A Gustavo Martín M.
P
or eso no escuchamos la campana de la puerta cuando sonó la primera vez. Estábamos inclinados sobre los mapas, concentrados; y el cabo Cervera -inspirado- había dicho una de esas frases que me sorprenden por ser inocentes y muy sagaces a la vez, usuales frutos de su personalidad suriana. Había dicho, mientras pasaba la mano sobre la extensión interminable de la Unión Soviética: me pregunto si Hitler ha visto este mapa alguna vez. Y la vitrola de Epifania sonaba tan fuerte que nada se oía sino la voz arrabalera de Agustín Lara.
Seguramente tiene uno en su mesa, como nosotros, le contesté.
Nos ocupábamos en seguir el movimiento de los ejércitos alemanes y soviéticos, señalándoles con banderas de colores de acuerdo con las notas del capitán Sandoval Castarrica, pues ni el cabo ni yo hablamos palabra de inglés, y las noticias de Londres nos decían tanto como los latines de los curas.
Luego agregué: a lo mejor su mapa tiene más banderitas que el nuestro.
La campana sonó por segunda vez, y Epifania se asomó a la sala echando más humo que sus cazuelas:
¡Quiabrausté! Gritó, malhumorada. ¡Quelpipián se me pega si lo dejo de menear!
¿Más banderitas? Preguntó Cervera, desconcertado. Pero yo ya iba rumbo a la puerta para evitar, sin lograrlo, que tocaran la campana por tercera vez.
¿General Cayeetano Mooontoya? Preguntó el mensajero, leyendo mi nombre con muchos trabajos. Me entregó luego un sobre lacrado y con el sello resplandeciente de la Presidencia de la República, lo que explicaba su aire triste y el uniforme cortado para un cuerpo más grande que el suyo. Sentí deseos de invitarlo a almorzar al firmar de recibido su lista de entregas, pero seguramente iba de prisa, y Epifania no estaba de humor para servir visitas.
¿Y el movimiento en el sur del frente? Preguntó Cervera apenas hube regresado. Apuntaba con el dedo un grupo de banderas negras en el Cáucaso; debía ser mediados de 1942.
Petróleo, dije. Los ejércitos en Europa lo necesitan para la operación de sus blindados.
El cabo me miró con tristeza. Juntos habíamos peleado la Revolución a lomo del caballo, pero el tiempo nos había dejado atrás. La caballería dejó para siempre de ser un arma, ¿verdad? Yo asentí. Ahora son solamente diversión de ricos, le dije, mostrándole la carta que me había dejado el mensajero.
Se trataba de una invitación del presidente Ávila Camacho para la inauguración del nuevo gran Hipódromo Nacional. La fundación -decía- de la moderna hípica mexicana, con una pista que nos pondría a la altura de Las Vegas, de Kentucky y no sé qué otros lugares más. No era propiamente una invitación, pues poco le faltaba para tener el tono de una orden: el hipódromo se construía en los terrenos de la Secretaría de la Defensa Nacional, en Lomas de Sotelo, y el Ejército Mexicano tenía, en consecuencia, la obligación ineludible de sobresalir en la carrera inaugural. Se me invitaba o, si se quiere, se me ordenaba participar jugando un caballo pura sangre. De no tenerlo, un lote entero de los más finos caballos de carrera se había hecho traer de los Estados Unidos, y yo podría escoger el que quisiera.
Cervera y yo nos miramos en silencio por unos segundos, sonriendo a medias.
Paso, dije. Esas vaciladas no son para gente como tú, o como yo. Los caballos son armas, no juguetes.
¡Quesenfríalpipián! Gritó Epifanía desde la cocina.
El disco se había terminado.
E
n los caballos hay mucho dinero, Cayo.
Habían pasado muchos días, y por eso tardé un momento en entender lo que María me dijo. Fue una frase casual en apariencia, dicha unos momentos después del saludo; porque María iba llegando de su paseo de los domingos, en los que se montaba en su motocicleta y se la llevaba desde la casa, en la Colonia del Valle, hasta Coyoacán y de regreso. Daba gusto verla, plena y feliz, desmontando de su máquina para entregarla luego a Cervera, quien la recibía con mucho cuidado desde la vez aquella cuando se le cayó encima, rompiéndole una pierna. Cervera, debió ser él quien le dijo de la carrera, el muy hablador. María era tan hábil y buen jinete en la moto como con los caballos, y quizá por eso, porque sus placeres casi nunca tenían que ver con el dinero, que me costó trabajo entender su comentario.
Hay dinero, si; le contesté, pero nada más para los que apuestan, y eso solamente si gana el caballo que ellos dicen que va a ganar. Un negocio de locos en el que siempre se pierde.
Los criadores ganan siempre.
En la vitrola sonaba la misma canción del otro día. Ahora puse un poco más de atención a la letra.
A ti, vida de mi alma, pervertida
Mujer a quien adoro,
A ti, mujer ingrata,
Por quien tanto he sufrido y tanto lloro.
Epifania la repitió unas tres veces mientras estuvimos ahí; como si no tuviéramos más discos. Y a lo mejor no teníamos más. En cuanto a lo que María había dicho, me hubiera gustado cambiar el tema, pero le recordé:
Yo no soy criador. Además no se trata de eso, sino de que los extranjeros crean que los militares podemos darnos el lujo de serlo. Y si somos honestos, nada hay más alejado de la verdad. Cualquier charro sabe montar mejor y sabe más de entrenar caballos que muchos de los generales que van a participar en esa carrera del demonio. Es la realidad del ejército. Es la realidad del país. Solamente a la gente del gobierno, que tiene la barriga entorpecida por los banquetes y las mientes atrofiadas por tanto halago, se le ocurre que podemos engañar a los gringos y a los ingleses en algo que ellos conocen tan bien como los nombres de sus madres.
A ti consagro toda mi existencia,
La flor de la maldad y la inocencia,
Es para ti, mujer toda mi vida,
Te quiero, aunque te llamen pervertida.
Gemía, desde la vitrola, esa voz aguardentosa y dulce al mismo tiempo. María insistió:
El Indio dice que nadie sabe más de caballos en el ejército que tú y, mira, Cayetano: yo nunca te he preguntado cómo es que no estás trabajando con él si es que así te valora, pero lo que es en ésta deberías hacerle caso. ¿Me entiendes?
El Indio era como nombrábamos a mi general Amaro, por más señas mi compadre, quien por ese entonces era Director del Colegio Militar, después de haber sido Secretario de la Defensa Nacional en los días en los que Plutarco Elías Calles era Presidente. Acostumbrábamos jugar al Polo de vez en cuando, en el Campo Marte, y aunque eso mismo que le dijo a María me lo había dicho a mí un par de veces así, de bigote a bigote, nunca se le habría ocurrido sacarme del retiro so pretexto de algún hueso en el gobierno. Él sabía que me faltaban letras para eso, y yo además hubiera tenido que ir a matar al que dijera que tal o cual cosa me la habían dado nomás por ser amigo del Secretario, y lo iban a decir muchos pelados. Mejor dejar las cosas de ese tamaño. A María le dije nomás: ven, vamos al pueblo de Mixcoac a escuchar la banda. Era que una idea se me había cruzado por la mente, y aunque por el camino María me pidió varias veces que le dijera lo que estaba pensando, preferí esperar hasta asegurarme de que el Piojo estaba justo en el lugar en donde lo había dejado la última vez que nos vimos, tres meses atrás.
Ahí está; le dije a mi esposa, y le señalé un lugar enmedio de la Banda de Música de la Policía Municipal.
¿Qué? ¿Quién? Me preguntó. No veo a nadie conocido.
¿Cómo no? ¿Ves esa como escudilla dorada y muy grande? Debajo de ella está el Piojo.
Y es que el Piojo Vitela tocaba una tuba que casi le doblaba la estatura, y de toda su persona lo único que se alcanzaba a ver eran sus dos manitas: una con la que pulsaba las llaves y la otra, a la que le faltaba un dedo, sosteniendo la panza, en comparación enorme, del instrumento. María y yo nos sentamos en un café a la orilla de la plaza, y ahí esperamos a que la banda terminara la serenata. El Piojo nos vio de lejos, y unos minutos más tarde se acercó a la mesa, vestido todavía con el uniforme lleno de botones de su corporación. Besó la mano de María con el respeto de costumbre, y a mí me dio un abrazo.
Mi general, dijo.
R
ecuerdo al Piojo Vitela: pequeño como un niño, pero arrojado y bravo como gallo de pelea; fue durante casi diez años el corneta de mi regimiento y era de verse la gallardía sin igual con la que sonaba las órdenes enmedio del combate, lo mismo que el valor ciego con el que se lanzaba con nosotros a las cargas, rebasando a veces en su loco entusiasmo a los de la primera línea, echándose a las espaldas su corneta apenas a tiempo para sacar su pistola y empezar a disparar. Porque esa era la única manera en la que lo iba a dejar meterse a las balaceras, siendo tan menudo de presencia y frágil en apariencia. Varias veces me insistió: métame a los pleitos, y varias veces le dije que no, que no daba la estatura; que lo suyo era asistir en el cuidado de la caballada, en la retaguardia, y que en eso no había quien le ganara.
Pero un día, en Guerrero, sorprendimos a los rebeldes vidalistas cerca de Coyuca. Se nos estaban escapando, y que me quiebran al corneta a la hora de rematarlos. Ahí es donde se metió el Piojo sin que nadie lo llamara. Antes de que le dijera que no, él ya se había trepado de un salto increíble a uno de los caballos con la corneta en la mano y me gritó: ¡la orden, mi general!
Yo pensé: ni qué perder ahorita, y le contesté: ¡toca a la carga cerrada! Y que la toca. Hoy todavía me acuerdo, pues tocó la orden tan fuerte que debieron escucharla clarita hasta en Acapulco. Ese día matamos casi a todos los vidalistas, don Baldomero Vidales entre ellos, y el Piojo Vitela se convirtió en miembro del batallón con el empleo provisional de corneta de órdenes.
La razón por la que cuento todo esto es que el Piojo tenía una manera de montar muy rara cuando se lanzaba al galope tendido. Por ello era la burla de la tropa y los paisanos lo miraban, extrañados, al pasar. Montaba con la nalga al aire, como si no tocara a la montura en absoluto y fuera volando sobre ella, con las piernas acunclilladas y los estribos tan altos que le quedaban a media silla. Por lo tanto, el Piojo Vitela tenía dos pares de estribos: uno para ir al paso, y otro para galopar. Cuando por fin le pregunté por qué montaba de ese modo tan raro me huyó la mirada y disimuladamente cambió el tema. Insistí varias veces en los días siguientes, presa de la curiosidad (pues en mi vida sencilla de soldado no había visto algo semejante) aunque con el mismo resultado. Por fin, una mañana me dijo que por ser yo su jefe me iba a contar, pero solamente después de jurarle que no le iba a decir a nadie más.
Tengo una enfermedad privada, me dijo. Usted sabe, mi general: de las que duelen al sentarse. Figúrese usted: ¡Y eso que galopar es lo que más me gusta hacer en la vida! Como esa es la única manera en la que puedo hacerlo sin lastimarme, pues ni modo. Ande yo caliente, que se ría la gente, como mi santa madre me decía. Además, añadió misteriosamente, he notado que el caballo va más rápido montándolo así; pruébelo usted y verá.
No lo probé, por supuesto; pero tampoco lo olvidé. Muchos años después, ya en el retiro, vi una fotografía en la que otro diminuto jinete montaba exactamente igual que como lo hacía el Piojo. Era en una carrera llamada Derby de Kentucky.
V
en, siéntate; dijo Joaquín Amaro, señalando un sillón frente a su enorme escritorio.
Lo fui a buscar al atardecer, y me sorprendió verlo perfectamente uniformado, como si fuera a desfilar. Estaba acostumbrado a verlo sudoroso y con la ropa de jugar al polo llena de barro; pero ese día la dignidad con la que llevaba sus insignias era tal, que no pude evitar sentir un profundo respeto por la forma en la que el rango encarnaba en ese inteligente soldado, una emoción que desde entonces no siento por nadie más.
No me digas que te vienes a rajar; me dijo, molesto. Estoy contando contigo para no vernos tan mal en ese asunto en el que nos metió el Señor Presidente.
¿Fue su idea, entonces? Le pregunte.
La de la carrera, sí. Dijo el Indio. Aunque la construcción del nuevo hipódromo salió de las mientes de un italiano, que no sé cómo se las arregló para convencer al Lic. Alemán de que el suyo era un gran proyecto, estando quebrado y prácticamente presa de sus acreedores en Tijuana.
A lo mejor el señor Secretario de Gobernación es uno de sus acreedores. Para el cachorro todo los hombres tienen un precio.
No hables de él así. No en mi oficina, por lo menos. No me voy a retirar como jefe de operaciones en una zona militar remota, no después de llegar tan alto, carajo.
Dejé pasar la alusión a mi caso. Aunque yo no había llegado alto como él; y por eso tenía razón en preocuparse hasta de lo que decíamos o dejábamos de decir. El tema era otro:
De eso precisamente venía yo a hablarte, le dije. Voy a participar, pero con una condición.
Sin sorprenderse, Amaro preguntó: ¿cuál condición?
¿Recuerdas el caso del que te hablé hace unos cuatro o cinco años? Es un corneta del 38 de caballería al que se le ha negado su pensión desde que lo cesaron, y que malvive de tocar en una banda de música, todo por una acusación absurda y sin fundamento.
Ahora el Indio estaba molesto.
¿Sin fundamento? Dijo. Tú, Cayetano, estabas ahí cuando el muy cabrón se puso a tocar "El Pelón me Sobas" justo antes de un discurso del Presidente.
¿La revista esa?
Sí. Yo mismo hice que cerraran esa carpa durante una semana por la canción que ridiculizaba a don Abelardo Rodríguez; pero ya para entonces la tonadita estaba en discos, pianolas y hasta algunos cilindreros la tocaban. Corrió más rápido que la viruela y todos la sabían. Eso hizo más grave el desacato.
Eran como cincuenta las cornetas en el estadio. ¿Cómo sabes que fue precisamente él, si es que nadie acepta haberlo visto?
Sí que lo vieron. Dos de sus compañeros se rajaron cuando el calor de los interrogatorios se hizo más fuerte. Pero aunque nadie lo hubiera visto, esa corneta la escucharon hasta a dos cuadras afuera del estadio, y aun los que estaban en las gradas más altas sintieron que la tenían en la oreja. No te hagas pendejo, compadre. Fue él, y más le vale irse olvidando de su pensión, que mucha suerte tiene de no estar preso todavía. Si esa es la condición, prefiero que nuestra caballería pierda de todas todas a hacer lo que sugieres. Además -agregó, moderando el tono- de todos modos ya perdimos.
¿Qué dices?
Que yo sepa, tú no tienes caballos pura sangre, y se llevaron a casi todo el lote que llegó de Estados Unidos. Solamente quedan dos o tres caballos que se lastimaron durante el viaje. Va a ser un desastre, porque los más pendejos llegaron primero, y se llevaron los caballos rápidos. Meléndez, por supuesto, se las arregló para quedarse con los tres mejores.
Meléndez era un militar mediocre cuya carrera en el ejército se había forjado a base de delaciones y traición. Además, reportaba como muertos en combate caballos vivos que luego vendía por su cuenta. Por el momento tenía la confianza del presidente, pero se rumoraba que pronto tendría que pagar las que debía. Se inscribió en la carrera para quedar bien, pero hasta mi compadre sabía que lo iba a echar todo a perder. Se decía que Meléndez cortaba la leche nada más con mirarla.
Señal de que no son tan pendejos, comenté para silenciar mis pensamientos.
Son madrugadores y gandallas. ¿Qué van a hacer con esos animales? Ojala y de perdida contraten a alguien que les diga hacia donde tienen que correr.
Pues entonces te la voy a poner mas fácil, compadre: ¿qué tal si hacemos la carrera más emocionante? Con eso y hasta me decido a entrarle.
Créeme, Cayo; ya es emocionante de por sí, con todos esos gringos que vienen a la inauguración, seguros de que nos pueden ganar a la hora a la que se les antoje.
Escucha, dije en voz baja; si mi caballo -el que me toque, no importa- llegara en segundo lugar...
Espera un poco, me interrumpió el Indio. ¿Por qué dices que en segundo lugar?
Bien sabes, le contesté, que no puede llegar en primero.
Ya arreglaremos las cosas, dijo. No es seguro todavía que el jefe meta un caballo a la carrera. El Presidente de Costa Rica va a estar ahí en visita oficial. Sería descortés que solamente se quedara mirando.
No tiene nada que ver. Pero, regresando a lo nuestro...
Cierto, dijo Amaro, ya interesado. Vamos a suponer que tu caballo llega segundo. ¿Qué ocurre entonces?
Tú arreglas que el Piojo reciba su pensión completa, si es posible con su retroactivo al día en que debería de haberse jubilado. Nada más eso.
Amaro sonrió como si le hubieran contado un chiste que ya se sabía. Dijo: estás bastante pendejo el día de hoy, compadre. Me daría risa lo que dijiste de no saber que estás hablando en serio. Pero, vamos a suponer que pierdes, y llegas en tercero o cuarto; o en primer lugar, lo cual sería peor. Yo ¿qué gano?
Me quedé pensando un par de segundos. Hasta ese momento no había considerado la opción, posible sin duda, de perder.
¿Te acuerdas del Chevrolet café, ese que te gusto la otra vez que fuiste a la casa?
No salgas con fanfarronadas, Montoya, dijo mi compadre. El Piojo no vale tanto. Nadie vale tanto ahora que las cosas se ponen complicadas por la guerra.
La pensión por el coche, compadre. No tienes nada que perder.
¿Y si de todos modos digo que no; que no le entro?
Pues entonces yo tampoco le entro, y que el general Meléndez y los demás pendejos le hagan como puedan.
El indio agachó la cabeza sin decir nada.
Ya estuvo, me dije en ese momento.
E
n un suspiro se fueron siete meses. Al cabo Cervera ya no le alcanzaban las banderas rojas para marcar a los ejércitos soviéticos que rodeaban a los alemanes en un abrazo de muerte; Epifania seguía poniendo el mismo disco en la vitrola, y el Piojo y yo seguíamos sin resolver el último de muchos problemas dos días antes de la inauguración del hipódromo, fijada para el 6 de marzo de 1943.
Y es que todo el tiempo se nos había ido en poner en pie a nuestra montura, en fortalecerla y en devolverle las ganas de correr que había perdido tras meses de colgar -apoyada en sus flancos y costillas- de un enorme arnés ortopédico. A la pobre la encontré, echada y sola, en los establos del Colegio Militar de Popotla un par de horas después de acordar con el Indio nuestra extraña apuesta. Era una maravillosa yegua alazana, de estrella en la frente y gran alzada, que todos los generales invitados a correr habían despreciado sin mucho pensarlo, a pesar de su regia estampa y perfil ganador.
El sargento a cargo del lote me explicó: se lastimó durante el vuelo, mi general. Una fractura que no tiene remedio. Habrá que sacrificarla para que no padezca tanto. Solamente esperaba las órdenes del mayor a cargo del detall para remitirla.
Yo mismo examiné a la yegua. Se trataba de una lesión muy grave en el menudillo, una articulación clave entre la caña y la cuartilla de una de sus patas anteriores. Me levanté con la doble tristeza de ver arruinado un animal tan hermoso y frustrado mi deseo de ayudar a un amigo tan querido. Iba a salir del establo cuando me imaginé al Piojo, en los umbrales de la vejez, diciéndole adiós para siempre a su pensión.
No. Pensé, y me volví para darle otra ojeada a esa pata. No estaba rota, como había dicho el sargento, sino solamente dislocada y probablemente astillada. De cualquier modo tenía remedio.
Me la llevo, dije.
No le servirá de nada, general; me dijo el sargento.
Ese es mi problema. ¿Tiene nombre?
Persuation, dijo leyendo la cédula del caballo.
¿Como? -Ya he mencionado que el inglés no se me da bien.
PER-SUEI-SHION, deletreó el otro con enfado.
De acuerdo, escríbalo ahí y déme los papeles que tengo que firmar; ordené con brusquedad, aunque me daba lo mismo si el nombre estaba escrito o me lo mentaban. De todos modos era como un quejido de mula para mí.
Imaginen, pues, mi apuro cuando el oficial a cargo de las inscripciones me preguntó, esa misma tarde, el nombre de mi caballo para inscribirlo en la carrera. Me rebusqué los bolsillos por la cédula, pero no la encontré en ninguna parte. Miré a mi alrededor, pero no vi quién me ayudase. Como el oficial seguía esperando mi respuesta hice un esfuerzo más con la memoria, pero solamente logré recordar una sílaba:
Empieza con Pe, dije. Pe... y algo.
El oficial, impaciente, comenzó a golpear la mesa suavemente con la punta de su lápiz. El resultado fue un ritmo desigual que me hizo recordar, vaya a saber por qué, la canción que la Epifania ponía todos los días en la vitrola, y que yo a veces canturreaba sin querer.
General, ¿cómo se llama su caballo? Volvió a preguntar el oficial. Su tono de voz me irritó.
Póngale... póngale Pervertida, dije con todo el aplomo del que era capaz, y era capaz de mucho. No obstante me arrepentí de inmediato al ver por todas partes sonrisas burlonas y algunas miradas de incredulidad. Todos ahí sabían de qué carrera se trataba. Ni modo, me dije; ni ánimas que me echo para atrás.
¿General?
Ya me oíste. Querías saber el nombre de la yegua, ¿no? Se llama Pervertida.
El nombre es lo de menos, pensaba. Sanarla nomás va a ser una hazaña.
Pero ahora, después de haber curado a la yegua; de llevarla a la pista y devolverle la confianza, de comprobar que había nacido para ser un rayo, un resplandor, y que era una bestia noble y buena como ninguna otra que hubiera yo visto; ahora, dos días antes de la carrera, era el Piojo el de las jodiendas. El pinche Piojo que primero dijo que jamás, pensión o no pensión, iba a montar vestido como poste de peluquería; que luego de ponerse la ropa esa se negó a usar el fuete porque dijo que a los caballos se les trataba con cariño, y que si no sacabas carrera con las riendas, o con los talones en las ijadas, no la ibas a sacar a mentadas y menos a fuetazos; él, que montaba por la derecha el muy pendejo, a riesgo de hacer encabronar a su animal o de marearlo, ahora se caía de la silla como un novato después de apenas unos segundos de volar por la pista como una flecha sobre la Pervertida.
Yo estaba desconcertado. Sin dar crédito a mis ojos los miraba salir del arrancadero como una centella, como un disparo de fusil, con el jockey -es decir el Piojo- firme sobre los estribos y hablándole dulzuras a la yegua, como si ella pudiera entenderle; y posiblemente le entendía, porque a cada palabra levantaba las orejitas, agradecida. Sin embargo, apenas a unos metros de la salida algo muy extraño sucedía. El Piojo actuaba como si no supiera qué hacer con las manos; jugueteaba con las riendas tratando de sujetarlas mejor, pero en lugar de eso comenzaban a resbalársele estúpidamente. Eso lo ponía aun más nervioso, y la Pervertida acortaba el paso al faltarle la guía de su jinete para afirmarse en el galope. El resto era solamente un trámite: sentir el frenazo, inclinarse y caer por sobre las crines dando una fea voltereta. Así, una y otra vez; día tras día.
No entiendo lo que pasa, general. Me decía el Piojo Vitela, desesperado, sin que yo pudiera ayudar en nada. Explícame qué es lo que sientes, le pedía, pero él, de por sí torpe en el discurso, comenzaba con una retahíla incomprensible sobre el equilibrio, las manos, el vértigo y no sé qué más.
Descansemos, Vitela; le dije, si seguimos así te vas a romper un brazo.
El Piojo me miró sin hablar. Había dolor en esa mirada, pero no por los golpes, estoy seguro.
R
ecuerdo que esa noche no podía dormir pensando en lo cerca que habíamos estado de lograrlo. Ya no me preguntaba sobre lo que hacía que Vitela se cayera del caballo, pues el cerebro tiene sus límites cuando se trata de cosas que no comprende. Me regodeaba en cambio recordando las semanas de terapia con la alazana, los días en la pista y los pequeños detalles del entrenamiento que la habían convertido en lo que era: el caballo más rápido que había visto en mi vida; el arma ideal en manos del jinete ideal. O por lo menos eso pensaba, pues probablemente los gringos tenían razón, y nosotros no sabíamos nada de correr caballos.
Fue en ese momento que traté de recordar, por nostalgia más que por otra razón, las portentosas cargas de mi amigo; aquellas en las que parecía que el caballo era una extensión de su cuerpo. No fue difícil. Era como si lo estuviera viendo: tocaba la orden, y de un salto ya estaba en sus estribos altos comenzando la carrera, pues su caballo entendía ese movimiento como la orden de arrancar. El grito del Piojo y sus palabras de aliento venían después, ya lanzados al galope. ¿Qué nos faltaba? De pronto, noté algo en esa nítida imagen del pasado que por su simple estar ahí no me había llamado la atención.
¡No, no puede ser!, me dije en voz lo suficientemente alta como para que María se despertara a mi lado, preocupada por mi desvelo. No es nada, mujer, le dije tratando de tranquilizarla. Es sólo que hemos sido muy brutos; el Piojo y yo.
Ella, como enmedio de sus sueños, me dijo: las noticias me las das en la mañana, Cayetano. Ahora es tiempo de dormir. Luego agregó: no se trata de si son brutos o no, que lo son de todos modos. Se trata de que nunca van a correr igual que antes por dos razones: la primera es que ya están viejos, la segunda es que ya no hay nadie echándoles bala.
Tenía razón. Siempre la tenía.
T
oma, le dije al Piojo Vitela a la mañana siguiente, cuando faltaba un día para la carrera y tenía a los ayudantes del Indio encima de nosotros dando lata. Les hubiera dicho que se fueran al carajo, pero antes quería poner a prueba la idea de la noche anterior. Era solamente una corazonada, pero valía la pena de intentarse a la desesperada, como todo lo que hacíamos en la guerra.
Pero ya no estamos en la guerra, mi general; dijo el Piojo justo en ese momento, al ver lo que le estaba ofreciendo.
Eso no importa, cabrón; le dije. Hazlo una vez nada más, que nada te cuesta.
Se van a reír de mí, jefe.
Se van a reír de todos modos, dije.
Finalmente, el Piojo alargó la mano y tomó de las mías su vieja corneta; o por lo menos una que mucho se le asemejaba, y la miró como si no supiera qué hacer con ella.
¿Qué orden toco?
¡Ninguna, pendejo! Nada más llévate a la Pervertida al arrancadero y jálense, como si nada. Detrás de mí, los ayudantes de mi compadre nos miraban, divertidos. En los tiempos modernos de las comunicaciones por radio, las cornetas de órdenes apenas y se veían en los desfiles.
El Piojo obedeció con desgano. Seguramente se dolía de sus golpes y la idea de aumentar su tormento no le era grata en absoluto. No obstante, todo cambió al saltar sobre Pervertida, pues en cuanto el jinete se afirmó en los estribos, la corneta halló por si misma su perfecto acomodo. Al abrir el arrancadero caballo y Piojo salieron disparados como una bala de cañón. El Piojo iba que no creía ni en él mismo, rebasando imaginarios rivales uno tras otro en una carrera que terminó varios segundos antes de lo esperado, dejándonos sin habla a los que la presenciamos. Todos habíamos pasado la vida rodeados de esas bestias maravillosas, pero estoy seguro de que ninguno de nosotros creyó jamás que pudieran volar de esa manera. Ni siquiera el Piojo, que desmontó azorado y tembloroso, presa de una agitación malsana que no lo abandonó por el resto de la tarde.
Mira, Piojo; le dije antes de que se fuera para tomar un baño: eso fue realmente rápido. Tanto, que o las marcas que me dieron están mal, o a la Pervertida le sientan bien los aires de México. No tenemos de otra: mañana tienes que controlarla firme. No es buena idea ganarle al caballo del Presidente. Además, la apuesta está fija a que llegas segundo, ¿entiendes?
El Piojo asintió, turbado aun por la experiencia, y se fue. Tratando de moderar mi orgullo, me dije de nuevo: los caballos son armas, no juguetes. Pero ya para entonces, muy en lo profundo, comenzaba a comprender el entusiasmo de aquellos que los hacían correr por gusto y por dinero.
I
magínate, me dijo el general Meléndez en las tribunas bajas; no solamente vino el presidente de Costa Rica, sino los embajadores de las naciones aliadas, varios secretarios y un montón de artistas del cine. ¿Los ves? Meléndez señalaba hacia los palcos centrales, en donde personas bien vestidas se saludaban entre ellas, se hacían cortesías y miraban los caballos que en ese momento daban lentamente una vuelta a la pista antes de la carrera de honor. Minutos antes me había puesto bigote a bigote con el Piojo para recordarle de no ganarle al pintito del presidente. La idea era hacer el uno dos: primer lugar para Ávila Camacho -consumado jinete y criador- y segundo lugar para el ejército. Si acaso un gabacho tenía la osadía de adelantarse, entonces nuestro deber era el de salvar el honor nacional y llegar primeros sin más miramientos. ¿Estaba claro? La pensión, Vitela. Olvídate de los papeles, los honores y las madres que los parieron a todos. Es la paz de tu vejez la que se está jugando, además de... y le iba a decir lo del coche, pero me pareció que ya tenía bastante presión encima, así que lo dejé ir. Pobre. No se hallaba entre toda esa gente tan curra y estirada y por eso se puso a hablarle a la Pervertida. Entonces pareció tranquilizarse un poco.
Arriba, en las tribunas, vi a mi compadre tomar su lugar justo detrás del presidente. Me buscaba con la mirada, y le hice una pequeña señal para llamar su atención y darle a entender que todo estaba listo. Sus ayudantes debieron darle buena noticia de lo que vieron porque no se veía nervioso ni nada; y hasta se inclinó por encima del hombro de Ávila Camacho para decirle algo, señalando el lugar en la pista en el que la Pervertida se paseaba. Es uno de los favoritos, parecía decirle; y defiende los colores del Ejército Nacional.
Aunque también era probable que lo que buscaba mi compadre era distraer la atención del presidente para evitar que viese a los demás caballos del lote especial, aquellos que los demás generales se habían llevado antes de mí y que estaban -de manera más que evidente- hasta la caramba de droga. Por ese entonces la práctica de estimular artificialmente a los caballos no era ilegal en un país que apenas tenía hipódromos decentes, pero en esa ocasión particular daba pena ver a los pobres animales con los belfos babeantes y los ojos desorbitados, corcoveando ansiosamente sin que sus jinetes pudieran hacer nada por controlarlos. Uno de los caballos de tal forma enervado llego incluso a romper la exclusa del arrancadero derribando a su jockey, para luego seguir galopando solo en sentido contrario. Pensé que el triunfo de una de esas pobres bestias carecería de valor en absoluto, y sería para todos los que portábamos uniforme una especie de deshonra.
D
entro de unos cuantos segundos, anunció el poderoso sonido local, comenzará la última carrera inaugural de este fausto día. Un día que será recordado por las generaciones por venir como el del nacimiento de la Gran Hípica Mexicana.
O algo así. Luego de muchas frases como esa que venían a decir casi lo mismo, el anunciante dijo:
Los caballos están ya en sus arrancaderos:
¡Con el número treinta y uno: Stinging Bee!
¡Con el número veinticinco: Gay Dalton!
¡Con el número doce: Texon Boy!
Y así, puros caballos con nombres gabachos. ¡Con el número cuarenta y dos: Blue Stripe!
¡Con el número diecinueve: Famous Victory!
¡Con el número seis...! ¡Peeervertida!
Lo que sucedió después me tomó completamente por sorpresa pues el público local, que hasta ese momento recibía la mención de cada caballo con aplauso indiferente, ovacionó a la Pervertida con loco entusiasmo; en las tribunas se veían personas dobladas de la risa, en tanto que otras le sonreían a sus amigos señalando el nombre en los programas, como si dijeran: ¿ya ves? Te dije que así se llamaba. Los muchos gringos en las tribunas tragaban camote en silencio. El Indio, impávido, debió interpretar la sonrisa de Ávila Camacho y el buen humor de sus acompañantes como una buena señal, tomando en cuenta que el escándalo impidió que se escuchara el anuncio del caballo presidencial, Red Train, que por supuesto corría con el número uno.
En todo caso todos pensaban lo mismo: ese caballo es el mexicano. Y las apuestas estaban a su favor, cuatro a uno.
Asunto aparte fue la corneta del Piojo, pues despertó inquietud entre los jockeys rivales -gabachos todos- que pasaron un buen rato hablando con los jueces sobre la legalidad de correr con un instrumento musical en la mano. Los jueces, indecisos ellos mismos, estuvieron a punto de impedirlo, pero el argumento propuesto por un criador americano cuyo nombre he olvidado los desarmó: si agitas el fuete con suficiente fuerza produces un silbido, el silbido está afinado, por lo tanto el fuete puede ser un instrumento musical, por lo tanto el Piojo puede correr con otro instrumento si le place.
Los caballos estaban en sus arrancaderos.
Un fuerte timbrazo, seguido por la apertura de las puertas marcó el momento de la salida.
Texon Boy y Blue Stripe se adelantaron de inmediato, desahogando en el puro arranque la fuerza que debía de durarles toda la carrera. Pronto cedieron espacio al número uno y a la Pervertida, que lo seguía de cerca. El caballo de Meléndez, Gay Dalton, iba bien montado y dejaba astutamente que la Pervertida le rompiera el aire en tanto podía mantenerse detrás de ella. El Piojo se dio cuenta y trató de sacudírselo, pero pronto se concentró de nuevo en mantener la velocidad y apretar insidiosamente a los punteros. El primer pelotón comenzó a extenderse, con Red Train ganando terreno con estudiada intensidad. Gay Dalton se sintió entonces con la obligación de rebasar a la Pervertida pero ésta, en cuanto el caballo del presidente le sacó un cuerpo aceleró sorpresivamente, impulsada por las dulces voces del Piojo y el balanceo de su abollada corneta. Durante la carrera el Piojo se daba el gusto de jugar con el instrumento y de levantarlo en el aire como para que relumbrase con el sol, movimiento que servía para distraer a los caballos rivales tanto como una señal para que el público local aplaudiera a su favorita. Era como una fiesta que no iba a tardar en terminar. Renuente a perder, Gay Dalton alargó su galope y trató de pasar a la Pervertida por afuera. Iban cuerpo a cuerpo, nariz con nariz. El Piojo, tranquilo, sabía que los fuegos del rival iban a durar poco y no le habló a su yegua para romper el rebase, cuando el jockey de Gay Dalton agitó sospechosamente su fuete y arrojó a los pies de la Pervertida un objeto que estalló como una pequeña granada, haciendo tropezar y caer a la yegua con el Piojo aterrizando de muy mala manera, aunque hacia afuera de la pista, a salvo del resto de los caballos que saltaban trabajosamente a la pobre alazana sin que ésta pudiera ponerse en sus cuatro patas a causa de la conmoción. El público gritaba, indignado pero incapaz de explicarse lo que había sucedido. Yo vi la explosión, pero al parecer fui el único, pues Meléndez sonreía ante la indiferencia de los jueces ante el atentado. Le dije: tramposo. Él calló un momento antes de responder: el Indio quería el uno dos para México y lo va a tener, y tú te vas a callar el hocico, porque...
Meléndez no alcanzó a terminar la frase. Algo en la pista le había llamado poderosamente la atención. Me volví en dirección de su mirada, y lo que vi me quitó el aliento: era la Pervertida que se levantaba de un salto y corría hacía donde el Piojo la esperaba. Éste montó (por la derecha, como siempre) sin que su cabalgadura se detuviera para nada, y hasta se dio el lujo de inclinarse en su silla para recoger, al galope y sin desmontar, la corneta que había quedado poco más adelante. El público, enloquecido, comenzó a ovacionar a la Pervertida mientras agitaba sus boletas a manera de pañuelos. Fue entonces que entendí todo: Meléndez se haría rico si llegaba segundo, con todo el mundo apostando, por gracia o por lo que sea, a una yegua que de todos modos estaba lastimada. El viejo truco de apostar en contra de la favorita y hacerla perder. Me dieron ganas de sacar la pistola y matarlo ahí mismo, sobre todo porque nadie se hubiera enterado. Y es que en la pista ocurría lo inverosímil. El Piojo había lanzado a la Pervertida en una carrera a matacaballo con la que había rebasado al pelotón principal y amenazaba a los punteros. Pervertida y Gay Dalton, de nuevo juntos a unas cuantas yardas de la meta. El Piojo que escupe con desprecio al jockey rival. Pervertida que rebasa sin problemas y se enfila sin piedad contra Red Train cuyo jinete no da crédito a sus ojos y se distrae peligrosamente viendo a ese caballo fantasma que no debería estar ahí. Yo pensé: cálmate, Piojo. Cálmate y llega segundo.
Pero el Piojo no atendía razones, y la Pervertida cruzó la meta una cabeza adelante del caballo de Ávila Camacho. Las tribunas vibraban a causa de los saltos del público que, arrebatado por el entusiasmo, gozaba la emoción de ganar por vez primera en el hipódromo. Vitela, aunque satisfecho su orgullo, no festejaba. Sabía que había traicionado la razón misma por la que ambos estábamos en ese lugar, y que pronto tendría que retomar su lugar en la banda para trabajar hasta su muerte. Repentinamente recordé un asunto que tenía pendiente. Metí mano a la pistola y me di la vuelta, pero el asiento de Meléndez estaba vacío.
Epílogo
Á
vila Camacho no se tomó a ofensa la victoria de la Pervertida. Por el contrario, felicitó a mi compadre por la hazaña que supuso para el ejército vencer a los formidables rivales americanos y dispuso que se nos entregara al Piojo y a mi una sustanciosa suma a manera de estímulo aunque, como sucede en esos casos, ese dinero se perdió en la burocracia mexicana y ninguno de los dos vio un centavo jamás.
No importaba. El dinero del premio era tanto que compré otro Chevrolet, y hasta me di el lujo de negarme a vender a la Pervertida, aun cuando algunos gringos me ofrecían buenos dólares por ella. Decidí en cambio regalársela a María para que la montara en sus paseos dominicales. Ella lo hacía cuando deseaba sentir la misma velocidad de su motocicleta sin sufrir el sonido del motor, y era un gusto verlas regresar por la avenida, bellas y felices, justo a la hora a la que el sol alargaba su sombra. El cabo Cervera las recibía y se llevaba a la Pervertida a su caballeriza. Lo hacía de las riendas siempre, pues una vez quiso montar a la soberbia yegua y ésta lo derribó rompiéndole una pierna.
Lo primero que hice al recibir el dinero del premio fue buscar al Piojo para dividirlo con él, pero por más que lo busqué no pude encontrarlo. Pasé preocupado ese mes y parte del siguiente, pues sé que los gabachos pueden ser muy vengativos en cuestiones de apuestas y carreras, hasta que recibí una carta con timbres americanos y fechada en San Francisco. Era del Piojo. No me había podido llamar pues desconocía mi número de teléfono, y como no sabía escribir había tenido que esperar a que un amigo suyo lo hiciera por él. Estaba muy bien. Me escribió que un gringo lo había contratado el día mismo de la carrera para montar sus caballos en California, a condición de que siempre llevara la corneta en la mano y la tocara llegando a la meta. Eran carreras de exhibición, y se ganaba muy bien. Me agradecía el haberle devuelto el placer de montar a caballo y me deseaba suerte. De la pensión ni se acordaba, el muy cabrón.
Gracias a las notas de mi antiguo ayudante, el capitán Sandoval Castarrica, el cabo y yo seguimos el desarrollo de la guerra hasta su final. Del conflicto en el Pacifico nos ocupábamos poco debido a nuestra ignorancia en lo tocante a la guerra naval, y nos conformábamos con saber la ubicación de los pilotos mexicanos en la inmensidad del mar. La derrota alemana en Europa, en cambio, no enseñó una gran lección: los tanques fueron enormemente poderosos hasta que, incapaces de conquistar su propio alimento en Rumania y Rusia, se quedaron sin combustible. Un problema que nuestras hermosas armas equinas nunca tuvieron, ya fuera en la sierra interminable o en la profunda selva del sur.
AS
San José Itzícuaro, a 10 de diciembre de 2008.