Pido disculpas a los lectores de El Gabinete de Doktor Faust por esta nueva interrupción en la publicación del portal. Mis labores docentes y la composición de una nueva novela son mis únicas disculpas. A parti de ahora prometo la publicación de nuevos materiales, inéditos todos ellos, que espero les agraden.
Antonio Santoyo.
VII
A la semana siguiente esperaba con ansiedad, como es natural, las noticias que desde Varsovia habrían de llegarme acerca del concierto de Lagrange en aquella ciudad. Desde mi punto de vista el avance logrado había sido muy grande, por mucho que al final de nuestra última sesión el maestro se sintiese catastróficamente confundido. Le había ordenado que saliese de su trance con un recuerdo fiel y perfecto de todas las cosas que había podido recordar bajo la hipnosis y, al hacerlo, lo confronté con dos versiones opuestas de su pasado ocurriendo, si se quiere, a un mismo instante: aquella que recordaba en su estado consciente, y la que la hipnosis le había revelado o, en otras palabras, la que muy probablemente había ocurrido en la realidad. La perturbadora visión de Jacob mostrándole por primera vez en su vida un violín fue quizá la más terrible de todas pues, como ya se ha dicho, el violinista recordaba sin ninguna duda que había sido el banquero Flimt quien había descubierto sus habilidades musicales. Lo recordaba como un hombre maduro, casi anciano, quien una tarde de otoño lo llevó por los inmensos pasillos de su mansión hasta un estudio en penumbras, de altas paredes cubiertas de libros que parecían de tan colmadas venirse abajo a cada momento. Ahí, el banquero abrió una gaveta de madera, sacando un estuche pequeño y de apariencia muy antigua. En el estuche estaba el pequeño violín que habría de ser su primer instrumento. Se trataba de una reliquia de altísimo valor con la que, tras unos pocos meses de estudio, había comenzado a dominar algunas de las más brillantes piezas del repertorio. O por lo menos eso era lo que él creía recordar a la perfección. La crónica de su presentación me llegó, curiosamente, en una mañana nublada de miércoles, semejante a esa en la que nos conocimos. Amenazaba lluvia, y la terrible cruda del doctor Santuzzi lo obligaba a hacer frecuentes viajes al inodoro, en donde trataba de desahogar las espantosas bascas con las que su estómago devastado lo torturaba. A pesar de todo ello, me senté sonriendo en mi sillón y abrí la gaceta para poder leer la que yo esperaba brillante crónica de una noche perfecta.Lo que leí, sin embargo, hizo que me pusiera de pie estrujando el papel en mis manos, como si el mensajero tuviese la culpa de las malas noticias contenidas en el mensaje. Según la nota, el gran Lagrange había entrado al escenario -en el que tenía que tocar el concierto de Tchaikovsky- con paso vacilante y el rostro descompuesto por una profunda, si bien indescriptible emoción. Sudaba, se tambaleaba, y durante la larga introducción del primer movimiento rompió a llorar amargamente, sin dejar de hacerlo a ratos durante el resto de la interpretación la cual fue, por decirlo de modo amable, muy amanerada y extraña. Si bien las vacilaciones y la preocupación mostrada por Lagrange en sus últimos conciertos había casi desaparecido; su sonido era a momentos estridente y sus frases erráticas y neuróticas, plagadas de resoluciones inesperadas, llenas de resentimiento y humor negro. Al final de la obra el público se hallaba desconcertado. Aplaudía con vacilación, temiendo quizá que el artista se hallara bajo los efectos de alguna droga, pues pasaban los segundos y él no parecía responder en absoluto a los estímulos que lo rodeaban. No agradeció los aplausos, ni tampoco hizo caso cuando el director de la orquesta le hizo la señal para que ambos abandonaran la escena. Solamente después de un par de minutos el director lo tomó del brazo, y entonces el violinista pareció despertar de un ensueño y lo siguió, sin despedirse ni de la orquesta ni del público que había dejado de aplaudir, enmedio de un tenso silencio. Como si la noticia de la debacle no fuese lo suficientemente devastadora, al final de la nota el crítico informaba que, de acuerdo con rumores que corrían en el medio musical europeo, el maestro Lagrange padecía de frecuentes crisis emocionales desde que era tratado por un cierto doctor Hass, residente en Frankfurt.
VIII
Batallaba para comprender la inesperada y complicada situación cuando Santuzzi, con el rostro pálido y descompuesto de los que quisieran verse libres a toda costa de la impedimenta de sí mismos, se asomó a mi consultorio y anunció con voz entrecortada por las bascas: "El maestro... Friedrich Lagrange".Si el semblante de mi ayudante, el doctor Santuzzi, era semejante al de un difunto; el de Lagrange era definitivamente el de un ser fuera de este mundo. La única parte del mismo que reflejaba algo de vida eran sus ojos, y aun aquellos se perdían, divagaban sin permitirse reposo ni atención en nada. Se recostó lentamente y sin decir palabra en el diván, y le dije que su visita era una gran sorpresa, dado que ni siquiera sabíamos que se encontraba en la ciudad. No obstante, el maestro continuó en silencio unos minutos más, los cuales dejé pasar respetuosamente, seguro de que tarde o temprano mi paciente recobraría el control de sus pensamientos."¡Maldita sea!" Dijo al fin."Ha tenido otro sueño ¿no es así?" Aventuré."Sí -contestó- pero ahora fue todo muy diferente. Estoy asustado, porque siento que no soy capaz de controlar lo que siento, lo que recuerdo y mucho menos las cosas terribles que veo en las noches". Lagrange jadeaba, sudaba profusamente al hablar."Hábleme usted del sueño"."Me encuentro en la misma gira, en el mismo hotel, con los mismos sirvientes que no son otra cosa que los viejos amigos de la cuadra, incluyendo -ahora lo sé- a los que me golpeaban hasta que Jacob comenzó a defenderme, y a ver por mí. Lo primero que me llama la atención es que Jacob no aparece por ninguna parte. Lo espero en vano, y finalmente tengo que prepararme yo mismo para el concierto. Me visto y salgo rumbo a la sala. Ahí, como es usual en esas pesadillas, los muchachos se han transformado en tramoyistas y ayudantes de sala. Al entrar al escenario escucho los aplausos, la luz me sigue hasta mi sitial y descubro con agrado la sala llena y al banquero Flimt en el podio del director, listo para comenzar a tocar uno de mis conciertos favoritos. No recordaba que era el banquero Flimt el director, y sin embargo me parece que eso, como las demás cosas que ahora recuerdo ocurrió siempre en esos sueños sin que al despertar me diese cuenta. En fin. La orquesta comienza con la introducción, y entonces miro mis manos para descubrir que en ellas tengo mi violín. Ya no despierto presa de la desesperación por verme obligado a tocar un instrumento desconocido frente a la sala llena; puedo tocar y hacerlo a la perfección, me digo en ese momento lleno de felicidad, y entonces sigo soñando... y recordando".“¿Quiere decir que ahora recuerda lo que sucede después de que descubre que el instrumento desconocido en sus manos? ¿Ese algo que nunca antes había podido recordar al despertar y que sin embargo era parte invariable de la pesadilla?”“En efecto, aunque con algunos cambios. Inclusive los sueños más absurdos no dejan de tener su lógica”“¡Y que lo diga!” Le contesto. El maestro, sin embargo, se ha quedado callado de nuevo, siento que lo he perdido una vez más, porque una profunda emoción lo sacude y lo saca de la precaria concentración de momentos antes. Está a punto de comenzar a llorar, y es en ese instante en el que lo tomo del hombro para sacudirlo suavemente. “Siga usted”, lo animo en voz baja.“Sueño como que toco el concierto presa de un arrebato de gozo. Pocas veces, al estar despierto, soy capaz de abandonarme a la dicha pura que la ejecución musical produce con semejante desparpajo. Verá -explicaba, conmovido- tocar el violín en público es un poco como darse un beso con la amada enfrente de una multitud: nunca se disfruta lo mismo que al hacerlo en la intimidad. La multitud añade emoción, profundidad, sentido y trascendencia a lo que se vive, pero invariablemente se pierde en ello algo de la esencia. En mi sueño no. Quiero decir que era un poco como estar tocando, ebrio de felicidad, en la sala de mi casa, en presencia solamente de los más entrañables amigos, de la mujer adorada. El concierto termina, y yo salgo de la sala en hombros, triunfante y dichoso”.“Bueno -comenté yo- eso suena como un gran avance en su recuperación”.“¡Oh, no! Espere, que la felicidad termina al salir del teatro a la calle. En mi sueño, un automóvil me espera para llevarme a una lujosa cena. Como el público, emocionado, me lleva en hombros, me doy cuenta de que en la orilla de la banqueta espera un hombre. Está vestido con harapos tan sucios que su olor ofende aun a varios metros, lleva unas muletas, por lo que se entiende que se encuentra incapacitado para trabajar, y pide limosna a los que salen de la sala, aunque nadie parece ocuparse de su desgracia; le hacen a un lado de mal modo, un hombre lo empuja, y cae en un charco lodoso cerca del auto en el que debo partir.A mi no me parece justo el maltrato que el pobre inválido o mendigo recibe, y me acerco con la intención de darle limosna. Mi terror no conoce límites cuando me doy cuenta de que se trata de Jacob. Es mi viejo amigo Jacob, que me mira con profundo resentimiento. Por alguna razón siento que debo pedirle perdón, pero no sé por qué, y en la pesadilla pienso, o le digo, que de eso no estoy muy seguro, que si supiera el por qué debo hacerlo, le pediría perdón de todo corazón. Pero según eso no lo sé, y por eso comienzo a llorar, sin que los ojos llenos de reproche de Jacob se aparten de mí. Se me pegan como algo muy espeso y viscoso, su mirada me oprime y me persigue sin que sea capaz de apartarla, ni lavármela en la tina, ni quitármela de ningún otro modo. No lo soporto, doctor. Durante el concierto no pude dejar de sentir esa mirada, que me importó más que ver la sala medio vacía y el público indiferente a mi tragedia. Al terminar mi actuación llamé a mi representante para que cancelara mis próximos compromisos, pidiéndole que buscara a Jacob en dondequiera que se encontrara, pero hasta el momento no ha tenido éxito. Además, ya puede usted imaginarse las reacciones a mi decisión: mi representante se siente traicionado, mis acreedores amenazan con embargarme y los empresarios con demandarme, pero simplemente no puedo seguir así. Mi carrera se está yendo al demonio con cada actuación y, de seguir así, pronto no habrá nadie que arriesgue siquiera un centavo por mí”. Sorprendido de sí mismo, quizá, por haber logrado ensartar tan largo discurso, Lagrange calló.“Y ¿para qué busca usted a Jacob, si puede saberse?” Pregunté afectando calma. El maestro pareció no entender mi pregunta. Se mostró sorprendido y defraudado por ella.“¡Cómo! ¿Pero es que no comprende que tengo asuntos muy importantes que arreglar con él? Eso es precisamente lo que me está destruyendo por dentro”.“Posiblemente -concedí- pero hasta que no sepamos cuales son, usted no va a saber qué decir o, en este caso, de qué debe disculparse. Dejemos que su pasado nos lo diga. ¿Está de acuerdo?” Y sin esperar su respuesta le dije: “ahora le suplico que se relaje, voy a hipnotizarlo”.
IX
"Dígame, ¿qué ve?"Lagrange, duda. Se inquieta."Estoy en el estudio de mi primer maestro. No recuerdo su nombre, aunque me parece que es Hoffmann. Se trata de un hombre mayor, que usa la barba a la moda de principios de siglo, lo estimo mucho porque sabe todo lo que hay que saber sobre el instrumento y lo enseña con liberalidad, con el criterio perfecto de quien reconoce lo que cada alumno requiere en un momento dado. Su estudio es muy bello, también; de alto techo y alfombras de diseños fantasiosos. Las paredes están cubiertas con libreros llenos de partituras y libros sobre música. Por una gran ventana entra el sol fuerte del verano. Hace calor. Solamente estamos el maestro, yo y otro alumno que es el que toma clase. Debo tener ocho años. Tengo miedo...""¿Por qué tiene miedo?""No sé. Creo... Creo que no tengo preparada la lección de hoy. No me sucede a menudo. De hecho es la primera vez que me sucede. No es agradable. De alguna manera sé que Hoffmann no tolera la indisciplina; ya le ha sucedido antes a otros y los ha humillado; los ha corrido de la clase. Es mi turno. Estoy a punto de comenzar a tocar, seguro de que mi maestro se va a dar cuenta de inmediato de mi falta. Jacob entra. Jacob. No entiendo qué es lo que está haciendo aquí... Se acerca a Hoffmann, le dice que mi primo Xavier está muy grave. Yo no tengo ningún primo Xavier, pero no lo digo. Ahora sé de qué se trata todo. Le dice que me llama, que desea verme antes de morir, que debo acudir de inmediato a su lecho de muerte. Yo sigo callado, sin decir nada. Miro a Jacob sin ni siquiera acertar a ponerme triste para por lo menos hacer más creíble su farsa. Hoffmann me mira con compasión. Me dice que guarde mi violín y vaya de inmediato, que no me preocupe, pues cualquier otro día puede reponerme la clase con mucho gusto. Mi alivio es enorme. Jacob me acaba de salvar la vida. Vamos a salir, pero Jacob se detiene de repente. Olvida algo importante, y Hoffmann se lo recuerda con la mirada. Su mirada parece decir: ¿no se te olvida algo? Jacob se lleva la mano al chaleco y saca un sobre blanco rotulado con hermosas letras negras. Adentro debe de haber dinero, y mucho, a juzgar por lo abultado del sobre. Siento vergüenza...""¿Por qué?""No lo sé, pero estoy seguro de que tiene que ver con el sobre"."Posiblemente se trata de la paga del maestro, de sus honorarios"."No lo sé. Jacob no estudia con Hoffmann, quería estudiar con él, pero el maestro no lo aceptó en clase. Jacob estudia violín en el Liceo, que no debe ser tan caro como el estudio de alguien como Hoffmann. Por eso su padre puede ayudarme y pagar mis lecciones con él. Pero siento vergüenza. No puedo evitarlo. Debería de estar agradecido, pero lo único que puedo sentir es un deseo insoportable de desaparecer, de ser tragado por la tierra. De morir..."