domingo, abril 20, 2008

Amores y vida de la hermosa Josephine

Que diras-tu ce soir, pauvre âme solitaire,
Que diras-tu, mon coeur, coeur autrefois flétri,
À la très belle, à la très bonne, à la très chère,
Dont le regard divin t'a soudain refleuri?

Baudelaire


I El hombre del café

"Sería difícil. Sería hermoso. Y doloroso".
La hermosa Josephine calló apenas dichas esas palabras, y en sus maravillosos ojos claros pude ver los recuerdos y la sabiduría de cientos de años a pesar de que, como todos aquellos que llegan al Gabinete en busca de reposo, Josephine lucía el aspecto de plenitud alcanzado en sus mejores días sobre la tierra. Yo, como lo he mencionado varias veces, soy el único personaje que envejece todavía dentro de esas sagradas paredes dedicadas al verdadero conocimiento, y mi presencia ahí se justifica solamente por mi disposición a observar y ser testigo -el único viviente- de todo lo que ahí ocurre. Testigo y nada más, porque mis pocos años y la limitación de mi entendimiento me previenen de entender a plenitud el significado de las palabras que escucho, las cosas que veo y las sensaciones que a cada visita me dejan azorado y temeroso, apenas decidido a regresar. El permiso que del gran señor de la tierra he recibido de escuchar a las almas de los que se han ido tiene esa única condición: que sea un fiel narrador de sus historias.
"Será casi como volver, y vivirlo todo una vez más". Y luego: "lo haría felizmente, aunque la ilusión de andar sobre mis huellas como si fuera la primera vez me haga olvidar que se trata de un camino sin alternativas. ¡Si tan sólo se pudiera alterar la realidad de lo pasado con el poder del recuerdo!"
Le pregunto si hay muchas cosas que le gustaría cambiar.
"No muchas, pero sé que al contemplarlas me sonrojaría, y quizá no tomases en serio mis palabras, aunque el recuerdo perfecto que me da el abismo me atormentase con profundo dolor". Cerca de mí, el Profesor Thinmar finge concentrarse en limpiar sus espejuelos, en tanto que el perverso Georg, mi fiel guardaespaldas, camina de un lado a otro del Gabinete, atento al movimiento de las sombras. "A eso le temo, y a nada más".
La mujer entonces inclina la cabeza lentamente. Medita. Tras unos cuantos segundos de silencio que nadie osa interrumpir vuelve a mirarme sin decir nada, y puedo darme cuenta de que el iris de sus ojos muda suavemente de color, y de un castaño azulado se torna gris claro, como el de las nubes en el cielo cuando apenas ha cesado de llover. ¡Qué ojos tan perfectamente bellos! Pienso, y ella sonríe de inmediato como si me hubiera escuchado.
En ese momento supe que la había persuadido a contarme su vida, y crucé con el profesor una mirada de inteligencia que no pasó desapercibida a la jovencita. En efecto, sabía sonrojarse, y era tal el poder de sus mejillas encendidas, que provocaba en quienes la veíamos aun más embarazo y turbación que el que las había coloreado primeramente.
Hasta mañana, pues; dije, y nos levantamos para besar la mano blanca y pequeña de Josephine antes de marcharnos.

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La conocí una tarde en la que leía acerca de la misericordia en la inacabable biblioteca del Gabinete. Sentí su presencia cruzando frente a mí, pero no pude verla del todo sino hasta que hubo llegado al ventanal. Ahí se recargó para mirar llover sobre la tierra mientras se pasaba distraídamente la mano por sus cabellos color avellana. Llevaba un vestido estampado con flores, de generoso escote en la espalda y cuyas faldas llegaban apenas a las rodillas. Como a menudo los visitantes son atraídos al Gabinete por el sonido que en mi mente producen las palabras que leo, supuse que probablemente a la recién llegada le gustaría seguir escuchando ese libro en particular. No obstante, en cuanto me dispuse a continuar leyendo, apareció a mis espaldas la figura de un hombre joven y algo robusto que se acercó a Josephine como si deseara hablarle, pero sin atreverse a hacerlo. Jugueteaba con extraña pericia con un objeto que balanceaba en sus manos, y pasaron varios segundos antes de que me diera cuenta de que se trataba de una cámara fotográfica. Varias veces intentó el hombre pronunciar una primera palabra, y otras tantas vaciló y se quedó callado, suspirando profundamente. Al final, Josephine se volvió, se acercó al hombre para decirle algo en voz tan baja que no pude entenderlo; negó con la cabeza y lo besó suavemente en la boca antes de salir por una de las puertas que dan al mundo.
No fue sino hasta entonces que el hombre reparó en mi presencia, y como suele ocurrir en esos casos, tardó un poco en reconocerme. Se llamaba Sebastián, y dijo que había encontrado a Josephine muchos años atrás, en un café de la Avenida Central. No había sido ese un buen día para él, pues después de muchas horas de caminar por el centro de la ciudad no había logrado encontrar nada que mereciera ser fotografiado. Los minutos corrían, y antes de la una de la mañana tenía que entregar a la redacción la llamada Imagen del Día, una composición que mostrara un aspecto relevante de la urbe; toma de oportunidad que sorprendiera a los lectores, o los conmoviera con el mero poder de de la línea, sin pie de foto que la explicara o diera razón de su origen. Poca cosa para él, si se considera su ojo despierto y el talento inexplicable para encontrarle sentido a la luz con el que había nacido. Por eso había entrado al café, porque necesitaba pensar. Eso -pensar- era raro él, un hombre de sentimientos y de intuiciones que hasta ahora habían fallado.
O quizá no.
La barra estaba desierta, y Sebastián ordenó su café a una mesera cansada y que lucía los ojos abandonados de quienes ven más tiempo hacia adentro que hacia afuera de si mismos la cual, sin embargo, se mostró amable y hasta un tanto interesada en la presencia de ese muchacho con aire de extranjero que no dejaba de acariciar amorosamente una cámara fotográfica.
Sebastián no supo en qué momento llegó Josephine a sentarse apenas a un par de lugares de distancia, cuando había tantas mesas disponibles y los bancos de esa barra eran altos e incómodos para una dama. Probablemente, se dijo el fotógrafo, quiere dejar claro que no espera a nadie. Esa idea lo entusiasmó, y observó a la recién llegada aprovechando que podían verse de frente en el largo espejo que cubría la pared detrás de los meseros, y que ella se había concentrado un momento en leer el menú del café. Contempló su talle menudo, dibujado con sinuosa fantasía por la mano de un creador amante de lo bello; sus hombros blancos, sus brazos suaves y elegantes, el cabello largo hasta los hombros que, coquetamente recogido, dejaba ver dos pequeñas orejitas como dos conchitas de mar. Hubiese podido dar cuenta de más, pues los tesoros de la hermosa Josephine parecen no tener fin, de no ser porque en ese momento la joven se distrajo un momento del menú, y le dedicó al fotógrafo una mirada en la cual le pedía que la dejara ordenar en paz. No fue la última vez, empero, que sus miradas se cruzaron, porque aun después de que la mesera, quien se había despabilado al advertir el comienzo de un duelo, les sirviera la cena, Sebastián no dejo de buscar la mirada de Josephine insistentemente, tratando de llamar su atención. Inútilmente, por cuanto Josephine no se ocupaba de otra cosa que no fuera su comida, y si acaso caía sin querer en el juego de las miradas que su compañero de barra le proponía, sus ojos se mantenían cruelmente vacíos e inexpresivos, sin siquiera un reproche hacia su admirador. Era como si el banco de Sebastián estuviera desocupado, y en el espejo buscase un punto indefinido al fondo del café.
A Sebastián le quedó claro entonces que a nada iba a llegar con esas maniobras, y se decidió a actuar. Le costó trabajo, pues muchas razones se le vinieron a la mente para quedarse quieto en donde se encontraba, sin molestar a nadie. La primera de ellas era que la mujer aun no terminaba su cena, pero el fotógrafo temía que, en cuanto terminara, ella se iría de inmediato. Por otra parte era casi seguro que, de acercarse, iba a ser rechazado de todos modos, porque la mirada de la joven lo había considerado como algo que simplemente no existía, y cuando las cosas que no existen se materializan para dirigirse a una mujer, ésta casi siempre se siente insultada. La última razón para no acercarse, pues, se la dio la mujer misma cuando, quizá adivinando sus intenciones, puso en sus ojos claros una señal luminosa e inequívoca que decía "no te acerques".
No obstante, para ese momento la necesidad de hablarle era para Sebastián cruelmente insoportable, y aunque esa mujer le apuntara con un arma para impedirle abordarla, eso no iba a detenerlo. A fin de cuentas, no tenía sino que pronunciar sus famosas “palabras para comenzar una conquista”, palabras infalibles, las cuales impedían prácticamente cualquier reacción de rechazo por parte de cualquier mujer, y para pronunciarlas no era necesario sino moverse un asiento hacia su izquierda. El problema fue que justo en ese instante el asiento dejó de estar vacío, y una mujer mayor en todo sentido, de unos sesenta años, lo ocupó con su cuerpo enorme que amenazaba con desbordarse a los lados del banco. Y es que, absorto en la belleza de la mujer, Sebastián no se había dado cuenta de que los viandandantes, salidos quizá de los cines al anochecer, habían entrado sin parar al café hasta llenarlo por completo. Ese asiento de la barra y el otro a su lado eran los únicos que faltaban por ocuparse y para su horror, Sebastián vio que hasta ese último lugar era tomado por otra señora semejante a la primera, y amiga de ella a lo que parecía, pues de inmediato comenzaron a sostener una conversación sobre el hambre que tenían, y lo rico que podía ordenarse del menú, a veces por enfrente de del fotógrafo, a veces a sus espaldas. Éste comenzó a pensar que realmente no existía.
Por los menos hasta que las ancianas hubieron ordenado, porque entonces sí que se fijaron en él; lo saludaron y se disculparon por la molestia que ambas deberían de estarle causando. Le dijeron que se parecía mucho a un sobrino suyo, pues ambas eran hermanas y lo parecían si uno se fijaba lo suficiente, un sobrino que mucho querían, pero que había muerto hacía un par de años a causa del cáncer que le había pegado en los pulmones, pues por más que le habían dicho a su sobrino -una y otra vez se lo dijeron- que dejara de fumar, él no les había hecho caso. Sebastián escuchaba, respetuoso, a veces interesado en la suerte del sobrino, sonriendo a veces cuando alguna de ellas mencionaba un detalle curioso. ¡Y cómo lo extrañaban! Murió soltero a los 35 años, y siempre estaba atento para consolarlas en sus soledades, que eran muchas y muy crueles a veces. Ahora se tenían nada más la una a la otra, y eso, la verdad, no era tener mucho.
Ambas mujeres suspiraron casi al mismo tiempo, y Sebastián iba a aprovechar la pausa para levantarse y cederle su asiento a la tía de la izquierda, para así quedar junto a la hermosa jovencita, quien ya pedía la cuenta para irse sin más. Pero la matrona le dijo que no era necesario, que no se tomara la molestia: habría que mover los platos de lugar y, además, la pasaban muy bien con él enmedio de ambas.
Para su pequeña aventura amorosa era el fin. O quizá no.
Porque cuando miró al espejo para buscar por última vez los ojos de Josephine, sin engañarse ahora respecto a lo vano de su intento, sucedió un pequeño milagro; y es que la hermosa no solamente lo estaba viendo, directamente y con ojos muy abiertos y extrañamente felices, sino que le sonrió -primero- y luego le dedicó una musical y suave carcajada que por un instante provocó que el vidrio de las copas vibrara alegremente. Entonces, Sebastián tuvo la certeza de qué era aquello que deseaba fotografiar. Repentinamente había sentido el deseo de que toda la ciudad, el país entero compartiera con él la felicidad que esa imagen le provocaba, e instintivamente sacó su cámara. Sin necesidad de quitar la vista de su encuadre -una toma sin flash en el espejo, con la sorda muchedumbre de fondo y el rostro maravilloso de Josephine en primer plano- maniobró los controles del obturador con pasmosa habilidad. Listo para disparar levantó la cámara, pero Josephine se había movido. Salía ya por la puerta y comenzaba a caminar por la calle sin dejar de sonreírle al fotógrafo a través de los ventanales.
Perdidamente enamorado de su visión, Sebastián dejó un billete sobre la barra, se disculpó con las ancianas que le habían regalado la confianza de su tema, y salió desde luego en su persecución. Iba feliz, pero desconsolado al mismo tiempo al saber lo difícil que es repetir lo espontáneo. Con todo, recobró la esperanza al ver que la jovencita entraba en un zaguán cercano, y luego a un modesto departamento, dejando detrás de ella las puertas abiertas.
Sebastián se halló finalmente en una estancia en penumbras, llena del perfume de Josephine oloroso a manzana. La silueta de un gato serpenteó por la alfombra, se acercó al fotógrafo y lo miró con ojos que parecían resplandecer con luz propia. Desconcertado, aquél retrocedía un par de pasos, más temeroso del perfume de mujer que de la mirada del felino cuando la voz de campanas, que ahora sonaba como el murmullo de una playa, dijo:
"¡Merlín!".
Las luces se encendieron y el gato se hizo a un lado. Sebastián levantó la cámara una vez más para retratar a Josephine, que se acercaba, pero ésta le puso la mano sobre el pecho con suavidad, y mientras lo empujaba lentamente hacia la puerta lo besó en la boca, con labios lánguidos y entreabiertos, en lo que para Sebastián sería un breve minuto de dicha inasible y eternamente irrepetible.
"No; aun no estoy lista", dijo ella, sin aclarar si se refería a dejarse fotografiar, o a lo que después de ese beso, en esa estancia, podría ocurrir. "Cuando lo esté, te lo diré". Y cerró la puerta.

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El fotógrafo se fue al terminar su relato. Parecía creer que no había sido una casualidad el que encontrara a Josephine esa tarde, en el café; y mucho menos lo era el haberla visto de nuevo tantos años después, en los pasillos del Gabinete, con el corazón lleno de las certezas que da el final de la propia vida. Probablemente su historia no había terminado, y ahora era el momento de capturar por fin ese rostro mágico que permanecía en su memoria aun detrás del velo. Callé, callé a pesar de ignorar entonces lo que ahora sé. Es decir, que incontables almas sienten exactamente lo mismo al ver a la hermosa Josephine.
"¿Le preguntará, licenciado?" Masculló a mis espaldas el perverso Georg cuando hube referido la historia de Sebastián, en el cansado pero feliz camino que viene de Quiroga.
“¿Preguntar qué?”
“Para qué cosa no estaba lista”.
No dije nada. Georg es así: a pesar de vivir rodeado de hermosas amantes ignora que pocas cosas, de todas las que dicen las mujeres, tienen explicación.

(Tarímbaro, 20 de abril de 2007)

domingo, abril 13, 2008

Las razones del olvido (cuarta parte)

VII

A la semana siguiente esperaba con ansiedad, como es natural, las noticias que desde Varsovia habrían de llegarme acerca del concierto de Lagrange en aquella ciudad. Desde mi punto de vista el avance logrado había sido muy grande, por mucho que al final de nuestra última sesión el maestro se sintiese catastróficamente confundido. Le había ordenado que saliese de su trance con un recuerdo fiel y perfecto de todas las cosas que había podido recordar bajo la hipnosis y, al hacerlo, lo confronté con dos versiones opuestas de su pasado ocurriendo, si se quiere, a un mismo instante: aquella que recordaba en su estado consciente, y la que la hipnosis le había revelado o, en otras palabras, la que muy probablemente había ocurrido en la realidad. La perturbadora visión de Jacob mostrándole por primera vez en su vida un violín fue quizá la más terrible de todas pues, como ya se ha dicho, el violinista recordaba sin ninguna duda que había sido el banquero Flimt quien había descubierto sus habilidades musicales. Lo recordaba como un hombre maduro, casi anciano, quien una tarde de otoño lo llevó por los inmensos pasillos de su mansión hasta un estudio en penumbras, de altas paredes cubiertas de libros que parecían de tan colmadas venirse abajo a cada momento. Ahí, el banquero abrió una gaveta de madera, sacando un estuche pequeño y de apariencia muy antigua. En el estuche estaba el pequeño violín que habría de ser su primer instrumento. Se trataba de una reliquia de altísimo valor con la que, tras unos pocos meses de estudio, había comenzado a dominar algunas de las más brillantes piezas del repertorio. O por lo menos eso era lo que él creía recordar a la perfección.
La crónica de su presentación me llegó, curiosamente, en una mañana nublada de miércoles, semejante a esa en la que nos conocimos. Amenazaba lluvia, y la terrible cruda del doctor Santuzzi lo obligaba a hacer frecuentes viajes al inodoro, en donde trataba de desahogar las espantosas bascas con las que su estómago devastado lo torturaba. A pesar de todo ello, me senté sonriendo en mi sillón y abrí la gaceta para poder leer la que yo esperaba brillante crónica de una noche perfecta.
Lo que leí, sin embargo, hizo que me pusiera de pie estrujando el papel en mis manos, como si el mensajero tuviese la culpa de las malas noticias contenidas en el mensaje. Según la nota, el gran Lagrange había entrado al escenario -en el que tenía que tocar el concierto de Tchaikovsky- con paso vacilante y el rostro descompuesto por una profunda, si bien indescriptible emoción. Sudaba, se tambaleaba, y durante la larga introducción del primer movimiento rompió a llorar amargamente, sin dejar de hacerlo a ratos durante el resto de la interpretación la cual fue, por decirlo de modo amable, muy amanerada y extraña. Si bien las vacilaciones y la preocupación mostrada por Lagrange en sus últimos conciertos había casi desaparecido; su sonido era a momentos estridente y sus frases erráticas y neuróticas, plagadas de resoluciones inesperadas, llenas de resentimiento y humor negro. Al final de la obra el público se hallaba desconcertado. Aplaudía con vacilación, temiendo quizá que el artista se hallara bajo los efectos de alguna droga, pues pasaban los segundos y él no parecía responder en absoluto a los estímulos que lo rodeaban. No agradeció los aplausos, ni tampoco hizo caso cuando el director de la orquesta le hizo la señal para que ambos abandonaran la escena. Solamente después de un par de minutos el director lo tomó del brazo, y entonces el violinista pareció despertar de un ensueño y lo siguió, sin despedirse ni de la orquesta ni del público que había dejado de aplaudir, enmedio de un tenso silencio.
Como si la noticia de la debacle no fuese lo suficientemente devastadora, al final de la nota el crítico informaba que, de acuerdo con rumores que corrían en el medio musical europeo, el maestro Lagrange padecía de frecuentes crisis emocionales desde que era tratado por un cierto doctor Hass, residente en Frankfurt.


VIII

Batallaba para comprender la inesperada y complicada situación cuando Santuzzi, con el rostro pálido y descompuesto de los que quisieran verse libres a toda costa de la impedimenta de sí mismos, se asomó a mi consultorio y anunció con voz entrecortada por las bascas:
"El maestro... Friedrich Lagrange".
Si el semblante de mi ayudante, el doctor Santuzzi, era semejante al de un difunto; el de Lagrange era definitivamente el de un ser fuera de este mundo. La única parte del mismo que reflejaba algo de vida eran sus ojos, y aun aquellos se perdían, divagaban sin permitirse reposo ni atención en nada. Se recostó lentamente y sin decir palabra en el diván, y le dije que su visita era una gran sorpresa, dado que ni siquiera sabíamos que se encontraba en la ciudad. No obstante, el maestro continuó en silencio unos minutos más, los cuales dejé pasar respetuosamente, seguro de que tarde o temprano mi paciente recobraría el control de sus pensamientos.
"¡Maldita sea!" Dijo al fin.
"Ha tenido otro sueño ¿no es así?" Aventuré.
"Sí -contestó- pero ahora fue todo muy diferente. Estoy asustado, porque siento que no soy capaz de controlar lo que siento, lo que recuerdo y mucho menos las cosas terribles que veo en las noches". Lagrange jadeaba, sudaba profusamente al hablar.
"Hábleme usted del sueño".
"Me encuentro en la misma gira, en el mismo hotel, con los mismos sirvientes que no son otra cosa que los viejos amigos de la cuadra, incluyendo -ahora lo sé- a los que me golpeaban hasta que Jacob comenzó a defenderme, y a ver por mí. Lo primero que me llama la atención es que Jacob no aparece por ninguna parte. Lo espero en vano, y finalmente tengo que prepararme yo mismo para el concierto. Me visto y salgo rumbo a la sala. Ahí, como es usual en esas pesadillas, los muchachos se han transformado en tramoyistas y ayudantes de sala. Al entrar al escenario escucho los aplausos, la luz me sigue hasta mi sitial y descubro con agrado la sala llena y al banquero Flimt en el podio del director, listo para comenzar a tocar uno de mis conciertos favoritos. No recordaba que era el banquero Flimt el director, y sin embargo me parece que eso, como las demás cosas que ahora recuerdo ocurrió siempre en esos sueños sin que al despertar me diese cuenta. En fin. La orquesta comienza con la introducción, y entonces miro mis manos para descubrir que en ellas tengo mi violín. Ya no despierto presa de la desesperación por verme obligado a tocar un instrumento desconocido frente a la sala llena; puedo tocar y hacerlo a la perfección, me digo en ese momento lleno de felicidad, y entonces sigo soñando... y recordando".
“¿Quiere decir que ahora recuerda lo que sucede después de que descubre que el instrumento desconocido en sus manos? ¿Ese algo que nunca antes había podido recordar al despertar y que sin embargo era parte invariable de la pesadilla?”
“En efecto, aunque con algunos cambios. Inclusive los sueños más absurdos no dejan de tener su lógica”
“¡Y que lo diga!” Le contesto. El maestro, sin embargo, se ha quedado callado de nuevo, siento que lo he perdido una vez más, porque una profunda emoción lo sacude y lo saca de la precaria concentración de momentos antes. Está a punto de comenzar a llorar, y es en ese instante en el que lo tomo del hombro para sacudirlo suavemente. “Siga usted”, lo animo en voz baja.
“Sueño como que toco el concierto presa de un arrebato de gozo. Pocas veces, al estar despierto, soy capaz de abandonarme a la dicha pura que la ejecución musical produce con semejante desparpajo. Verá -explicaba, conmovido- tocar el violín en público es un poco como darse un beso con la amada enfrente de una multitud: nunca se disfruta lo mismo que al hacerlo en la intimidad. La multitud añade emoción, profundidad, sentido y trascendencia a lo que se vive, pero invariablemente se pierde en ello algo de la esencia. En mi sueño no. Quiero decir que era un poco como estar tocando, ebrio de felicidad, en la sala de mi casa, en presencia solamente de los más entrañables amigos, de la mujer adorada. El concierto termina, y yo salgo de la sala en hombros, triunfante y dichoso”.
“Bueno -comenté yo- eso suena como un gran avance en su recuperación”.
“¡Oh, no! Espere, que la felicidad termina al salir del teatro a la calle. En mi sueño, un automóvil me espera para llevarme a una lujosa cena. Como el público, emocionado, me lleva en hombros, me doy cuenta de que en la orilla de la banqueta espera un hombre. Está vestido con harapos tan sucios que su olor ofende aun a varios metros, lleva unas muletas, por lo que se entiende que se encuentra incapacitado para trabajar, y pide limosna a los que salen de la sala, aunque nadie parece ocuparse de su desgracia; le hacen a un lado de mal modo, un hombre lo empuja, y cae en un charco lodoso cerca del auto en el que debo partir.
A mi no me parece justo el maltrato que el pobre inválido o mendigo recibe, y me acerco con la intención de darle limosna. Mi terror no conoce límites cuando me doy cuenta de que se trata de Jacob. Es mi viejo amigo Jacob, que me mira con profundo resentimiento. Por alguna razón siento que debo pedirle perdón, pero no sé por qué, y en la pesadilla pienso, o le digo, que de eso no estoy muy seguro, que si supiera el por qué debo hacerlo, le pediría perdón de todo corazón. Pero según eso no lo sé, y por eso comienzo a llorar, sin que los ojos llenos de reproche de Jacob se aparten de mí. Se me pegan como algo muy espeso y viscoso, su mirada me oprime y me persigue sin que sea capaz de apartarla, ni lavármela en la tina, ni quitármela de ningún otro modo. No lo soporto, doctor. Durante el concierto no pude dejar de sentir esa mirada, que me importó más que ver la sala medio vacía y el público indiferente a mi tragedia. Al terminar mi actuación llamé a mi representante para que cancelara mis próximos compromisos, pidiéndole que buscara a Jacob en dondequiera que se encontrara, pero hasta el momento no ha tenido éxito. Además, ya puede usted imaginarse las reacciones a mi decisión: mi representante se siente traicionado, mis acreedores amenazan con embargarme y los empresarios con demandarme, pero simplemente no puedo seguir así. Mi carrera se está yendo al demonio con cada actuación y, de seguir así, pronto no habrá nadie que arriesgue siquiera un centavo por mí”.
Sorprendido de sí mismo, quizá, por haber logrado ensartar tan largo discurso, Lagrange calló.
“Y ¿para qué busca usted a Jacob, si puede saberse?” Pregunté afectando calma. El maestro pareció no entender mi pregunta. Se mostró sorprendido y defraudado por ella.
“¡Cómo! ¿Pero es que no comprende que tengo asuntos muy importantes que arreglar con él? Eso es precisamente lo que me está destruyendo por dentro”.
“Posiblemente -concedí- pero hasta que no sepamos cuales son, usted no va a saber qué decir o, en este caso, de qué debe disculparse. Dejemos que su pasado nos lo diga. ¿Está de acuerdo?” Y sin esperar su respuesta le dije: “ahora le suplico que se relaje, voy a hipnotizarlo”.


IX

"Dígame, ¿qué ve?"
Lagrange, duda. Se inquieta.
"Estoy en el estudio de mi primer maestro. No recuerdo su nombre, aunque me parece que es Hoffmann. Se trata de un hombre mayor, que usa la barba a la moda de principios de siglo, lo estimo mucho porque sabe todo lo que hay que saber sobre el instrumento y lo enseña con liberalidad, con el criterio perfecto de quien reconoce lo que cada alumno requiere en un momento dado. Su estudio es muy bello, también; de alto techo y alfombras de diseños fantasiosos. Las paredes están cubiertas con libreros llenos de partituras y libros sobre música. Por una gran ventana entra el sol fuerte del verano. Hace calor. Solamente estamos el maestro, yo y otro alumno que es el que toma clase. Debo tener ocho años. Tengo miedo..."
"¿Por qué tiene miedo?"
"No sé. Creo... Creo que no tengo preparada la lección de hoy. No me sucede a menudo. De hecho es la primera vez que me sucede. No es agradable. De alguna manera sé que Hoffmann no tolera la indisciplina; ya le ha sucedido antes a otros y los ha humillado; los ha corrido de la clase. Es mi turno. Estoy a punto de comenzar a tocar, seguro de que mi maestro se va a dar cuenta de inmediato de mi falta. Jacob entra. Jacob. No entiendo qué es lo que está haciendo aquí... Se acerca a Hoffmann, le dice que mi primo Xavier está muy grave. Yo no tengo ningún primo Xavier, pero no lo digo. Ahora sé de qué se trata todo. Le dice que me llama, que desea verme antes de morir, que debo acudir de inmediato a su lecho de muerte. Yo sigo callado, sin decir nada. Miro a Jacob sin ni siquiera acertar a ponerme triste para por lo menos hacer más creíble su farsa. Hoffmann me mira con compasión. Me dice que guarde mi violín y vaya de inmediato, que no me preocupe, pues cualquier otro día puede reponerme la clase con mucho gusto. Mi alivio es enorme. Jacob me acaba de salvar la vida. Vamos a salir, pero Jacob se detiene de repente. Olvida algo importante, y Hoffmann se lo recuerda con la mirada. Su mirada parece decir: ¿no se te olvida algo? Jacob se lleva la mano al chaleco y saca un sobre blanco rotulado con hermosas letras negras. Adentro debe de haber dinero, y mucho, a juzgar por lo abultado del sobre. Siento vergüenza..."
"¿Por qué?"
"No lo sé, pero estoy seguro de que tiene que ver con el sobre".
"Posiblemente se trata de la paga del maestro, de sus honorarios".
"No lo sé. Jacob no estudia con Hoffmann, quería estudiar con él, pero el maestro no lo aceptó en clase. Jacob estudia violín en el Liceo, que no debe ser tan caro como el estudio de alguien como Hoffmann. Por eso su padre puede ayudarme y pagar mis lecciones con él. Pero siento vergüenza. No puedo evitarlo. Debería de estar agradecido, pero lo único que puedo sentir es un deseo insoportable de desaparecer, de ser tragado por la tierra. De morir..."


X

Las sesiones se hacen más frecuentes, Lagrange poco a poco acepta su pasado como algo que tiene que ser descubierto, como si se tratara del biógrafo de sí mismo y buscara en fuentes recién halladas los detalles de una vida hasta entonces desconocidos.
"Yo no recordaba al padre de Jacob -me dijo después de una sesión- y verlo de nuevo me a provocado, sin embargo, los sentimientos más contradictorios. Entre ellos el miedo, el respeto, la vergüenza y hasta el rechazo. No sabía que era tan importante para mí, o mejor dicho, tan trascendente. Hasta hoy, yo había dado todo el crédito al banquero Flimt, porque recuerdo muy bien el momento en el que me rescató de la vida en la calle. Yo vivía, ¿sabe? de bolear zapatos en las cercanías de la estación de trenes. El banquero Flimt pasaba a menudo por ahí al dirigirse a su trabajo, y casi siempre se detenía para que le lustrara el calzado. De algún modo, no recuerdo como, se dio cuenta de que la música se me daba fácil. No sé; yo supongo que me escuchó silbar una canción, o quizá la manera rítmica en la que movía las manos al trabajar... No sé... Siempre he pensado que pudo ser algo como eso. Un día me dijo: "ven a mi casa. No temas. Solamente deseo mostrarte algo". Y fue entonces que me llevó a su maravilloso estudio, cuando me dio ese pequeño violín... Y es que el banquero Flimt tenía un hijo que tocaba el violín. Ese hijo era muy talentoso y tocaba muy bien, pero un día se enfermó de gravedad, y ni siquiera el inmenso poder y la enorme riqueza del banquero fueron suficientes para evitar que muriera..."
Lagrange callaba, recordando, según eso, y luego decía:
"Posiblemente fue eso. No tanto que viera en mí algún talento particular, sino que simplemente me parecía mucho a su hijo. Le recordaba a su hijo muerto de alguna manera, y por eso me puso como maestro al mejor que vivía en Europa en aquél entonces, es decir, el prof. Hoffmann. De ningún otro modo podría haber estudiado con él, aunque fuera nada más un año, o dos, pues el banquero Flimt decidió al poco tiempo terminar las lecciones con Hoffmann, y enviarme al Mozarteum, de donde salí ya prodigio, ya famoso, a recorrer las grandes ciudades del mundo. La verdad, doctor; le digo que pronto tendremos que terminar con estas sesiones. Los sueños que tengo durante ellas son muy ilustrativos, y juegan elaboradamente con los vagos recuerdos que conservo de la infancia, pero, honestamente, me sería imposible comprender la vida de otro modo al que verdaderamente sucedió, o sea, como lo he recordado siempre".
Le contesté a Lagrange que, en efecto, no la estaba comprendiendo.
"¿perdón?" Inquirió, a pesar de que había escuchado lo que dije perfectamente. Yo guardé silencio. Dos días antes había estado de visita -en secreto, se entiende- en la casa del banquero Flimt. El banquero había muerto tres años antes, lo cual era hecho de todos conocido, y sus hijos -pues conocí a dos- fueron tan gentiles como para cederme algo de tiempo y hablar sobre Lagrange. Me dijeron lo poco que recordaban, pues Lagrange no fue nunca más importante que el resto de los muchos estudiantes cuyos estudios Flimt financiaba. Me mostraron los documentos que demostraban que el banquero jamás hizo pagos al prof. Hoffmann, y solamente constaban en libros los pagos correspondientes al Mozarteum de Salzburgo y la pensión alimenticia. Al final del archivo se encontraban algunas cartas de agradecimiento, escritas con intervalos de tres meses casi exactos, en las que Lagrange -con letra juvenil y algunas faltas de ortografía- le daba cuenta de sus avances en un tono de lejano respeto, agradeciéndole que le permitiera continuar con sus estudios por un trimestre más. Había dos cartas escritas durante las vacaciones con el mismo lenguaje oficioso y cortés, sin ningún detalle de familiaridad que sugiriese que ambas personas se habían encontrado alguna vez personalmente. Con ellas Lagrange buscaba agilizar sus trámites de reinscripción y así poder regresar lo antes posible a clases. Había una carta más, la que hizo que todo el tiempo invertido ese día valiera la pena. Mientras la copiaba Otto Flimt, el hijo menor del banquero, me decía que no era esa la manera en la que los becarios de su padre se comportaban usualmente. El banquero les organizaba una cena al terminar los cursos cada año; otra cerca de la navidad y otra más el sábado de gloria, pues muchos de ellos regresaban de todas partes del mundo para tocar la vigilia pascual en la capilla de la familia Flimt. No obstante de haber sido siempre invitado, Lagrange nunca asistió a ninguna de esas cálidas reuniones. Lo que es más, aun después de de terminar sus estudios, de convertirse en solistas de prestigio, maestros destacados o miembros de las mejores orquestas de Europa, los antiguos becarios seguían en contacto con Flimt, ya fuese por carta, o en cortas visitas de cortesía que siempre terminaban en cenas familiares. Lagrange, en cambio, fue descubierto por un empresario poco antes de terminar su último año y, salvo la usual carta de agradecimiento escrita el día de su graduación, no se volvió a saber nada de él en el hogar del banquero, de no ser por lo que se leía en los periódicos, que cada día era más, para satisfacción de Flimt, quien -decía- nunca olvidaba el nombre de aquellos a quienes ayudaba y (en clara referencia a Lagrange) mucho menos de aquellos que lo habían ayudado a él cuando lo había necesitado. El día de la muerte del banquero, una corona de flores llegó a la capilla ardiente. Una de muchas. Era de Lagrange, y la tarjeta que la acompañaba era la única que no contenía un mensaje personal, la única que no estaba escrita a mano y firmada.
"Por lo menos así -se lamentaba Otto- le presentó sus respetos. No esperábamos que se preocupara en absoluto por su muerte".
Me fui de esa casa, abatido y presa de un extraño sentimiento de abandono. En efecto, pensaba, la soledad del artista puede ser más grande y poderosa que ninguna otra. Lo sabía desde antes de llegar a casa de los Flimt, como también sabia, o suponía, por lo menos que, ciertamente, el banquero nunca lamentó la perdida de un hijo, y ni Otto, ni su hermano mayor se acercaron nunca, a pesar de las súplicas de su padre, a ningún instrumento musical.

XI

Después de varias noches sin soñar nada, Friedrich Lagrange se sentía poco menos que completamente curado, y como es usual en esos casos, deseaba abandonar la terapia con la intención de reanudar cuanto antes posible su carrera musical. Fueron inútiles mis esfuerzos por convencerlo que lo suyo era una pequeña mejoría, temporal casi siempre, la cual nos indicaba que habíamos tomado el camino correcto en un trabajo que apenas empezaba.
"Usted es un buen analista, Hass, pero me han advertido de profesionales que mantienen a sus pacientes atados al diván por años enteros con la idea esa de que la terapia apenas empieza. Probablemente tenga usted razón, pero la idea original de venir a verlo era la de salvar mi carrera de un desastre inminente; lo único que deseaba era dejar de tener esos sueños malditos, o que por lo menos dejaran de atormentarme en el momento de entrar al escenario".
Yo le dije que aquí se trataba de algo más que salvar una carrera; que a veces la cordura misma es la que está en juego; pero ya se sabe que para los artistas la carrera es lo único que importa en el mundo. Lo que había logrado encontrar durante la terapia parecía estar de acuerdo con esa imagen.
"Pero de seguir así, en este retiro inexplicable para los empresarios y para el público, todo se va ir al demonio de todos modos y voy a ser un hombre sano, quizá, pero sin trabajo, y entonces tendré que entrar de nuevo a terapia por esa razón".
Yo no tuve ánimos de detenerlo, y de seguro no hubiese podido hacerlo de cualquier modo. No era, como dije, la primera vez que escuchaba palabras como esas. En ocasiones, inclusive, el paciente resultaba estar verdaderamente curado, y dejarlo ir era la mejor forma de estar seguro.
"Le mandaré entradas para el primer concierto que reciba", fueron sus palabras al despedirse.


Epílogo

Sucedió que un día del mes siguiente amaneció nublado. Debe de haber sido un miércoles, porque me encontraba conversando con el doctor Santuzzi de cosas sin importancia, pero él me escuchaba con la mirada perdida de aquellos quienes no pueden sufrir más. Callaba todo el tiempo. Cerraba los ojos para evitar que la habitación siguiese dando vueltas a su alrededor. De buena gana lo hubiese invitado a recostarse en el diván, pero de alguna manera tenía que mostrar mi desaprobación en lo tocante a esas espantosas borracheras de los martes. Si de eso se tratara, simplemente le diría a Santuzzi que no asistiera al consultorio esos días terribles, pero desgraciadamente para él, de toda la semana, el miércoles era el único día que dedico a la consulta, y su presencia es indispensable. Ahora que lo pienso, hasta es probable que Santuzzi amaneciera así también el resto de la semana, y que yo no me diera cuenta por encontrarme todo el tiempo dando clase en los demás edificios de la facultad. No lo sé, y nunca lo sabré, porque al momento de escribir estas memorias conmemoramos el tercer aniversario de su muerte. Fue un gran asistente, muy a pesar de sus malsanas aficiones. Realmente lo echo de menos.
Decía yo que ese miércoles, Santuzzi me escuchaba hablar de cosas sin importancia cuando repentinamente sonó el teléfono, cuyo timbre taladró el cerebro de mi asistente amenazando con hacerlo estallar. Contestó de inmediato, y para mi sorpresa -mi asistente tiene otra línea para sus llamadas privadas- comenzó a hablar en italiano.
“Es para usted”, me dijo. Su rostro mostraba extrañeza y enojo, dirigido ahora a quienquiera que estuviese al otro lado de la línea. “Y, ¿quién es?” Le pregunté.
“La policía de Milán”.
¡Milán! me dije en voz baja, sorprendido. En realidad, no era preciso que nadie me dijera de qué se trataba la llamada. Milán había sido la sede del último concierto del gran Lagrange, y fuera de eso, nada había que me relacionara con esa ciudad, pues aun Santuzzi era romano, e incapaz de hacerle daño a nadie. Él mismo levantó otro aparato en la habitación contigua, y ofició amablemente como traductor.

Era sobre Lagrange, en efecto.

Se hallaba detenido, acusado de asesinar a un hombre al que llamaba insistentemente Jacob Proost, a pesar de que la identidad del muerto había sido confirmada como la de Rocco Santangelo, vagabundo. El agente sabía, a causa de las muchas notas de prensa que lo mencionaron, que el maestro había estado bajo tratamiento conmigo, y deseaba (aunque no era legalmente necesario) pedir mi parecer antes de someterlo a un examen psicológico, pues todo parecía indicar que había enloquecido.
La historia en pocas palabras era la siguiente: los conciertos de Praga y Estocolmo habían sido para Lagrange dos sonoros triunfos que nos llenaron de esperanza. El gran violinista se mostró seguro, apasionado y desplegó de nuevo sus viejas dotes de súpervirtuoso. Lagrange estaba de regreso. Había salvado su carrera.
O eso pensábamos; pues en Milán, sin causa aparente, el carácter del maestro se descompuso violentamente. Al despertar la mañana de su concierto ordenó que se le llevara el desayuno a su cama del hotel, un desayuno, por cierto, inusualmente abundante, pero al recibirlo se levantó fuera de sí, y arrojó toda la comida a la pared en un arrebato de rabia incontrolable. El gerente, enemigo de los escándalos, calló el hecho, y con la ayuda del agente del violinista lograron calmarlo un poco y prepararlo para la actuación de la noche, si bien no dejó de padecer en ningún momento una profunda y mal disimulada agitación. Era evidente que había tenido otra terrible pesadilla durante la noche, y su miedo a recordarla en el escenario había regresado; y es muy probable que sus temores se realizaran, porque en el concierto Lagrange tuvo severas fallas de memoria que le impidieron concentrarse en la música, al grado de terminar su actuación con el rostro rojo por la furia y la impotencia; como si a duras penas reprimiera el imperioso deseo de tomar el violín y romperlo en pedazos para luego salir corriendo. La sala se hallaba como a él le gustaba: llena hasta la última localidad. Al terminar, Lagrange abandonó el teatro sin ceremonia por la puerta de atrás, y comenzó a caminar con su agente por el callejón. Iban en silencio. El artista tenía los ojos encendidos e insomnes de los dementes, y mascullaba palabras que su agente no lograba entender. En una esquina apareció Santangelo, un mendigo conocido en el vecindario por su afición a cantar por las noches, sobre todo cuando en la basura lograba encontrar un poco de pan sin enmohecer. Sin nada que pusiera en alerta a su agente, Lagrange se lanzó sobre el mendigo, le arrebató su bastón y comenzó a golpearlo violentamente en la cabeza hasta matarlo. Lagrange le gritaba, llorando, ¡¡Jacob!! ¡¡Maldito!! ¡¡Perdóname!! ¡¡Perdóname!! Siguiendo el ritmo de sus propios golpes. Cuando por fin un carabinieri logró apartarlo de su víctima ensangrentada, Lagrange se movió con rapidez felina y logró arrebatarle su pistola. De inmediato, y con pericia insospechada, le quitó el seguro, la apunto a su cabeza y disparó. No obstante, el maestro tuvo muy buena o muy mala suerte, según como cada quien quiera pensar, pues el agente había limpiado su arma unas horas antes, y no tenía tiro en la recámara.
Le dije al agente de la Questura que iría de inmediato, en cuanto pidiese en la Universidad el permiso correspondiente. El agente me repitió una y otra vez que tal cosa no era necesaria; que el asunto se convertiría pronto en un escándalo internacional, y no me convenía verme involucrado. No obstante, me parecía que era mi deber encontrarme junto a Lagrange, a pesar de que al abandonar mi tratamiento no era ya más mi paciente. Fue Santuzzi, entonces, quien me hizo ver la inconveniencia de agregar mi presencia a la multitud de imágenes irritantes que desestabilizaban a Lagrange en ese momento. Mi sola presencia en su prisión sería un claro reproche a su necedad de suspender las sesiones pese a mis advertencias, y bastaría con aportar a su nuevo psiquiatra toda la información que me solicitara. Dicho psiquiatra, un tal doctor Fromm, fue quien recibió la publicidad -no toda ella negativa- del caso policial.
Cuando la conversación telefónica hubo terminado me quedé un rato en silencio. Santuzzi me miraba, compasivo. Al parecer, su resaca le había dado unos minutos de tregua, y me preguntó sobre lo que pensaba sobre el asunto. Para contestarle, saqué de mi bolsillo la carta que había copiado en casa de los Flimt, la misma que el banquero guardaba junto con las escritas por Lagrange durante sus estudios. Ésta, sin embargo, no había sido escrita por el talentoso alumno, sino por Hans Troost, el padre de Jacob, el amigo estudiante de violín de Lagrange, quien había sido el verdadero descubridor de su talento. En esa carta, Troost le agradecía al banquero Flimt su apoyo para Lagrange, dado que a causa de la terrible depresión económica que se vivía en la Europa de esos días le había sido imposible seguir pagando sus caras lecciones con Hoffmann. En la misma carta le preguntaba a Flimt si su becario se encontraba bien, pues se había enterado de que, después de un altercado con su hijo en el que Lagrange había roto en pedazos el violín de Jacob porque odiaba sentir que estaba en deuda con él, Lagrange se había hundido en una profunda depresión. La familia Troost estaba preocupada, y esperaban noticias.
Eso era todo. No había indicación alguna de que la carta hubiera sido contestada.
“¿Por qué no buscar a ese Jacob, llevar a Lagrange con él para cerrar el episodio, y acabar con las pesadillas?” Preguntó Santuzzi.
“Eso mismo pensé”, le contesté, “pero no es posible. Está muerto. Al poco tiempo del altercado en el que el amigo al que siempre protegió -con un bastón, por cierto- le rompiera el violín en la cabeza, contrajo las viruelas y murió. Pensaba decírselo a Lagrange cuando regresara, y continuar la terapia basados en esa noticia, pues no creo que supiera nada de eso, o quizá sí”.
“Hay cosas que simplemente es mejor olvidar”, dijo Santuzzi, y se recostó en el diván para dormir su resaca. No se lo impedí, ni lo contradije en esta ocasión.

(Oaxaca, 31 de diciembre de 2007)

Irgendwo auf der Welt
fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.