La última ocasión juntos
En 1996 por fin me dí por vencido. Desde el año 94, cuando por el cambio de sexenio perdí mi trabajo, había tratado de sostener mi querido departamento de soltero en Churubusco hasta donde fuese posible, pero un día tuve que renunciar a él para buscar un acomodo más modesto en otra parte de Coyoacán. Ahí, triste por el reciente final de una importante relación y recién llegado a un nuevo vecindario fue que Merlín el gato y yo nos encontramos.
Al principio pensé que él era el que me necesitaba a mí, y nada más: escuché sus gritos de hambre una tarde en la que no deseaba otra cosa que ver la televisión y dormir muchas horas, y al no poder concentrarme en ninguna de las dos cosas a causa de los maullidos incesantes decidí bajar a ver qué ocurría. Merlín estaba a espaldas del edificio. Me extrañó verlo echado, solitario, sobre el pasto, porque cuando abandonan a los animalitos recién nacidos suelen hacerlo en camadas completas, y no uno por uno; pero pienso que quizá Merlín había abandonado a sus hermanos para buscar comida, y se había perdido en el camino. Lo levanté de inmediato (era apenas más grande que un ratón) y lo llevé a la casa. Ahí traté de alimentarlo con el dedo, primero, y luego con una jeringa. Me preocupaba que la leche de vaca le hiciera daño, o que simplemente no se la tomara, pero nada de eso ocurrió. Desde el principio ese gato mostró unas ganas tan grandes de vivir que a pesar de mis cuidados creció y se fortaleció hasta tener que dejar la caja de cartón en la que pasó sus primeras semanas, y pronto andaba por toda la casa arañando cosas, tirándolas o simplemente estirándose en cualquier lugar, como hacen todos los gatos.
Por esos días mis amigos Jorge y Gustavo me visitaban a menudo, y una tarde hablábamos de las cosas que en ese entonces nos preocupaban mucho y que ahora ya ni siquiera recuerdo lo suficiente como para escribirlas. Merlín, de acuerdo con su costumbre, subía y bajaba de las piernas de uno y otro de mis amigos, rasguñándoles el pantalón y lamiendo sus manos. Jorge tenía al gato colgado del cuello como una bufanda cuando de repente dijo unas palabras que, esas sí, jamás olvidé:
“Este gato es una bendición”.
En ese instante, o quizá poco después, comprendí que Merlín y yo nos necesitábamos el uno al otro en maneras que ninguno de los dos podía comprender. Él sabía de soledad, y me ayudó a llevar la mía con alegría. Sus bigotes me despertaban en la mañana y me recibían al regresar de la escuela y del trabajo. Alimentarlo, asearlo y preparar su arena a diario me sujetaron firmemente a la cordura más que cualquier terapia que hubiera podido tomar y, a pesar de que me jactaba a menudo de haberlo recogido y alimentado, diciendo que le había salvado la vida, ahora estoy convencido de que Merlín salvó la mía también, y por ello le estaré siempre agradecido.
Años después me casé y, al venir en camino los gemelos, el médico me recomendó que sacara a Merlín de la casa. Lo hice, muy triste y terriblemente contrariado, aunque la situación favoreciera más a Merlín, quien a partir de entonces vivió en la casa de mi madre, en Oaxaca, en donde comía todo lo que podía, trepaba a los árboles y tenía un hermoso huerto para hacer lo que quisiera a la hora que quisiera. Cuando lo visitaba me daba mucho gusto verlo cada vez más grande y peludo, disfrutando de su agradable retiro provincial, acompañando a mi abuelita, y compartiendo los gritos y regaños de mi madre que antaño recibía exclusivamente yo. Así envejeció más que cualquier otro gato que yo he conocido. Durante mucho tiempo tuvo la compañía de otro gato histórico de la familia, el buen Gatoven, cuya muerte golpeó a Merlín años atrás y de la que quizá no se recuperó nunca del todo.
Un día, hace dos semanas, Merlín –de doce años de edad- enfermó. Probablemente del hígado, porque todo lo que comía lo vomitaba, incluyendo los líquidos. Se debilitó rápidamente. Pasó dos noches en el hospital sin mejoría, y finalmente lo enviaron a casa a morir en paz. Las dos últimas noches mi madre y mi hermana lo velaron continuamente, y finalmente se durmió en sus brazos.
Lo sepultaron en el jardín de la casa. Ahí lo iré a visitar la siguiente ocasión que vaya a Oaxaca, aunque ya no me reciba maullando, como siempre, para darme la bienvenida y demostrar que aun me recuerda, que recuerda los años que vivimos juntos, y durante los cuales nos salvamos mutuamente las vidas.
Tarímbaro; 17 de julio de 2008.
Al principio pensé que él era el que me necesitaba a mí, y nada más: escuché sus gritos de hambre una tarde en la que no deseaba otra cosa que ver la televisión y dormir muchas horas, y al no poder concentrarme en ninguna de las dos cosas a causa de los maullidos incesantes decidí bajar a ver qué ocurría. Merlín estaba a espaldas del edificio. Me extrañó verlo echado, solitario, sobre el pasto, porque cuando abandonan a los animalitos recién nacidos suelen hacerlo en camadas completas, y no uno por uno; pero pienso que quizá Merlín había abandonado a sus hermanos para buscar comida, y se había perdido en el camino. Lo levanté de inmediato (era apenas más grande que un ratón) y lo llevé a la casa. Ahí traté de alimentarlo con el dedo, primero, y luego con una jeringa. Me preocupaba que la leche de vaca le hiciera daño, o que simplemente no se la tomara, pero nada de eso ocurrió. Desde el principio ese gato mostró unas ganas tan grandes de vivir que a pesar de mis cuidados creció y se fortaleció hasta tener que dejar la caja de cartón en la que pasó sus primeras semanas, y pronto andaba por toda la casa arañando cosas, tirándolas o simplemente estirándose en cualquier lugar, como hacen todos los gatos.
Por esos días mis amigos Jorge y Gustavo me visitaban a menudo, y una tarde hablábamos de las cosas que en ese entonces nos preocupaban mucho y que ahora ya ni siquiera recuerdo lo suficiente como para escribirlas. Merlín, de acuerdo con su costumbre, subía y bajaba de las piernas de uno y otro de mis amigos, rasguñándoles el pantalón y lamiendo sus manos. Jorge tenía al gato colgado del cuello como una bufanda cuando de repente dijo unas palabras que, esas sí, jamás olvidé:
“Este gato es una bendición”.
En ese instante, o quizá poco después, comprendí que Merlín y yo nos necesitábamos el uno al otro en maneras que ninguno de los dos podía comprender. Él sabía de soledad, y me ayudó a llevar la mía con alegría. Sus bigotes me despertaban en la mañana y me recibían al regresar de la escuela y del trabajo. Alimentarlo, asearlo y preparar su arena a diario me sujetaron firmemente a la cordura más que cualquier terapia que hubiera podido tomar y, a pesar de que me jactaba a menudo de haberlo recogido y alimentado, diciendo que le había salvado la vida, ahora estoy convencido de que Merlín salvó la mía también, y por ello le estaré siempre agradecido.
Años después me casé y, al venir en camino los gemelos, el médico me recomendó que sacara a Merlín de la casa. Lo hice, muy triste y terriblemente contrariado, aunque la situación favoreciera más a Merlín, quien a partir de entonces vivió en la casa de mi madre, en Oaxaca, en donde comía todo lo que podía, trepaba a los árboles y tenía un hermoso huerto para hacer lo que quisiera a la hora que quisiera. Cuando lo visitaba me daba mucho gusto verlo cada vez más grande y peludo, disfrutando de su agradable retiro provincial, acompañando a mi abuelita, y compartiendo los gritos y regaños de mi madre que antaño recibía exclusivamente yo. Así envejeció más que cualquier otro gato que yo he conocido. Durante mucho tiempo tuvo la compañía de otro gato histórico de la familia, el buen Gatoven, cuya muerte golpeó a Merlín años atrás y de la que quizá no se recuperó nunca del todo.
Un día, hace dos semanas, Merlín –de doce años de edad- enfermó. Probablemente del hígado, porque todo lo que comía lo vomitaba, incluyendo los líquidos. Se debilitó rápidamente. Pasó dos noches en el hospital sin mejoría, y finalmente lo enviaron a casa a morir en paz. Las dos últimas noches mi madre y mi hermana lo velaron continuamente, y finalmente se durmió en sus brazos.
Lo sepultaron en el jardín de la casa. Ahí lo iré a visitar la siguiente ocasión que vaya a Oaxaca, aunque ya no me reciba maullando, como siempre, para darme la bienvenida y demostrar que aun me recuerda, que recuerda los años que vivimos juntos, y durante los cuales nos salvamos mutuamente las vidas.
Tarímbaro; 17 de julio de 2008.