I
Estaba sentado frente a la urna, posada ésta sobre la mesa como un ataúd en miniatura entre dos ramos de margaritas con floreros de cristal; la imagen del Sagrado Corazón de Jesús recargada sobre uno de ellos. A mi alrededor, miembros de mi familia oaxaqueña que había visto muy poco o no había visto en absoluto durante muchos años entraban al cuarto para rezar el rosario, el segundo del novenario. Se saludaban entre ellos después de abrazarme y decirme lo mucho que sentían la muerte de la señora Justina. Me aseguraban que estaban conmigo en mi pena, que fuera fuerte. Se veían profundamente tristes cuando decían esas cosas. Yo les devolvía el abrazo, tranquilo y extrañado; como si no fuera yo el que debiera recibir el pésame, sino ellos mismos. De hecho, me apenaba el hallarme sereno y conforme, el no compartir su dolor.
En cuanto se alejaban, me concentraba de nuevo en contemplar las cenizas de mi abuela. No obstante, a pesar de mis esfuerzos me era imposible descubrir en ellas a la mujer que se cepillaba el pelo durante el fresco de la tarde, sentada en la penumbra de su sala, pasando el peine una y otra vez por su pelo blanco y perfumado. No, pensé. Ella se ha ido. No está ahí. Se me ocurrió que la verdadera catástrofe universal no llegaría -como dicen las escrituras- con la resurrección de los muertos, en los umbrales del milenio, sino que se encontraba justo frente a mí, representada por una cajita de madera fría y silenciosa: la inevitable destrucción del mundo complejo y sin confines del ser humano, de su mente y de su memoria.
II
Me gustaba sentarme junto a mi abuela cuando se cepillaba el pelo porque había algo en esa actividad que le permitía conversar sin apenarse o montar en cólera, los dos extremos de su carácter indiano siempre proclive al silencio más que a la locuacidad, a ordenar y mandar más que a negociar, rasgos que reconozco, intactos y socialmente cuestionables, en mis propias relaciones con los demás. Con el peine en la mano -o a la hora de comer- sin embargo, mi abuela se suavizaba y podía hablar durante horas de, por ejemplo, su niñez; un tema que yo escuchaba con particular regocijo pues era como observar, a través de una lente cuya claridad y detalle ningún libro de historia podía igualar, estampas rurales del México revolucionario.
Me contaba que su mamá se llamaba Herlinda Vázquez, y su papá Juan de Dios Cortés; que ambos eran jornaleros en una hacienda llamada Monjas, a las afueras de Miahuatlán, Oaxaca, y que la niñez la había pasado en el rancho de su abuela. Cuando le pedí una vez que me narrara su recuerdo más antiguo, me dijo: "Vivía con mis tías, Domitila y Tiburcia. No recuerdo el nombre de su padre; aunque creo que se llamaba Pedro. Pero de todos modos, ya se había muerto cuando yo llegué al rancho. Ahí tenían su jacal (su abuelita y sus tías). Antes eran jacales; no eran casas como ésta (la casa de Oaxaca), sino jacales de pasto; de este pasto que se da en el campo. Allá se comía muy bien y nada faltaba. Si querías carne, tenías tasajo; de ese tasajo -de hebra, se llamaba- gordito; que se ponía a asar en las brasas. Comías tu tasajo, comías tu queso acabado de sacar del suero; huevos hechos en el comal... bueno, todo lo que tú querías. Y limpio; no porquerías. Porque las gallinas se atascaban en el montón de mazorcas que había en el patio y se comían el maíz... pero ¡precioso el maíz! No como ahora, que está como crecido a fuerza".
No era casual que en sus últimos años la conversación derivara frecuentemente a la comida. La primera y más importante señal de su declive la recibió cuando, a la florida edad de 85 años, le dieron la noticia devastadora de que ya no podía comer de todo lo que se le antojara. Ese fue el primer paso cuesta abajo en una vida llena plena de entusiasmo la cual, aunque tardaría muchos años más en apagarse, nunca volvería a ser la misma.
Recuerdo con placer la noche en la que festejamos sus 84 años. Litzia y yo estábamos recién casados, y deseaba que ella conociera a la mujer que me había cuidado durante toda mi niñez. Como se trataba de que viera a mi abuelita de buenas y en plan conversador, decidí que la velada perfecta sería una invitación a cenar; en el mercado, por supuesto, que es donde mejor se come después de la casa.
En el merendero, mi abuela se hizo llevar una enorme tortilla bien tlayuda y cubierta de asiento, frijoles, quesillo y un buen trozo de tasajo; además de un tazón de chocolate y una hogaza de pan de yema. Parecía una broma, pero cuando en realidad la viejita comenzó a mandarse los manjares Litzia, francamente asustada y en tono de amable reprimenda me dijo: "¡haz algo, que tu abuelita se va a morir si se come todo eso!" Yo, divertido por sus temores, le contesté: "se va a morir si NO se lo come", ignorando el peso que tales palabras habrían de tener con los años.
III
Mi abuelita se casó joven, aunque no tanto como muchas otras mujeres de su pueblo quienes, aun hoy en día, aparecen en los exhortos con no más de 15 o 16 años de edad. Ella debió tener dieciocho o diecinueve cuando conoció a su primer marido, un tímido aprendiz de panadero llamado Austreberto Alcántara. Era un año mayor que ella y la única fotografía que conservo de él es una en la que aparece junto a sus compañeros del amasijo. En primer plano se ve un enorme guajolote que están a punto de matar para comérselo con mole, y mi abuelo mira a la cámara con la seriedad congénita del mixteco. Con Austreberto mi abuela tuvo dos hijos, Antonio y Rebeca, mi madre, quien aunque se quite la edad nació en 1938, cuando mi abuelita tenía 23. Una buena razón para mencionar ambas fechas es que todas las mujeres de la familia se quitaban la edad, o se la aumentaban, ya fuera a propósito o porque simplemente olvidaban el año en el que habían nacido. Mi tía Aleja, por ejemplo, decía haber nacido en 1908, cuando en su acta original, que hallé en el archivo del estado, dice que es de 1912. Mi abuelita, aunque sus documentos tienen la fecha 1918, en realidad -y sin duda alguna- nació en julio de 1915, cuando Porfirio Díaz acababa de morir en París, y México padecía el recrudecimiento de la guerra civil; con Villa -que se retiraba hacia Chihuahua- enfrentando a un Obregón que llevaba manco apenas mes y medio, después de los combates de Celaya y Santa Rosa.
El primer matrimonio de mi abuela duró poco y tuvo un final siniestro, de leyenda, como esas que ella misma me narraba y que tanto me impresionaron desde la niñez. Primero se enfermó mi tío Toño, de unos cinco o seis años. Enfermó de tifoidea o un padecimiento semejante cuya curación dependía de la penicilina, poco menos que inexistente en la Miahuatlán de ese entonces. Un día después, el abuelo Austreberto salió de su trabajo con el cuerpo muy caliente y sin abrigarse, y contrajo una pulmonía fulminante que se lo llevó en unas cuantas horas. Cuando se sintió morir llamó a mi abuelita, y como ella buscara tranquilizarlo al decirle que su hijo estaba mejorando, él contestó: "no te apures, Justi. Rebe se queda, pero Toñito se va conmigo. Así está bien".
Y así fue, en efecto. Mientras mi abuela se atareaba arreglando los modestos funerales de su esposo, aprovechaba cada instante disponible para velar junto a la cama en la que su hijo mayor agonizaba. Mi madre era muy niña, y tuvieron que encargarla en la casa de una tía. Cuando mi abuelo estaba tendido, mi tío Toñito murió.
IV
Poco tiempo después, mi abuelita se casó de nuevo, en esta ocasión con un caballero algo mayor llamado Salustio Arias Ríos, al que ella siempre se refirió respetuosamente como Don Salustio. Se dedicaba a lo que hoy llamaríamos la profesión aseguradora que incluía, además de los seguros propiamente dichos, planes de ahorro diseñados para los ejidatarios y pequeños empresarios de los pueblos cercanos a Oaxaca. Fue necesario, pues, que mi abuelita y mamá abandonaran Miahuatlán para establecerse en la capital del estado. Con el tiempo, buena parte de su familia los seguiría.
En Oaxaca, Don Salustio -cuya primera esposa e hijos vivían cerca del centro- compró un solar en las afueras del antiguo barrio virreinal de El Marquesado, y comenzó la construcción de una casa que, aun después de muchas transformaciones y reconstrucciones sigue en pie, y es el hogar de mi hermana Adriana y su familia hoy en día. A principios de los años cuarenta, sin embargo, las calles apenas estaban dibujadas y la única construcción a la vista era el cementerio municipal apenas a unos cuantos pasos.
La casa sería la obsesión de toda su vida. Sin importar las razones, nunca se decidió a dejarla, y casi todo su dinero lo dedicaba a ampliarla y adaptarla. Seguramente hubiera podido quedarse ahí definitivamente, si los acontecimientos no la hubieran obligado a cambiar de planes.
Don Salustio padecía de fuertes ataques de asma, que usualmente controlaba con remedios caseros. Entre otras cosas, tenía prohibido exponerse a cambios de temperatura y tomar cosas muy frías. No obstante, cuando viajaba por los pueblos el calor que padecía era a menudo agobiante, y lo primero que hacía al llegar a ellos era beberse enormes vasos de agua fresca. Desesperada, mi abuelita mandaba a mi madre, ya adolescente, para que lo acompañara y lo mantuviera alejado de las aguas frescas, o quizá de algunas otras cosas también; pero todo era inútil. Cuando no eran aguas, eran paletas o tejate, una bebida helada hecha de cacao.
Finalmente, don Salustio cayó muy enfermo. Para desconsuelo de mi abuelita, pidió ser llevado a la casa de su primera esposa, en donde sus hijos lo cuidaban bien, aunque recibían a mi madre como una persona extraña, cuyos descuidos habían llevado la enfermedad de don Salustio al extremo. Mamá lo quería como a un padre, pero eso pareció no importar en absoluto. Don Salustio murió pocos días después, sin que ella ni mi abuelita pudieran verlo de nuevo.
V
Mi mamá tenía trabajo en Oaxaca como ayudante en la panadería La Vasconia, pero eso no era suficiente para sostenerse a sí misma y a mi abuela, de manera que ésta última encargo la preciada casa a uno de sus sobrinos y a su hermana Aleja, y emprendieron el viaje a Ciudad de México. Ahí, mi abuelita consiguió trabajo como doméstica y mamá estudió una carrera comercial que le permitió luego emplearse como secretaria en lo laboratorios Waltz y Abbat, los inventores del Isodine. Mi abuelita cosechó fama en su oficio por su honestidad, su sazón exquisita y su buen juicio, lo mismo que por la disciplina de acero que regía todos sus actos, y pronto las familias más ricas de México se disputaban sus servicios. Esa relativa prosperidad les permitió rentar un departamento en la Colonia del Valle y dar el enganche de otro en la Unidad Cuitláhuac, recientemente construida cerca de las aduanas de Pantaco. Mi guapa mamá comenzó a ser pretendida por personas de recursos, entre ellas el hijo del embajador de un país centroamericano, que se enamoró perdidamente de ella. Mi abuela, sin embargo, dudó de sus intenciones y prohibió la relación tajantemente.
Para entonces, algunos familiares habían ya seguido a mi abuela de Oaxaca a México, como lo habían hecho de Miahuatlán a Oaxaca, y el tío Miguelito llegó un día a la casa con un amigo llamado Antonio Santoyo, mi padre. Si a mi abuelita el hijo del embajador le había parecido mal partido, mi padre era poco menos que una catástrofe, aunque no pudo hacer nada cuando mis padres se casaron en 1969.
Cuando yo nací, mi abuelita pasaba en Oaxaca una larga temporada, cuidando de la casa y haciendo ajustes que nunca la dejaban satisfecha. Después de mi bautizo, tanto mamá como papá tenían que regresar a sus trabajos, y ambos decidieron dejarme en Oaxaca con mi abuela hasta que ella decidiera regresar a México.
De hecho, durante muchos años mi abuela dividió sus semanas entre nosotros, sus nietos, en México, y el cuidado de su casa, en Oaxaca. Con nosotros pasaba mucho tiempo leyendo libros sobre temas piadosos y escuchando la radio; nos cocinaba comida deliciosa y sus reprimendas eran terribles cuando hacíamos algo que no le gustaba. Al atardecer miraba el reloj y caminaba a la ventana para vigilar un lugar determinado del paisaje. A la misma hora y por el mismo lugar, todos los días, mamá aparecía caminando de regreso del trabajo. Mi abuela decía, "ahí viene su mamá" y nosotros corríamos, primero a la ventana para verla venir, y luego a la puerta, para recibir los regalitos que siempre nos traía. Mi abuela, a nuestras espaldas, sonreía.
VI
La relación de mi abuela con sus hermanas siempre fue afectuosa. Las visitaba a menudo y cuando no podía hacerlo se mantenía en contacto con ellas por teléfono. Se ocupó en particular por su hermana Aleja Marcelina, quien vivió en la casa de El Marquesado con su hijo, su nuera y sus nietos hasta poco antes de su muerte. Era a ellos a quienes confiaba el cuidado de la casa durante las temporadas que pasaba en México, y para mí llegaron a ser una parte muy importante de la familia. A mediados de los años ochenta, mi abuela renunció a su trabajo en México para regresar a Oaxaca definitivamente, y 10 años después tanto mi mamá como mi hermana decidieron ir a vivir con ella.
Desde su regreso, mi abuela puso un negocio que acomodó en el pasillo, los cuartos que daban a la calle y en la cocina. Se trataba de un comedor al que llamó "La Tía", pero que después de la llegada de mamá y Adrianita se conoció como el de "Las Tías", pues las tres entusiastas mujeres lo atendían desde la hora del desayuno hasta la merienda. Su clientela principal estaba formada por estudiantes del cercano Instituto Tecnológico, y por maestros rurales que llegaban de los rincones más remotos del estado a tomar cursos y seminarios, hospedándose en un albergue a dos cuadras de ahí. En su mejor momento, el comedor servía más de veinte personas al mismo tiempo, y al pasar entre las mesas podían escucharse animadas conversaciones en Mixteco (la lengua de nuestra familia), Zapoteco, Mixe, Chinanteco y otra media docena de lenguas distintas. Mi abuela se convirtió en objeto de profundo afecto pues, además de proveer comida deliciosa y casi regalada, era fuente inagotable de cariño maternal. Una fuente extraña, hay que decirlo, pues de ella manaban también en abundancia regaños, filoso sarcasmo, atroces palabrotas y terribles juramentos; aunque fuera siempre la bondad la que imperaba.
En una ocasión, a mediados de 1993, un joven de larga barba ensortijada y negra entró al comedor acompañado de otras tres personas, y se sentaron a almorzar. Mi abuela les sirvió y, como era su costumbre en los días de poca clientela, acercó una silla para acompañarlos. Iban de paso por Oaxaca y el de la barba era el único que hablaba, en tanto que sus tres compañeros -de rasgos indígenas- apenas y dijeron palabra durante la hora entera que estuvieron ahí. El visitante le hizo varias preguntas a mi abuela; que si vivía bien, que si estaba de acuerdo con las cosas que el gobierno hacía y eso. Mi abuela había tenido esa conversación con los estudiantes muchas veces, y contestó lo de siempre: que ella estaba de maravilla, pero no gracias a los políticos, quienes eran una pandilla de ladrones que no merecían ni a las putas que los habían parido. Cuando el hombre se fue, estrechó la mano de mi abuela, y le dijo que estuviera pendiente, porque cosas importantes estaban a punto de ocurrir.
En enero del año siguiente una fotografía inundó las pantallas de televisión en todo el país, y mi abuelita reconoció en ellas, de inmediato y sin vacilar, al hombre que había almorzado en el comedor pocos meses antes. Cuando mencionaba la anécdota, años después, todos a su alrededor la mirábamos boquiabiertos y con una mezcla de azoro y respeto, pues ese hombre había entrado ya a la historia de México con el nombre de subcomandante insurgente Marcos.
VII
En las noches de verano, cuando la llovizna golpeteaba la noche entera sobre el tejabán del patio, mi abuela y su hermana hacían tamales de hoja de plátano y totomoztle. Se sentaban en ese agradable lugar cubiertas con sus rebozos, y se dedicaban a amasar la masa y remojar las hojas. Mi abuela ponía carbón en su viejo anafre y lo encendía con cautela, cuidando que las brasas ardieran suavemente antes de poner sobre ellas la enorme vaporera llena de tamales, con un viejo centavo de cobre en el fondo para avisar si el agua se terminaba antes de tiempo.
Eran momentos mágicos aquellos. La oscuridad nos rodeaba enmedio de la ciudad y el tintinear del centavo se confundía con el murmullo de la lluvia sobre nosotros. Mi abuela contaba entonces, por ejemplo, sobre el día en el que el carretero de la muerte se había detenido frente a la casa, camino del cementerio, y el tío Miguelito había escuchado sus ruedas de madera crujir bajo el peso de los que ya no vivían, para arrancar luego con la misma fatiga terrible del infierno. O nos hablaba del catrín de Miahuatlán, que había logrado tentar la ambición de los incautos, de la misma forma que la Matlacihua se aprovechaba de la lujuria de los hombres para llevarlos a la perdición. Nos narraba sus historias en susurros, porque los tamales podían no cocerse si alzábamos la voz, o echarse a perder de plano si nos enojábamos.
En una ocasión llegué a Oaxaca con el corazón destrozado, harto de la vida y técnicamente privado de la razón. Mi abuela dejó todo lo que estaba haciendo y me llevó del brazo hasta su recámara para recostarme en su dura cama; esto es, una tabla penitenciaria a manera de base, cubierta de breve colchoneta y unas cuantas cobijas. Ahí, la sabia anciana me escudriñó el semblante y sin decir palabra sacó de su ropero una de sus posesiones más preciadas: una botella de alcohol en la que se maceraban lentamente sendas hojas de peyote y alcanfor, y con eso me dio fuertes frotaciones sobre el torso y los brazos desnudos. Lo hizo durante un rato, para después hablar palabras que jamás olvidaré en tanto viva. Dijo:
"¿Sabes? Hay cosas en el mundo que se pueden componer, y otras que no. Ayer, para que veas, el vecino Fulano regresaba de Tlacolula; llevaban quién sabe cuantos días de parranda, y se vino con otros siete de sus compadres. Chocaron en la carretera y tres murieron, entre ellos el vecino. Yo lo conocía, y puedo decirte que no quería morir. Yo sé que tampoco tú quieres morir, pero de los dos, eres el único que tiene elección. Sólo con la ayuda de Dios vas a olvidar y sentirte bien; pídele a San Dimas eso; ¡está tan cerca de Dios! Él no le niega nada". Y luego agregó: "recuerda que en Oaxaca ni siquiera los muertos descansan en paz".
Epílogo
Y ahí estaba yo, casi quince años después, sentado frente a la misma cama en la que mi abuela me había hecho esa observación fundamental. La dura cama que se convirtió a la postre en su lecho de muerte. La presencia de mis primos en su rosario me era grata, y sin embargo necesitaba de un poco de tiempo a solas con mis recuerdos antes de regresar a Morelia.
Medité en sus últimos días. Desde un año atrás, cuando la muerte de su hermana Aleja la entristeció mucho más que sus antojos insatisfechos, dejó de ir a la iglesia y buscó de nuevo romper su estricto régimen alimenticio con la malsana travesura de pedirle furtivamente a la garnachera de la esquina que le preparara sopes y quesadillas, mismos que luego la hundían en terribles diarreas que llegaban a durar semanas enteras. La última vez que la vi, en Junio, estaba muy delgada, y se soltó llorando desconsoladamente cuando me daba la bendición, al despedirnos. "Ésta es la última vez que me ves", profetizó entre sollozos. Yo pensaba en las veces que la había visto llorar sin motivo aparente, y siempre me había preguntado en vano la razón de su llanto. Tratando de ocultar mi emoción, le contesté: "no morirás cuando tú quieras, sino cuando sea el momento", y me fui para no verla más.
El día de su muerte mi abuelita se levantó de buen ánimo y desayunó con el apetito de costumbre. Como todos los días, tomó la escoba y se fue a barrer la suciedad de los perros en el patio de atrás, junto a la vieja letrina sellada de los años cuarenta. Fue hasta entonces que se mostró extraordinariamente cansada. Todavía caminó hacia la puerta, como deseosa de un paseo pero regresó, exhausta, a su recámara para recostarse.
No subió a comer. Mamá creyó que nada más había prolongado su siesta, pero cuando la fue a buscar se dio cuenta de que respiraba agitadamente, con la boca y los ojos bien abiertos, y supo que era el fin. Mi abuelita, sin embargo, parecía no saberlo. "Mamá -le dijo- ¿quieres que vaya por el padre?" Ella negó con la cabeza. El sacerdote de El Marquesado, que la conocía de décadas atrás, fue a decir misa el 2 de noviembre al cementerio de enfrente. Le pidió confesión, pero el padre -por flojera o sinceramente convencido de su bondad, no puedo decirlo- la confortó diciendo que no era necesario confesarse, que Dios la esperaba en el cielo.
Mamá creyó por un momento que la crisis podía ser pasajera, y comenzó a regañar a mi abuela con dureza, diciendo: "no te vayas a ir ahora, ¿eh, mamá? Pasado mañana se casa Adrianita, y vienen los muchachos". Mi abuela asintió, y dijo: " No. Yo no me voy a ninguna parte". Al parecer estaba convencida de que solamente le faltaba el resuello, y me tranquilizó sobremanera saber que esa mujer, cuyo temor a la muerte era legendario, no se diera cuenta de que se estaba muriendo. Extenuada, dejó de respirar pocos minutos después.
"No está aquí tampoco", pensé al contemplar la cama de mi abuela. Esperando en vano una manifestación suya, una prueba, si bien pequeña, de que no había desaparecido del todo. Me levanté, y regresé lentamente al cuarto en donde la familia rezaba frente a las cenizas de su cuerpo.
Me imaginé entonces viviendo noventa y cuatro largos años. Sobreponiéndome a terribles dificultades, teniendo que entregar a la muerte a personas amadas, una tras otra; viendo que mis hijos crecen y tienen hijos a su vez. Imaginé que esos hijos crecían y tenían sus propios hijos, y que esos pequeños, tan distintos a mí y tan lejanos en el tiempo se acercaban y me besaban, agradecidos de mi presencia en el mundo. Quizá entonces -pensé- cuando haya vivido todo eso, sepa por fin la razón por la que lloraba mi abuela.
A.S.
Diciembre 29 de 2009.