consolarme con la idea de que, después de todo, no me había quedado completamente solo.
Así, a pesar de sus rutinarias patrullas, o gracias a ellas, Buck se convirtió en una compañía extrañamente constante. Estaba conmigo durante las horas de la mañana que dedicaba a la escritura. Se acurrucaba en la cama, que está justo a mi escritorio, y dormitaba al rítmico tamborileo de mis teclazos, o el murmullo de la pluma corriendo sobre el papel. En ocasiones releía un poco de lo escrito en voz alta para disfrutar los sabores del texto plenamente, o comprobar (más allá de la gramática) que un grupo de voces sonaba bien en su conjunto; y Buck levantaba la cabeza, aguzando las orejas, dando su tácita aprobación a lo escuchado antes de cerrar los ojos de nuevo. En invierno la rutina cambiaba, y llegaba poco después de acostarme, echándose sobre mis piernas para calentarse y calentarme. Era algo tan placentero que yo cantaba entonces una canción que había escrito para él y que empezaba: "Querido Buck, mi querido Buck, mi querido gato..." Digo; no hace falta tener mucha imaginación cuando se trata de los afectos sencillos que nos conectan con los amigos. A pesar de ser tan territorial, toleró la presencia de otros tres gatos y un perro que por turnos ocuparon la casa con una casi amable atención: Sasha, Merlin II, Merlín III y Fido. La primera se mudó a casa de los niños cuando fue asediada por Buck, y los otros tres murieron a temprana edad.
Buck salvó la vida varias veces: Enfermedades respiratorias, un hueso (suyo o de algo que se comió, no sabemos) que se le quedó atravesado en el pecho y cuya presencia o naturaleza ni las radiografías pudieron aclarar; ataques de perros y de otros gatos que le dejaban heridas profundas que tardaban meses en sanar, caídas y, en los últimos meses, la necesidad de conseguir su propia comida debido a mis cada vez más frecuentes y largas ausencias. Este último era un asunto que no me preocupaba en demasía dado que yo no era el único que lo alimentaba regularmente. Buck era un tremendo glotón, un tragaldabas que explotaba la hospitalidad de por lo menos tres casas; y lo que no encontraba aquí podía comerlo siempre en otro lugar con mejor o peor suerte en lo que respecta a la calidad.
Por eso, la primera señal de que algo no andaba bien fue que pasaba enfrente de la comida como si no estuviera ahí, a pesar de que se quejaba de tener hambre, y de dolores que lo asaltaban a mitad de la noche. No puedo dejar de pensar en que fui muy negligente y, a diferencia de las ocasiones anteriores en las que cayó enfermo, no corrí a llevarlo al veterinario suponiendo que lo suyo era una diarrea de esas de las que te recuperas dejando de poner comida en una panza sobrecargada. Ya le había pasado antes, y terminaba saliendo tan campante dejando atrás su caja de arena hecha un batidillo. Por eso pienso que a Buck lo envenenaron; porque nunca recuperó el apetito. El hecho de que no dejara de hacer sus patrullas me engañó con la impresión de que el asunto seguía sin ser grave hasta la mañana en la que tuve que salir de viaje de nuevo y supe que me había confiado de más. Que habría tenido que llevar a Buck al veterinario el día anterior y ahora, aunque pudiera llevarlo, no tenía remedio, porque se estaba muriendo tras una noche de vomitar y defecar. Estaba acostado en mi cama con los ojos entrecerrados, y le hablaba mientras hacía maletas apresuradamente. Me fui luego a hacer el desayuno y regresé con un poco del tocino que siempre compartía con él, lo que hizo el milagro de que se levantara de nuevo para ir a la cocina; pero no logré que comiera nada. Salió a tomar el sol en el patio de atrás y ahí lo dejé, junto a más comida, porque siempre esperé que lograría salir adelante también ahora. Por si acaso, me despedí de él y le di las gracias.
Al día siguiente lo enterré en el mismo patio en el que lo había dejado. Estaba molesto conmigo mismo por este mal hábito de arruinarle la vida a mascotas y personas, pero pienso que mi castigo es largo y continuo, además de merecido. Porque sigo despertando en mi cama solitaria, a la misma hora a la que Buck regresaba de sus patrullas, pero sin escuchar su maullido el cual, aunque molesto, disipaba como ninguna otra cosa los espectros de la madrugada.