IV
Esa primera sesión, prometedora como había comenzado, no resulto tan productiva después de todo. En cuanto comencé a escudriñar en el pasado del maestro Lagrange, su sinceridad primera comenzó a opacarse. En ese momento pensé que, o mis instintos comenzaban a entumecerse, o el personaje público de Lagrange entraba por la puerta al tiempo que el verdadero maestro salía. Así las cosas, lo que se comentó durante el resto de la consulta podría yo haberlo leído -datos más o menos- en cualquier programa de mano o nota de prensa.
Lagrange había nacido en cuna pobre, en Linz, hijo de un burócrata de origen francés que se rehusó siempre a alemanizar su apellido, y una dama austriaca cuya familia vino a menos a la muerte del emperador Francisco José; a tal grado, que sus padres se consideraron afortunados de hallarle un marido que aceptara desposarla sin el pago de una dote. Lagrange padre llevaba entonces una vida relativamente desahogada, la cual se convirtió durante la posguerra en una mera existencia sembrada de incertidumbres, que se debatía entre la cesantía y la eventual reinstalación, nunca definitiva, en su empleo. De sus cuatro hijos, solamente uno -nuestro Friedrich- creció más allá de los ocho años, por lo que su familia debía considerarse una de las afortunadas de aquél entonces. Los amigos que servían al maestro en sus sueños provenían, justamente, de la etapa comprendida entre los ocho y los doce años de edad, y eran simplemente gente del vecindario: los dos hijos del carpintero Max; Josef, el hijo de un impresor y Sophie, la sobrina de una de las mujeres más extrañas de Linz.
Se trataba de una señora de ojos amables, ni joven ni vieja, que se la pasaba encerrada en una casona heredada de sus padres sin que pudiera saberse la fuente de su sostenimiento aunque, especulaba Lagrange, lo más probable era que junto con la casa hubiese heredado dinero suficiente como para gastarlo sabiamente el resto de su vida, pues de todos los vecinos era la única que nunca pedía prestado, ni parecía tener problemas con los cobradores de impuestos. Además, aparte de sostener a su sobrina -hija de una prima muerta en la juventud, según ella- se daba el lujo de recibir en su casa cuanto gato desamparado llegaba a ella para mendigar comida, al grado de contar a veces casi doscientos de ellos pululando por las escaleras, las buhardillas y tejados. Era algo divertido de ver, salvo por las ocasiones en las que a los animales les daba por ponerse a maullar, pues entonces la escandalera nocturna se tornaba insoportable para Friedrich, a quien no le era suficiente el tapiar las ventanas con colchones y taponarse los oídos para poder conciliar el sueño en esas noches infernales. Sophie, según eso, encontró marido bien acomodado con cierta facilidad -lo cual va de acuerdo con la teoría del dinero guardado por la tía- y fue la única, entre los demás vecinitos que abrazaron el oficio de sus padres, y Lagrange mismo, que salió de la pobreza para vivir bien en Austria y Alemania.
Jacob, por supuesto, apareció mucho después en su vida, cuando ya estudiaba en el Mozarteum de Salzburgo gracias a la generosidad del banquero Kurt Flimt quien supo (no se conoce la manera) descubrir en el niño que aseaba su calzado, y en invierno quitaba la nieve de su entrada, un inusual talento musical.
Es la historia del hombre que se forja a sí mismo, que triunfa ante la adversidad y encuentra los medios para salir adelante, ayudado sólo por un pequeño golpe de suerte. De esas historias que uno admira; historias que al escucharlas es imposible no sentirse motivado y capaz de hazañas similares.
En otras palabras, una historia muy sospechosa.
V
En ella podía hallarse un enorme hueco; aquél entre la disciplinada niñez en la pobreza y la juventud productiva y de excesos liberales que la historia del banquero no acababa de llenar. Era, sin embargo, demasiado tarde para seguir, y tuve que dar por terminada la consulta; ofreciendo al maestro la mera suposición de que lo suyo no era sino una neurosis temporal, provocada quizá por alguna situación reciente de gran tensión, la cual su mente había optado por olvidar de inmediato, tal y como se olvidan aquellas cosas sin importancia, sin que su impacto cesara en las enormes, remotas y laberínticas cavernas del subconsciente. No era del todo un diagnóstico apresurado aquél; en todo caso, estaba convencido de que el irracional miedo al ridículo por sí solo no era capaz de causar en un artista maduro, habituado y hasta desdeñoso de la presión ejercida por el público, un desequilibrio como el que estaba ante mí. La razón -pensé- debía de hallarse afuera, y en el pasado. Pasado cercano, apostaba. Habría de llevarme una sorpresa en ello.
Lagrange abandonaría Frankfurt el sábado siguiente para atender un compromiso en Varsovia. Los melómanos de esa ciudad habían recibido con poco entusiasmo la inminencia del concierto, y por tal razón era imperativo recuperar la atención de un público habituado a considerar las entradas al teatro como parte importante de su presupuesto familiar. El viernes por la noche la figura encorvada y prematuramente envejecida del maestro cruzó de nuevo la puerta de mi consultorio, y aun antes de saludarnos, me dijo lo que yo esperaba.
"No he mejorado absolutamente nada, doctor. Anoche volví a tener ese sueño absurdo nuevamente. Estoy nervioso, preocupado como nunca de lo que pueda ocurrir en escena la semana que viene. Me han dicho que ni siquiera una cuarta parte de los boletos ha sido vendida, y eso no ayuda en nada a que yo recupere la confianza".
"Lo sé -le dije- y por esa razón debo pedirle que se recueste aquí... Recárguese un poco solamente. Gracias. Ahora le voy a pedir que se relaje, y concentre completamente su atención en éste lápiz..."
VI
"Dígame, ¿qué es lo que ve?"
"Veo mi casa, es como si estuviera parado enmedio de la calle, y la casa está frente a mí. Es extraño, porque deberían de estar pasando muchos carros de mano por aquí. Debe de ser domingo por la mañana. Muy temprano".
"¿Como cuantos años tiene?"
"Unos cinco años".
"Describa su casa".
"Es un edificio de dos plantas. Nosotros vivimos en la planta superior, son solamente dos habitaciones, en una se duerme, y en la otra se vive, se come, y recibe a las visitas. No estoy solo. Jacob se encuentra conmigo".
"¿Qué ocurre entonces?"
"No sé. Antes de que llegara Jacob sentía mucho miedo, pero en cuanto apareció el miedo se fue, y me siento mucho más seguro. Jacob es mayor, un par de años mayor, y mucho más alto que yo, y caminamos juntos por la calle. No tengo idea de hacia donde, pero no importa, lo que importa es la mirada de los otros niños de la cuadra. En especial de unos muy grandes, a quienes los pantalones cortos les quedan demasiado cortos, y los llevan sucios y lodosos. Me miran con odio. Sí. Estoy seguro de que esos niños son los que me maltratan todos los días cuando salgo de mi casa a buscar qué comer, porque lo que me dan en la casa siempre me deja con hambre. Solamente cuando llega Jacob, que a veces se escapa de la tienda de su padre nada más que para defenderme, solamente entonces dejan de molestarme. Es extraño, porque en este instante me duelo de esos golpes. ¡Me están doliendo, carajo!"
"No pasa nada -le digo al paciente- ya no le duelen. Siga usted".
"Ahora sé hacia donde vamos. Se trata de la casa de Jacob, y hay que salir de mi barrio para llegar a ella, hay que caminar durante unos quince minutos. Se trata de un edificio grande, como de cuatro pisos. Es muy bonito, el más bonito de la cuadra, pero no deja de haber en él algo triste, muy triste. En la planta baja está la tienda de su padre, que vende libros. Por eso es que lo conozco, quiero decir, a Jacob. ¡Dios mío, ahora lo recuerdo! Aquella vez voy caminando de regreso a mi casa, me habían mandado a la oficina de Johannson, el hombre que le prestaba dinero a mi padre. En esa ocasión regresaba muy triste y con las manos vacías por no haber logrado que Johannson me recibiera y, como siempre, me detuve a ver libros. Era triste cuando regresaba sin un préstamo, porque siempre me las arreglaba para limar un piquito y comprar un libro con el cual entretenerme y aunque fuera un poco olvidar toda la miseria de mi casa".
El relato comenzaba a desviarse cada vez más de la historia oficial como Lagrange la contaba hallándose despierto, pero de ningún modo me hubiese atrevido a detenerlo para preguntarle idioteces.
"Estoy viendo los libros a través de la vitrina que da a la calle. Un par de ellos me llaman la atención, pero como no llevo ni los pocos marcos que mi padre pidió prestados debo dejarlos en su lugar sin ni siquiera atreverme a entrar y preguntar su precio. Algo gruñe en mi estómago. Es algo doloroso. En ese instante llegan los enormes niños de la otra cuadra. Me rodean. Ignoro la razón por la que lo hacen, pero uno de ellos me empuja y caigo al piso. Es ahí en donde los demás me patean, se agachan para lanzarme puñetazos a la cara y patearme luego una vez, muchas veces más..."
Lagrange comenzó a agitarse en el diván. Dejó de hablar y empezó a quejarse ruidosamente, doliéndose sin duda de la paliza que estaba recibiendo en su trance profundo. Cuando estaba a punto de terminar la sesión para evitarle una crisis que pusiera en peligro su cordura, siguió hablando:
"Jacob... ¡Es Jacob! Está armado con un bastón, es un bastón algo más pequeño que los que usan los adultos, pero igualmente doloroso en manos de mi amigo. Los de la otra cuadra se alejan, sorprendidos. Algunos de ellos lloran. Yo estoy tan lastimado que ni siquiera puedo levantarme, pero Jacob me ayuda; me sostiene en sus brazos por un momento hasta que mis piernas pueden sostenerme de nuevo. En su mirada no hay una sola pizca de la compasión que temo encontrar en ellos. Una compasión a la que me hallo al parecer habituado. Me lleva al interior de la librería, y ahí una jovencita muy hermosa que lleva puesto un delantal se ocupa de vendar una cortada que tengo en la pierna. Es la primera vez que veo a Jacob. Así es como lo conocí, entonces. Por eso camino de su casa los niños de la otra cuadra me miran así, sin acercarse. Por eso la casa de Jacob es como un museo, lleno de cosas antiguas olorosas a naftalina. Dice que quiere mostrarme algo. Es un secreto suyo, tan bien guardado que ni siquiera yo, después de varios meses de conocernos, sé algo al respecto. ¡Me muero de impaciencia! ¿Qué cosa maravillosa, enmedio de tantas como las que miro a mi alrededor, me quiere mostrar?"
Lagrange guarda entonces silencio por unos segundos y puedo ver, como si fuese con mis propios ojos, el rostro de Jacob, en el que se anticipa la sorpresa que va a darle a su amigo. No obstante, en el rostro del maestro no veo sorpresa, sino dolor. Lagrange comienza a llorar, amargamente emocionado, y dice:
"Es un violín. Es la primera vez en mi vida que veo uno... ¡Jacob me está mostrando su violín...!”
Esa primera sesión, prometedora como había comenzado, no resulto tan productiva después de todo. En cuanto comencé a escudriñar en el pasado del maestro Lagrange, su sinceridad primera comenzó a opacarse. En ese momento pensé que, o mis instintos comenzaban a entumecerse, o el personaje público de Lagrange entraba por la puerta al tiempo que el verdadero maestro salía. Así las cosas, lo que se comentó durante el resto de la consulta podría yo haberlo leído -datos más o menos- en cualquier programa de mano o nota de prensa.
Lagrange había nacido en cuna pobre, en Linz, hijo de un burócrata de origen francés que se rehusó siempre a alemanizar su apellido, y una dama austriaca cuya familia vino a menos a la muerte del emperador Francisco José; a tal grado, que sus padres se consideraron afortunados de hallarle un marido que aceptara desposarla sin el pago de una dote. Lagrange padre llevaba entonces una vida relativamente desahogada, la cual se convirtió durante la posguerra en una mera existencia sembrada de incertidumbres, que se debatía entre la cesantía y la eventual reinstalación, nunca definitiva, en su empleo. De sus cuatro hijos, solamente uno -nuestro Friedrich- creció más allá de los ocho años, por lo que su familia debía considerarse una de las afortunadas de aquél entonces. Los amigos que servían al maestro en sus sueños provenían, justamente, de la etapa comprendida entre los ocho y los doce años de edad, y eran simplemente gente del vecindario: los dos hijos del carpintero Max; Josef, el hijo de un impresor y Sophie, la sobrina de una de las mujeres más extrañas de Linz.
Se trataba de una señora de ojos amables, ni joven ni vieja, que se la pasaba encerrada en una casona heredada de sus padres sin que pudiera saberse la fuente de su sostenimiento aunque, especulaba Lagrange, lo más probable era que junto con la casa hubiese heredado dinero suficiente como para gastarlo sabiamente el resto de su vida, pues de todos los vecinos era la única que nunca pedía prestado, ni parecía tener problemas con los cobradores de impuestos. Además, aparte de sostener a su sobrina -hija de una prima muerta en la juventud, según ella- se daba el lujo de recibir en su casa cuanto gato desamparado llegaba a ella para mendigar comida, al grado de contar a veces casi doscientos de ellos pululando por las escaleras, las buhardillas y tejados. Era algo divertido de ver, salvo por las ocasiones en las que a los animales les daba por ponerse a maullar, pues entonces la escandalera nocturna se tornaba insoportable para Friedrich, a quien no le era suficiente el tapiar las ventanas con colchones y taponarse los oídos para poder conciliar el sueño en esas noches infernales. Sophie, según eso, encontró marido bien acomodado con cierta facilidad -lo cual va de acuerdo con la teoría del dinero guardado por la tía- y fue la única, entre los demás vecinitos que abrazaron el oficio de sus padres, y Lagrange mismo, que salió de la pobreza para vivir bien en Austria y Alemania.
Jacob, por supuesto, apareció mucho después en su vida, cuando ya estudiaba en el Mozarteum de Salzburgo gracias a la generosidad del banquero Kurt Flimt quien supo (no se conoce la manera) descubrir en el niño que aseaba su calzado, y en invierno quitaba la nieve de su entrada, un inusual talento musical.
Es la historia del hombre que se forja a sí mismo, que triunfa ante la adversidad y encuentra los medios para salir adelante, ayudado sólo por un pequeño golpe de suerte. De esas historias que uno admira; historias que al escucharlas es imposible no sentirse motivado y capaz de hazañas similares.
En otras palabras, una historia muy sospechosa.
V
En ella podía hallarse un enorme hueco; aquél entre la disciplinada niñez en la pobreza y la juventud productiva y de excesos liberales que la historia del banquero no acababa de llenar. Era, sin embargo, demasiado tarde para seguir, y tuve que dar por terminada la consulta; ofreciendo al maestro la mera suposición de que lo suyo no era sino una neurosis temporal, provocada quizá por alguna situación reciente de gran tensión, la cual su mente había optado por olvidar de inmediato, tal y como se olvidan aquellas cosas sin importancia, sin que su impacto cesara en las enormes, remotas y laberínticas cavernas del subconsciente. No era del todo un diagnóstico apresurado aquél; en todo caso, estaba convencido de que el irracional miedo al ridículo por sí solo no era capaz de causar en un artista maduro, habituado y hasta desdeñoso de la presión ejercida por el público, un desequilibrio como el que estaba ante mí. La razón -pensé- debía de hallarse afuera, y en el pasado. Pasado cercano, apostaba. Habría de llevarme una sorpresa en ello.
Lagrange abandonaría Frankfurt el sábado siguiente para atender un compromiso en Varsovia. Los melómanos de esa ciudad habían recibido con poco entusiasmo la inminencia del concierto, y por tal razón era imperativo recuperar la atención de un público habituado a considerar las entradas al teatro como parte importante de su presupuesto familiar. El viernes por la noche la figura encorvada y prematuramente envejecida del maestro cruzó de nuevo la puerta de mi consultorio, y aun antes de saludarnos, me dijo lo que yo esperaba.
"No he mejorado absolutamente nada, doctor. Anoche volví a tener ese sueño absurdo nuevamente. Estoy nervioso, preocupado como nunca de lo que pueda ocurrir en escena la semana que viene. Me han dicho que ni siquiera una cuarta parte de los boletos ha sido vendida, y eso no ayuda en nada a que yo recupere la confianza".
"Lo sé -le dije- y por esa razón debo pedirle que se recueste aquí... Recárguese un poco solamente. Gracias. Ahora le voy a pedir que se relaje, y concentre completamente su atención en éste lápiz..."
VI
"Dígame, ¿qué es lo que ve?"
"Veo mi casa, es como si estuviera parado enmedio de la calle, y la casa está frente a mí. Es extraño, porque deberían de estar pasando muchos carros de mano por aquí. Debe de ser domingo por la mañana. Muy temprano".
"¿Como cuantos años tiene?"
"Unos cinco años".
"Describa su casa".
"Es un edificio de dos plantas. Nosotros vivimos en la planta superior, son solamente dos habitaciones, en una se duerme, y en la otra se vive, se come, y recibe a las visitas. No estoy solo. Jacob se encuentra conmigo".
"¿Qué ocurre entonces?"
"No sé. Antes de que llegara Jacob sentía mucho miedo, pero en cuanto apareció el miedo se fue, y me siento mucho más seguro. Jacob es mayor, un par de años mayor, y mucho más alto que yo, y caminamos juntos por la calle. No tengo idea de hacia donde, pero no importa, lo que importa es la mirada de los otros niños de la cuadra. En especial de unos muy grandes, a quienes los pantalones cortos les quedan demasiado cortos, y los llevan sucios y lodosos. Me miran con odio. Sí. Estoy seguro de que esos niños son los que me maltratan todos los días cuando salgo de mi casa a buscar qué comer, porque lo que me dan en la casa siempre me deja con hambre. Solamente cuando llega Jacob, que a veces se escapa de la tienda de su padre nada más que para defenderme, solamente entonces dejan de molestarme. Es extraño, porque en este instante me duelo de esos golpes. ¡Me están doliendo, carajo!"
"No pasa nada -le digo al paciente- ya no le duelen. Siga usted".
"Ahora sé hacia donde vamos. Se trata de la casa de Jacob, y hay que salir de mi barrio para llegar a ella, hay que caminar durante unos quince minutos. Se trata de un edificio grande, como de cuatro pisos. Es muy bonito, el más bonito de la cuadra, pero no deja de haber en él algo triste, muy triste. En la planta baja está la tienda de su padre, que vende libros. Por eso es que lo conozco, quiero decir, a Jacob. ¡Dios mío, ahora lo recuerdo! Aquella vez voy caminando de regreso a mi casa, me habían mandado a la oficina de Johannson, el hombre que le prestaba dinero a mi padre. En esa ocasión regresaba muy triste y con las manos vacías por no haber logrado que Johannson me recibiera y, como siempre, me detuve a ver libros. Era triste cuando regresaba sin un préstamo, porque siempre me las arreglaba para limar un piquito y comprar un libro con el cual entretenerme y aunque fuera un poco olvidar toda la miseria de mi casa".
El relato comenzaba a desviarse cada vez más de la historia oficial como Lagrange la contaba hallándose despierto, pero de ningún modo me hubiese atrevido a detenerlo para preguntarle idioteces.
"Estoy viendo los libros a través de la vitrina que da a la calle. Un par de ellos me llaman la atención, pero como no llevo ni los pocos marcos que mi padre pidió prestados debo dejarlos en su lugar sin ni siquiera atreverme a entrar y preguntar su precio. Algo gruñe en mi estómago. Es algo doloroso. En ese instante llegan los enormes niños de la otra cuadra. Me rodean. Ignoro la razón por la que lo hacen, pero uno de ellos me empuja y caigo al piso. Es ahí en donde los demás me patean, se agachan para lanzarme puñetazos a la cara y patearme luego una vez, muchas veces más..."
Lagrange comenzó a agitarse en el diván. Dejó de hablar y empezó a quejarse ruidosamente, doliéndose sin duda de la paliza que estaba recibiendo en su trance profundo. Cuando estaba a punto de terminar la sesión para evitarle una crisis que pusiera en peligro su cordura, siguió hablando:
"Jacob... ¡Es Jacob! Está armado con un bastón, es un bastón algo más pequeño que los que usan los adultos, pero igualmente doloroso en manos de mi amigo. Los de la otra cuadra se alejan, sorprendidos. Algunos de ellos lloran. Yo estoy tan lastimado que ni siquiera puedo levantarme, pero Jacob me ayuda; me sostiene en sus brazos por un momento hasta que mis piernas pueden sostenerme de nuevo. En su mirada no hay una sola pizca de la compasión que temo encontrar en ellos. Una compasión a la que me hallo al parecer habituado. Me lleva al interior de la librería, y ahí una jovencita muy hermosa que lleva puesto un delantal se ocupa de vendar una cortada que tengo en la pierna. Es la primera vez que veo a Jacob. Así es como lo conocí, entonces. Por eso camino de su casa los niños de la otra cuadra me miran así, sin acercarse. Por eso la casa de Jacob es como un museo, lleno de cosas antiguas olorosas a naftalina. Dice que quiere mostrarme algo. Es un secreto suyo, tan bien guardado que ni siquiera yo, después de varios meses de conocernos, sé algo al respecto. ¡Me muero de impaciencia! ¿Qué cosa maravillosa, enmedio de tantas como las que miro a mi alrededor, me quiere mostrar?"
Lagrange guarda entonces silencio por unos segundos y puedo ver, como si fuese con mis propios ojos, el rostro de Jacob, en el que se anticipa la sorpresa que va a darle a su amigo. No obstante, en el rostro del maestro no veo sorpresa, sino dolor. Lagrange comienza a llorar, amargamente emocionado, y dice:
"Es un violín. Es la primera vez en mi vida que veo uno... ¡Jacob me está mostrando su violín...!”
(Continuará)