Que diras-tu ce soir, pauvre âme solitaire,
Que diras-tu, mon coeur, coeur autrefois flétri,
À la très belle, à la très bonne, à la très chère,
Dont le regard divin t'a soudain refleuri?
Baudelaire
I El hombre del café
"Sería difícil. Sería hermoso. Y doloroso".
La hermosa Josephine calló apenas dichas esas palabras, y en sus maravillosos ojos claros pude ver los recuerdos y la sabiduría de cientos de años a pesar de que, como todos aquellos que llegan al Gabinete en busca de reposo, Josephine lucía el aspecto de plenitud alcanzado en sus mejores días sobre la tierra. Yo, como lo he mencionado varias veces, soy el único personaje que envejece todavía dentro de esas sagradas paredes dedicadas al verdadero conocimiento, y mi presencia ahí se justifica solamente por mi disposición a observar y ser testigo -el único viviente- de todo lo que ahí ocurre. Testigo y nada más, porque mis pocos años y la limitación de mi entendimiento me previenen de entender a plenitud el significado de las palabras que escucho, las cosas que veo y las sensaciones que a cada visita me dejan azorado y temeroso, apenas decidido a regresar. El permiso que del gran señor de la tierra he recibido de escuchar a las almas de los que se han ido tiene esa única condición: que sea un fiel narrador de sus historias.
"Será casi como volver, y vivirlo todo una vez más". Y luego: "lo haría felizmente, aunque la ilusión de andar sobre mis huellas como si fuera la primera vez me haga olvidar que se trata de un camino sin alternativas. ¡Si tan sólo se pudiera alterar la realidad de lo pasado con el poder del recuerdo!"
Le pregunto si hay muchas cosas que le gustaría cambiar.
"No muchas, pero sé que al contemplarlas me sonrojaría, y quizá no tomases en serio mis palabras, aunque el recuerdo perfecto que me da el abismo me atormentase con profundo dolor". Cerca de mí, el Profesor Thinmar finge concentrarse en limpiar sus espejuelos, en tanto que el perverso Georg, mi fiel guardaespaldas, camina de un lado a otro del Gabinete, atento al movimiento de las sombras. "A eso le temo, y a nada más".
La mujer entonces inclina la cabeza lentamente. Medita. Tras unos cuantos segundos de silencio que nadie osa interrumpir vuelve a mirarme sin decir nada, y puedo darme cuenta de que el iris de sus ojos muda suavemente de color, y de un castaño azulado se torna gris claro, como el de las nubes en el cielo cuando apenas ha cesado de llover. ¡Qué ojos tan perfectamente bellos! Pienso, y ella sonríe de inmediato como si me hubiera escuchado.
En ese momento supe que la había persuadido a contarme su vida, y crucé con el profesor una mirada de inteligencia que no pasó desapercibida a la jovencita. En efecto, sabía sonrojarse, y era tal el poder de sus mejillas encendidas, que provocaba en quienes la veíamos aun más embarazo y turbación que el que las había coloreado primeramente.
Hasta mañana, pues; dije, y nos levantamos para besar la mano blanca y pequeña de Josephine antes de marcharnos.
:::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::
La conocí una tarde en la que leía acerca de la misericordia en la inacabable biblioteca del Gabinete. Sentí su presencia cruzando frente a mí, pero no pude verla del todo sino hasta que hubo llegado al ventanal. Ahí se recargó para mirar llover sobre la tierra mientras se pasaba distraídamente la mano por sus cabellos color avellana. Llevaba un vestido estampado con flores, de generoso escote en la espalda y cuyas faldas llegaban apenas a las rodillas. Como a menudo los visitantes son atraídos al Gabinete por el sonido que en mi mente producen las palabras que leo, supuse que probablemente a la recién llegada le gustaría seguir escuchando ese libro en particular. No obstante, en cuanto me dispuse a continuar leyendo, apareció a mis espaldas la figura de un hombre joven y algo robusto que se acercó a Josephine como si deseara hablarle, pero sin atreverse a hacerlo. Jugueteaba con extraña pericia con un objeto que balanceaba en sus manos, y pasaron varios segundos antes de que me diera cuenta de que se trataba de una cámara fotográfica. Varias veces intentó el hombre pronunciar una primera palabra, y otras tantas vaciló y se quedó callado, suspirando profundamente. Al final, Josephine se volvió, se acercó al hombre para decirle algo en voz tan baja que no pude entenderlo; negó con la cabeza y lo besó suavemente en la boca antes de salir por una de las puertas que dan al mundo.
No fue sino hasta entonces que el hombre reparó en mi presencia, y como suele ocurrir en esos casos, tardó un poco en reconocerme. Se llamaba Sebastián, y dijo que había encontrado a Josephine muchos años atrás, en un café de la Avenida Central. No había sido ese un buen día para él, pues después de muchas horas de caminar por el centro de la ciudad no había logrado encontrar nada que mereciera ser fotografiado. Los minutos corrían, y antes de la una de la mañana tenía que entregar a la redacción la llamada Imagen del Día, una composición que mostrara un aspecto relevante de la urbe; toma de oportunidad que sorprendiera a los lectores, o los conmoviera con el mero poder de de la línea, sin pie de foto que la explicara o diera razón de su origen. Poca cosa para él, si se considera su ojo despierto y el talento inexplicable para encontrarle sentido a la luz con el que había nacido. Por eso había entrado al café, porque necesitaba pensar. Eso -pensar- era raro él, un hombre de sentimientos y de intuiciones que hasta ahora habían fallado.
O quizá no.
La barra estaba desierta, y Sebastián ordenó su café a una mesera cansada y que lucía los ojos abandonados de quienes ven más tiempo hacia adentro que hacia afuera de si mismos la cual, sin embargo, se mostró amable y hasta un tanto interesada en la presencia de ese muchacho con aire de extranjero que no dejaba de acariciar amorosamente una cámara fotográfica.
Sebastián no supo en qué momento llegó Josephine a sentarse apenas a un par de lugares de distancia, cuando había tantas mesas disponibles y los bancos de esa barra eran altos e incómodos para una dama. Probablemente, se dijo el fotógrafo, quiere dejar claro que no espera a nadie. Esa idea lo entusiasmó, y observó a la recién llegada aprovechando que podían verse de frente en el largo espejo que cubría la pared detrás de los meseros, y que ella se había concentrado un momento en leer el menú del café. Contempló su talle menudo, dibujado con sinuosa fantasía por la mano de un creador amante de lo bello; sus hombros blancos, sus brazos suaves y elegantes, el cabello largo hasta los hombros que, coquetamente recogido, dejaba ver dos pequeñas orejitas como dos conchitas de mar. Hubiese podido dar cuenta de más, pues los tesoros de la hermosa Josephine parecen no tener fin, de no ser porque en ese momento la joven se distrajo un momento del menú, y le dedicó al fotógrafo una mirada en la cual le pedía que la dejara ordenar en paz. No fue la última vez, empero, que sus miradas se cruzaron, porque aun después de que la mesera, quien se había despabilado al advertir el comienzo de un duelo, les sirviera la cena, Sebastián no dejo de buscar la mirada de Josephine insistentemente, tratando de llamar su atención. Inútilmente, por cuanto Josephine no se ocupaba de otra cosa que no fuera su comida, y si acaso caía sin querer en el juego de las miradas que su compañero de barra le proponía, sus ojos se mantenían cruelmente vacíos e inexpresivos, sin siquiera un reproche hacia su admirador. Era como si el banco de Sebastián estuviera desocupado, y en el espejo buscase un punto indefinido al fondo del café.
A Sebastián le quedó claro entonces que a nada iba a llegar con esas maniobras, y se decidió a actuar. Le costó trabajo, pues muchas razones se le vinieron a la mente para quedarse quieto en donde se encontraba, sin molestar a nadie. La primera de ellas era que la mujer aun no terminaba su cena, pero el fotógrafo temía que, en cuanto terminara, ella se iría de inmediato. Por otra parte era casi seguro que, de acercarse, iba a ser rechazado de todos modos, porque la mirada de la joven lo había considerado como algo que simplemente no existía, y cuando las cosas que no existen se materializan para dirigirse a una mujer, ésta casi siempre se siente insultada. La última razón para no acercarse, pues, se la dio la mujer misma cuando, quizá adivinando sus intenciones, puso en sus ojos claros una señal luminosa e inequívoca que decía "no te acerques".
No obstante, para ese momento la necesidad de hablarle era para Sebastián cruelmente insoportable, y aunque esa mujer le apuntara con un arma para impedirle abordarla, eso no iba a detenerlo. A fin de cuentas, no tenía sino que pronunciar sus famosas “palabras para comenzar una conquista”, palabras infalibles, las cuales impedían prácticamente cualquier reacción de rechazo por parte de cualquier mujer, y para pronunciarlas no era necesario sino moverse un asiento hacia su izquierda. El problema fue que justo en ese instante el asiento dejó de estar vacío, y una mujer mayor en todo sentido, de unos sesenta años, lo ocupó con su cuerpo enorme que amenazaba con desbordarse a los lados del banco. Y es que, absorto en la belleza de la mujer, Sebastián no se había dado cuenta de que los viandandantes, salidos quizá de los cines al anochecer, habían entrado sin parar al café hasta llenarlo por completo. Ese asiento de la barra y el otro a su lado eran los únicos que faltaban por ocuparse y para su horror, Sebastián vio que hasta ese último lugar era tomado por otra señora semejante a la primera, y amiga de ella a lo que parecía, pues de inmediato comenzaron a sostener una conversación sobre el hambre que tenían, y lo rico que podía ordenarse del menú, a veces por enfrente de del fotógrafo, a veces a sus espaldas. Éste comenzó a pensar que realmente no existía.
Por los menos hasta que las ancianas hubieron ordenado, porque entonces sí que se fijaron en él; lo saludaron y se disculparon por la molestia que ambas deberían de estarle causando. Le dijeron que se parecía mucho a un sobrino suyo, pues ambas eran hermanas y lo parecían si uno se fijaba lo suficiente, un sobrino que mucho querían, pero que había muerto hacía un par de años a causa del cáncer que le había pegado en los pulmones, pues por más que le habían dicho a su sobrino -una y otra vez se lo dijeron- que dejara de fumar, él no les había hecho caso. Sebastián escuchaba, respetuoso, a veces interesado en la suerte del sobrino, sonriendo a veces cuando alguna de ellas mencionaba un detalle curioso. ¡Y cómo lo extrañaban! Murió soltero a los 35 años, y siempre estaba atento para consolarlas en sus soledades, que eran muchas y muy crueles a veces. Ahora se tenían nada más la una a la otra, y eso, la verdad, no era tener mucho.
Ambas mujeres suspiraron casi al mismo tiempo, y Sebastián iba a aprovechar la pausa para levantarse y cederle su asiento a la tía de la izquierda, para así quedar junto a la hermosa jovencita, quien ya pedía la cuenta para irse sin más. Pero la matrona le dijo que no era necesario, que no se tomara la molestia: habría que mover los platos de lugar y, además, la pasaban muy bien con él enmedio de ambas.
Para su pequeña aventura amorosa era el fin. O quizá no.
Porque cuando miró al espejo para buscar por última vez los ojos de Josephine, sin engañarse ahora respecto a lo vano de su intento, sucedió un pequeño milagro; y es que la hermosa no solamente lo estaba viendo, directamente y con ojos muy abiertos y extrañamente felices, sino que le sonrió -primero- y luego le dedicó una musical y suave carcajada que por un instante provocó que el vidrio de las copas vibrara alegremente. Entonces, Sebastián tuvo la certeza de qué era aquello que deseaba fotografiar. Repentinamente había sentido el deseo de que toda la ciudad, el país entero compartiera con él la felicidad que esa imagen le provocaba, e instintivamente sacó su cámara. Sin necesidad de quitar la vista de su encuadre -una toma sin flash en el espejo, con la sorda muchedumbre de fondo y el rostro maravilloso de Josephine en primer plano- maniobró los controles del obturador con pasmosa habilidad. Listo para disparar levantó la cámara, pero Josephine se había movido. Salía ya por la puerta y comenzaba a caminar por la calle sin dejar de sonreírle al fotógrafo a través de los ventanales.
Perdidamente enamorado de su visión, Sebastián dejó un billete sobre la barra, se disculpó con las ancianas que le habían regalado la confianza de su tema, y salió desde luego en su persecución. Iba feliz, pero desconsolado al mismo tiempo al saber lo difícil que es repetir lo espontáneo. Con todo, recobró la esperanza al ver que la jovencita entraba en un zaguán cercano, y luego a un modesto departamento, dejando detrás de ella las puertas abiertas.
Sebastián se halló finalmente en una estancia en penumbras, llena del perfume de Josephine oloroso a manzana. La silueta de un gato serpenteó por la alfombra, se acercó al fotógrafo y lo miró con ojos que parecían resplandecer con luz propia. Desconcertado, aquél retrocedía un par de pasos, más temeroso del perfume de mujer que de la mirada del felino cuando la voz de campanas, que ahora sonaba como el murmullo de una playa, dijo:
"¡Merlín!".
Las luces se encendieron y el gato se hizo a un lado. Sebastián levantó la cámara una vez más para retratar a Josephine, que se acercaba, pero ésta le puso la mano sobre el pecho con suavidad, y mientras lo empujaba lentamente hacia la puerta lo besó en la boca, con labios lánguidos y entreabiertos, en lo que para Sebastián sería un breve minuto de dicha inasible y eternamente irrepetible.
"No; aun no estoy lista", dijo ella, sin aclarar si se refería a dejarse fotografiar, o a lo que después de ese beso, en esa estancia, podría ocurrir. "Cuando lo esté, te lo diré". Y cerró la puerta.
:::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::
El fotógrafo se fue al terminar su relato. Parecía creer que no había sido una casualidad el que encontrara a Josephine esa tarde, en el café; y mucho menos lo era el haberla visto de nuevo tantos años después, en los pasillos del Gabinete, con el corazón lleno de las certezas que da el final de la propia vida. Probablemente su historia no había terminado, y ahora era el momento de capturar por fin ese rostro mágico que permanecía en su memoria aun detrás del velo. Callé, callé a pesar de ignorar entonces lo que ahora sé. Es decir, que incontables almas sienten exactamente lo mismo al ver a la hermosa Josephine.
"¿Le preguntará, licenciado?" Masculló a mis espaldas el perverso Georg cuando hube referido la historia de Sebastián, en el cansado pero feliz camino que viene de Quiroga.
“¿Preguntar qué?”
“Para qué cosa no estaba lista”.
No dije nada. Georg es así: a pesar de vivir rodeado de hermosas amantes ignora que pocas cosas, de todas las que dicen las mujeres, tienen explicación.
(Tarímbaro, 20 de abril de 2007)
Que diras-tu, mon coeur, coeur autrefois flétri,
À la très belle, à la très bonne, à la très chère,
Dont le regard divin t'a soudain refleuri?
Baudelaire
I El hombre del café
"Sería difícil. Sería hermoso. Y doloroso".
La hermosa Josephine calló apenas dichas esas palabras, y en sus maravillosos ojos claros pude ver los recuerdos y la sabiduría de cientos de años a pesar de que, como todos aquellos que llegan al Gabinete en busca de reposo, Josephine lucía el aspecto de plenitud alcanzado en sus mejores días sobre la tierra. Yo, como lo he mencionado varias veces, soy el único personaje que envejece todavía dentro de esas sagradas paredes dedicadas al verdadero conocimiento, y mi presencia ahí se justifica solamente por mi disposición a observar y ser testigo -el único viviente- de todo lo que ahí ocurre. Testigo y nada más, porque mis pocos años y la limitación de mi entendimiento me previenen de entender a plenitud el significado de las palabras que escucho, las cosas que veo y las sensaciones que a cada visita me dejan azorado y temeroso, apenas decidido a regresar. El permiso que del gran señor de la tierra he recibido de escuchar a las almas de los que se han ido tiene esa única condición: que sea un fiel narrador de sus historias.
"Será casi como volver, y vivirlo todo una vez más". Y luego: "lo haría felizmente, aunque la ilusión de andar sobre mis huellas como si fuera la primera vez me haga olvidar que se trata de un camino sin alternativas. ¡Si tan sólo se pudiera alterar la realidad de lo pasado con el poder del recuerdo!"
Le pregunto si hay muchas cosas que le gustaría cambiar.
"No muchas, pero sé que al contemplarlas me sonrojaría, y quizá no tomases en serio mis palabras, aunque el recuerdo perfecto que me da el abismo me atormentase con profundo dolor". Cerca de mí, el Profesor Thinmar finge concentrarse en limpiar sus espejuelos, en tanto que el perverso Georg, mi fiel guardaespaldas, camina de un lado a otro del Gabinete, atento al movimiento de las sombras. "A eso le temo, y a nada más".
La mujer entonces inclina la cabeza lentamente. Medita. Tras unos cuantos segundos de silencio que nadie osa interrumpir vuelve a mirarme sin decir nada, y puedo darme cuenta de que el iris de sus ojos muda suavemente de color, y de un castaño azulado se torna gris claro, como el de las nubes en el cielo cuando apenas ha cesado de llover. ¡Qué ojos tan perfectamente bellos! Pienso, y ella sonríe de inmediato como si me hubiera escuchado.
En ese momento supe que la había persuadido a contarme su vida, y crucé con el profesor una mirada de inteligencia que no pasó desapercibida a la jovencita. En efecto, sabía sonrojarse, y era tal el poder de sus mejillas encendidas, que provocaba en quienes la veíamos aun más embarazo y turbación que el que las había coloreado primeramente.
Hasta mañana, pues; dije, y nos levantamos para besar la mano blanca y pequeña de Josephine antes de marcharnos.
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La conocí una tarde en la que leía acerca de la misericordia en la inacabable biblioteca del Gabinete. Sentí su presencia cruzando frente a mí, pero no pude verla del todo sino hasta que hubo llegado al ventanal. Ahí se recargó para mirar llover sobre la tierra mientras se pasaba distraídamente la mano por sus cabellos color avellana. Llevaba un vestido estampado con flores, de generoso escote en la espalda y cuyas faldas llegaban apenas a las rodillas. Como a menudo los visitantes son atraídos al Gabinete por el sonido que en mi mente producen las palabras que leo, supuse que probablemente a la recién llegada le gustaría seguir escuchando ese libro en particular. No obstante, en cuanto me dispuse a continuar leyendo, apareció a mis espaldas la figura de un hombre joven y algo robusto que se acercó a Josephine como si deseara hablarle, pero sin atreverse a hacerlo. Jugueteaba con extraña pericia con un objeto que balanceaba en sus manos, y pasaron varios segundos antes de que me diera cuenta de que se trataba de una cámara fotográfica. Varias veces intentó el hombre pronunciar una primera palabra, y otras tantas vaciló y se quedó callado, suspirando profundamente. Al final, Josephine se volvió, se acercó al hombre para decirle algo en voz tan baja que no pude entenderlo; negó con la cabeza y lo besó suavemente en la boca antes de salir por una de las puertas que dan al mundo.
No fue sino hasta entonces que el hombre reparó en mi presencia, y como suele ocurrir en esos casos, tardó un poco en reconocerme. Se llamaba Sebastián, y dijo que había encontrado a Josephine muchos años atrás, en un café de la Avenida Central. No había sido ese un buen día para él, pues después de muchas horas de caminar por el centro de la ciudad no había logrado encontrar nada que mereciera ser fotografiado. Los minutos corrían, y antes de la una de la mañana tenía que entregar a la redacción la llamada Imagen del Día, una composición que mostrara un aspecto relevante de la urbe; toma de oportunidad que sorprendiera a los lectores, o los conmoviera con el mero poder de de la línea, sin pie de foto que la explicara o diera razón de su origen. Poca cosa para él, si se considera su ojo despierto y el talento inexplicable para encontrarle sentido a la luz con el que había nacido. Por eso había entrado al café, porque necesitaba pensar. Eso -pensar- era raro él, un hombre de sentimientos y de intuiciones que hasta ahora habían fallado.
O quizá no.
La barra estaba desierta, y Sebastián ordenó su café a una mesera cansada y que lucía los ojos abandonados de quienes ven más tiempo hacia adentro que hacia afuera de si mismos la cual, sin embargo, se mostró amable y hasta un tanto interesada en la presencia de ese muchacho con aire de extranjero que no dejaba de acariciar amorosamente una cámara fotográfica.
Sebastián no supo en qué momento llegó Josephine a sentarse apenas a un par de lugares de distancia, cuando había tantas mesas disponibles y los bancos de esa barra eran altos e incómodos para una dama. Probablemente, se dijo el fotógrafo, quiere dejar claro que no espera a nadie. Esa idea lo entusiasmó, y observó a la recién llegada aprovechando que podían verse de frente en el largo espejo que cubría la pared detrás de los meseros, y que ella se había concentrado un momento en leer el menú del café. Contempló su talle menudo, dibujado con sinuosa fantasía por la mano de un creador amante de lo bello; sus hombros blancos, sus brazos suaves y elegantes, el cabello largo hasta los hombros que, coquetamente recogido, dejaba ver dos pequeñas orejitas como dos conchitas de mar. Hubiese podido dar cuenta de más, pues los tesoros de la hermosa Josephine parecen no tener fin, de no ser porque en ese momento la joven se distrajo un momento del menú, y le dedicó al fotógrafo una mirada en la cual le pedía que la dejara ordenar en paz. No fue la última vez, empero, que sus miradas se cruzaron, porque aun después de que la mesera, quien se había despabilado al advertir el comienzo de un duelo, les sirviera la cena, Sebastián no dejo de buscar la mirada de Josephine insistentemente, tratando de llamar su atención. Inútilmente, por cuanto Josephine no se ocupaba de otra cosa que no fuera su comida, y si acaso caía sin querer en el juego de las miradas que su compañero de barra le proponía, sus ojos se mantenían cruelmente vacíos e inexpresivos, sin siquiera un reproche hacia su admirador. Era como si el banco de Sebastián estuviera desocupado, y en el espejo buscase un punto indefinido al fondo del café.
A Sebastián le quedó claro entonces que a nada iba a llegar con esas maniobras, y se decidió a actuar. Le costó trabajo, pues muchas razones se le vinieron a la mente para quedarse quieto en donde se encontraba, sin molestar a nadie. La primera de ellas era que la mujer aun no terminaba su cena, pero el fotógrafo temía que, en cuanto terminara, ella se iría de inmediato. Por otra parte era casi seguro que, de acercarse, iba a ser rechazado de todos modos, porque la mirada de la joven lo había considerado como algo que simplemente no existía, y cuando las cosas que no existen se materializan para dirigirse a una mujer, ésta casi siempre se siente insultada. La última razón para no acercarse, pues, se la dio la mujer misma cuando, quizá adivinando sus intenciones, puso en sus ojos claros una señal luminosa e inequívoca que decía "no te acerques".
No obstante, para ese momento la necesidad de hablarle era para Sebastián cruelmente insoportable, y aunque esa mujer le apuntara con un arma para impedirle abordarla, eso no iba a detenerlo. A fin de cuentas, no tenía sino que pronunciar sus famosas “palabras para comenzar una conquista”, palabras infalibles, las cuales impedían prácticamente cualquier reacción de rechazo por parte de cualquier mujer, y para pronunciarlas no era necesario sino moverse un asiento hacia su izquierda. El problema fue que justo en ese instante el asiento dejó de estar vacío, y una mujer mayor en todo sentido, de unos sesenta años, lo ocupó con su cuerpo enorme que amenazaba con desbordarse a los lados del banco. Y es que, absorto en la belleza de la mujer, Sebastián no se había dado cuenta de que los viandandantes, salidos quizá de los cines al anochecer, habían entrado sin parar al café hasta llenarlo por completo. Ese asiento de la barra y el otro a su lado eran los únicos que faltaban por ocuparse y para su horror, Sebastián vio que hasta ese último lugar era tomado por otra señora semejante a la primera, y amiga de ella a lo que parecía, pues de inmediato comenzaron a sostener una conversación sobre el hambre que tenían, y lo rico que podía ordenarse del menú, a veces por enfrente de del fotógrafo, a veces a sus espaldas. Éste comenzó a pensar que realmente no existía.
Por los menos hasta que las ancianas hubieron ordenado, porque entonces sí que se fijaron en él; lo saludaron y se disculparon por la molestia que ambas deberían de estarle causando. Le dijeron que se parecía mucho a un sobrino suyo, pues ambas eran hermanas y lo parecían si uno se fijaba lo suficiente, un sobrino que mucho querían, pero que había muerto hacía un par de años a causa del cáncer que le había pegado en los pulmones, pues por más que le habían dicho a su sobrino -una y otra vez se lo dijeron- que dejara de fumar, él no les había hecho caso. Sebastián escuchaba, respetuoso, a veces interesado en la suerte del sobrino, sonriendo a veces cuando alguna de ellas mencionaba un detalle curioso. ¡Y cómo lo extrañaban! Murió soltero a los 35 años, y siempre estaba atento para consolarlas en sus soledades, que eran muchas y muy crueles a veces. Ahora se tenían nada más la una a la otra, y eso, la verdad, no era tener mucho.
Ambas mujeres suspiraron casi al mismo tiempo, y Sebastián iba a aprovechar la pausa para levantarse y cederle su asiento a la tía de la izquierda, para así quedar junto a la hermosa jovencita, quien ya pedía la cuenta para irse sin más. Pero la matrona le dijo que no era necesario, que no se tomara la molestia: habría que mover los platos de lugar y, además, la pasaban muy bien con él enmedio de ambas.
Para su pequeña aventura amorosa era el fin. O quizá no.
Porque cuando miró al espejo para buscar por última vez los ojos de Josephine, sin engañarse ahora respecto a lo vano de su intento, sucedió un pequeño milagro; y es que la hermosa no solamente lo estaba viendo, directamente y con ojos muy abiertos y extrañamente felices, sino que le sonrió -primero- y luego le dedicó una musical y suave carcajada que por un instante provocó que el vidrio de las copas vibrara alegremente. Entonces, Sebastián tuvo la certeza de qué era aquello que deseaba fotografiar. Repentinamente había sentido el deseo de que toda la ciudad, el país entero compartiera con él la felicidad que esa imagen le provocaba, e instintivamente sacó su cámara. Sin necesidad de quitar la vista de su encuadre -una toma sin flash en el espejo, con la sorda muchedumbre de fondo y el rostro maravilloso de Josephine en primer plano- maniobró los controles del obturador con pasmosa habilidad. Listo para disparar levantó la cámara, pero Josephine se había movido. Salía ya por la puerta y comenzaba a caminar por la calle sin dejar de sonreírle al fotógrafo a través de los ventanales.
Perdidamente enamorado de su visión, Sebastián dejó un billete sobre la barra, se disculpó con las ancianas que le habían regalado la confianza de su tema, y salió desde luego en su persecución. Iba feliz, pero desconsolado al mismo tiempo al saber lo difícil que es repetir lo espontáneo. Con todo, recobró la esperanza al ver que la jovencita entraba en un zaguán cercano, y luego a un modesto departamento, dejando detrás de ella las puertas abiertas.
Sebastián se halló finalmente en una estancia en penumbras, llena del perfume de Josephine oloroso a manzana. La silueta de un gato serpenteó por la alfombra, se acercó al fotógrafo y lo miró con ojos que parecían resplandecer con luz propia. Desconcertado, aquél retrocedía un par de pasos, más temeroso del perfume de mujer que de la mirada del felino cuando la voz de campanas, que ahora sonaba como el murmullo de una playa, dijo:
"¡Merlín!".
Las luces se encendieron y el gato se hizo a un lado. Sebastián levantó la cámara una vez más para retratar a Josephine, que se acercaba, pero ésta le puso la mano sobre el pecho con suavidad, y mientras lo empujaba lentamente hacia la puerta lo besó en la boca, con labios lánguidos y entreabiertos, en lo que para Sebastián sería un breve minuto de dicha inasible y eternamente irrepetible.
"No; aun no estoy lista", dijo ella, sin aclarar si se refería a dejarse fotografiar, o a lo que después de ese beso, en esa estancia, podría ocurrir. "Cuando lo esté, te lo diré". Y cerró la puerta.
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El fotógrafo se fue al terminar su relato. Parecía creer que no había sido una casualidad el que encontrara a Josephine esa tarde, en el café; y mucho menos lo era el haberla visto de nuevo tantos años después, en los pasillos del Gabinete, con el corazón lleno de las certezas que da el final de la propia vida. Probablemente su historia no había terminado, y ahora era el momento de capturar por fin ese rostro mágico que permanecía en su memoria aun detrás del velo. Callé, callé a pesar de ignorar entonces lo que ahora sé. Es decir, que incontables almas sienten exactamente lo mismo al ver a la hermosa Josephine.
"¿Le preguntará, licenciado?" Masculló a mis espaldas el perverso Georg cuando hube referido la historia de Sebastián, en el cansado pero feliz camino que viene de Quiroga.
“¿Preguntar qué?”
“Para qué cosa no estaba lista”.
No dije nada. Georg es así: a pesar de vivir rodeado de hermosas amantes ignora que pocas cosas, de todas las que dicen las mujeres, tienen explicación.
(Tarímbaro, 20 de abril de 2007)