jueves, diciembre 18, 2008

Las historias del Abuelo


Después de casi un año de no probar mi mano en la prosa corta, hice a un lado el abultado manuscrito de mi nueva novela (título de trabajo: El Cuarto Paso) para escribir Persuation, un relato tomado del anecdotario familiar que forma parte de una serie informalmente llamada Historias del Abuelo. Es una pieza entrañable en lo personal, y aunque ignoro si he logrado transmitir el colorido de la historia original que me contó el general, no quise esperar más tiempo antes de escribirla.
Espero que la disfruten.
AS

Persuation


A Gustavo Martín M.





P
or eso no escuchamos la campana de la puerta cuando sonó la primera vez. Estábamos inclinados sobre los mapas, concentrados; y el cabo Cervera -inspirado- había dicho una de esas frases que me sorprenden por ser inocentes y muy sagaces a la vez, usuales frutos de su personalidad suriana. Había dicho, mientras pasaba la mano sobre la extensión interminable de la Unión Soviética: me pregunto si Hitler ha visto este mapa alguna vez. Y la vitrola de Epifania sonaba tan fuerte que nada se oía sino la voz arrabalera de Agustín Lara.
Seguramente tiene uno en su mesa, como nosotros, le contesté.
Nos ocupábamos en seguir el movimiento de los ejércitos alemanes y soviéticos, señalándoles con banderas de colores de acuerdo con las notas del capitán Sandoval Castarrica, pues ni el cabo ni yo hablamos palabra de inglés, y las noticias de Londres nos decían tanto como los latines de los curas.
Luego agregué: a lo mejor su mapa tiene más banderitas que el nuestro.
La campana sonó por segunda vez, y Epifania se asomó a la sala echando más humo que sus cazuelas:
¡Quiabrausté! Gritó, malhumorada. ¡Quelpipián se me pega si lo dejo de menear!
¿Más banderitas? Preguntó Cervera, desconcertado. Pero yo ya iba rumbo a la puerta para evitar, sin lograrlo, que tocaran la campana por tercera vez.
¿General Cayeetano Mooontoya? Preguntó el mensajero, leyendo mi nombre con muchos trabajos. Me entregó luego un sobre lacrado y con el sello resplandeciente de la Presidencia de la República, lo que explicaba su aire triste y el uniforme cortado para un cuerpo más grande que el suyo. Sentí deseos de invitarlo a almorzar al firmar de recibido su lista de entregas, pero seguramente iba de prisa, y Epifania no estaba de humor para servir visitas.
¿Y el movimiento en el sur del frente? Preguntó Cervera apenas hube regresado. Apuntaba con el dedo un grupo de banderas negras en el Cáucaso; debía ser mediados de 1942.
Petróleo, dije. Los ejércitos en Europa lo necesitan para la operación de sus blindados.
El cabo me miró con tristeza. Juntos habíamos peleado la Revolución a lomo del caballo, pero el tiempo nos había dejado atrás. La caballería dejó para siempre de ser un arma, ¿verdad? Yo asentí. Ahora son solamente diversión de ricos, le dije, mostrándole la carta que me había dejado el mensajero.
Se trataba de una invitación del presidente Ávila Camacho para la inauguración del nuevo gran Hipódromo Nacional. La fundación -decía- de la moderna hípica mexicana, con una pista que nos pondría a la altura de Las Vegas, de Kentucky y no sé qué otros lugares más. No era propiamente una invitación, pues poco le faltaba para tener el tono de una orden: el hipódromo se construía en los terrenos de la Secretaría de la Defensa Nacional, en Lomas de Sotelo, y el Ejército Mexicano tenía, en consecuencia, la obligación ineludible de sobresalir en la carrera inaugural. Se me invitaba o, si se quiere, se me ordenaba participar jugando un caballo pura sangre. De no tenerlo, un lote entero de los más finos caballos de carrera se había hecho traer de los Estados Unidos, y yo podría escoger el que quisiera.
Cervera y yo nos miramos en silencio por unos segundos, sonriendo a medias.
Paso, dije. Esas vaciladas no son para gente como tú, o como yo. Los caballos son armas, no juguetes.
¡Quesenfríalpipián! Gritó Epifanía desde la cocina.
El disco se había terminado.


E
n los caballos hay mucho dinero, Cayo.
Habían pasado muchos días, y por eso tardé un momento en entender lo que María me dijo. Fue una frase casual en apariencia, dicha unos momentos después del saludo; porque María iba llegando de su paseo de los domingos, en los que se montaba en su motocicleta y se la llevaba desde la casa, en la Colonia del Valle, hasta Coyoacán y de regreso. Daba gusto verla, plena y feliz, desmontando de su máquina para entregarla luego a Cervera, quien la recibía con mucho cuidado desde la vez aquella cuando se le cayó encima, rompiéndole una pierna. Cervera, debió ser él quien le dijo de la carrera, el muy hablador. María era tan hábil y buen jinete en la moto como con los caballos, y quizá por eso, porque sus placeres casi nunca tenían que ver con el dinero, que me costó trabajo entender su comentario.
Hay dinero, si; le contesté, pero nada más para los que apuestan, y eso solamente si gana el caballo que ellos dicen que va a ganar. Un negocio de locos en el que siempre se pierde.
Los criadores ganan siempre.
En la vitrola sonaba la misma canción del otro día. Ahora puse un poco más de atención a la letra.

A ti, vida de mi alma, pervertida
Mujer a quien adoro,
A ti, mujer ingrata,
Por quien tanto he sufrido y tanto lloro.


Epifania la repitió unas tres veces mientras estuvimos ahí; como si no tuviéramos más discos. Y a lo mejor no teníamos más. En cuanto a lo que María había dicho, me hubiera gustado cambiar el tema, pero le recordé:
Yo no soy criador. Además no se trata de eso, sino de que los extranjeros crean que los militares podemos darnos el lujo de serlo. Y si somos honestos, nada hay más alejado de la verdad. Cualquier charro sabe montar mejor y sabe más de entrenar caballos que muchos de los generales que van a participar en esa carrera del demonio. Es la realidad del ejército. Es la realidad del país. Solamente a la gente del gobierno, que tiene la barriga entorpecida por los banquetes y las mientes atrofiadas por tanto halago, se le ocurre que podemos engañar a los gringos y a los ingleses en algo que ellos conocen tan bien como los nombres de sus madres.

A ti consagro toda mi existencia,
La flor de la maldad y la inocencia,
Es para ti, mujer toda mi vida,
Te quiero, aunque te llamen pervertida.

Gemía, desde la vitrola, esa voz aguardentosa y dulce al mismo tiempo. María insistió:
El Indio dice que nadie sabe más de caballos en el ejército que tú y, mira, Cayetano: yo nunca te he preguntado cómo es que no estás trabajando con él si es que así te valora, pero lo que es en ésta deberías hacerle caso. ¿Me entiendes?
El Indio era como nombrábamos a mi general Amaro, por más señas mi compadre, quien por ese entonces era Director del Colegio Militar, después de haber sido Secretario de la Defensa Nacional en los días en los que Plutarco Elías Calles era Presidente. Acostumbrábamos jugar al Polo de vez en cuando, en el Campo Marte, y aunque eso mismo que le dijo a María me lo había dicho a mí un par de veces así, de bigote a bigote, nunca se le habría ocurrido sacarme del retiro so pretexto de algún hueso en el gobierno. Él sabía que me faltaban letras para eso, y yo además hubiera tenido que ir a matar al que dijera que tal o cual cosa me la habían dado nomás por ser amigo del Secretario, y lo iban a decir muchos pelados. Mejor dejar las cosas de ese tamaño. A María le dije nomás: ven, vamos al pueblo de Mixcoac a escuchar la banda. Era que una idea se me había cruzado por la mente, y aunque por el camino María me pidió varias veces que le dijera lo que estaba pensando, preferí esperar hasta asegurarme de que el Piojo estaba justo en el lugar en donde lo había dejado la última vez que nos vimos, tres meses atrás.
Ahí está; le dije a mi esposa, y le señalé un lugar enmedio de la Banda de Música de la Policía Municipal.
¿Qué? ¿Quién? Me preguntó. No veo a nadie conocido.
¿Cómo no? ¿Ves esa como escudilla dorada y muy grande? Debajo de ella está el Piojo.
Y es que el Piojo Vitela tocaba una tuba que casi le doblaba la estatura, y de toda su persona lo único que se alcanzaba a ver eran sus dos manitas: una con la que pulsaba las llaves y la otra, a la que le faltaba un dedo, sosteniendo la panza, en comparación enorme, del instrumento. María y yo nos sentamos en un café a la orilla de la plaza, y ahí esperamos a que la banda terminara la serenata. El Piojo nos vio de lejos, y unos minutos más tarde se acercó a la mesa, vestido todavía con el uniforme lleno de botones de su corporación. Besó la mano de María con el respeto de costumbre, y a mí me dio un abrazo.
Mi general, dijo.


R
ecuerdo al Piojo Vitela: pequeño como un niño, pero arrojado y bravo como gallo de pelea; fue durante casi diez años el corneta de mi regimiento y era de verse la gallardía sin igual con la que sonaba las órdenes enmedio del combate, lo mismo que el valor ciego con el que se lanzaba con nosotros a las cargas, rebasando a veces en su loco entusiasmo a los de la primera línea, echándose a las espaldas su corneta apenas a tiempo para sacar su pistola y empezar a disparar. Porque esa era la única manera en la que lo iba a dejar meterse a las balaceras, siendo tan menudo de presencia y frágil en apariencia. Varias veces me insistió: métame a los pleitos, y varias veces le dije que no, que no daba la estatura; que lo suyo era asistir en el cuidado de la caballada, en la retaguardia, y que en eso no había quien le ganara.
Pero un día, en Guerrero, sorprendimos a los rebeldes vidalistas cerca de Coyuca. Se nos estaban escapando, y que me quiebran al corneta a la hora de rematarlos. Ahí es donde se metió el Piojo sin que nadie lo llamara. Antes de que le dijera que no, él ya se había trepado de un salto increíble a uno de los caballos con la corneta en la mano y me gritó: ¡la orden, mi general!
Yo pensé: ni qué perder ahorita, y le contesté: ¡toca a la carga cerrada! Y que la toca. Hoy todavía me acuerdo, pues tocó la orden tan fuerte que debieron escucharla clarita hasta en Acapulco. Ese día matamos casi a todos los vidalistas, don Baldomero Vidales entre ellos, y el Piojo Vitela se convirtió en miembro del batallón con el empleo provisional de corneta de órdenes.
La razón por la que cuento todo esto es que el Piojo tenía una manera de montar muy rara cuando se lanzaba al galope tendido. Por ello era la burla de la tropa y los paisanos lo miraban, extrañados, al pasar. Montaba con la nalga al aire, como si no tocara a la montura en absoluto y fuera volando sobre ella, con las piernas acunclilladas y los estribos tan altos que le quedaban a media silla. Por lo tanto, el Piojo Vitela tenía dos pares de estribos: uno para ir al paso, y otro para galopar. Cuando por fin le pregunté por qué montaba de ese modo tan raro me huyó la mirada y disimuladamente cambió el tema. Insistí varias veces en los días siguientes, presa de la curiosidad (pues en mi vida sencilla de soldado no había visto algo semejante) aunque con el mismo resultado. Por fin, una mañana me dijo que por ser yo su jefe me iba a contar, pero solamente después de jurarle que no le iba a decir a nadie más.
Tengo una enfermedad privada, me dijo. Usted sabe, mi general: de las que duelen al sentarse. Figúrese usted: ¡Y eso que galopar es lo que más me gusta hacer en la vida! Como esa es la única manera en la que puedo hacerlo sin lastimarme, pues ni modo. Ande yo caliente, que se ría la gente, como mi santa madre me decía. Además, añadió misteriosamente, he notado que el caballo va más rápido montándolo así; pruébelo usted y verá.
No lo probé, por supuesto; pero tampoco lo olvidé. Muchos años después, ya en el retiro, vi una fotografía en la que otro diminuto jinete montaba exactamente igual que como lo hacía el Piojo. Era en una carrera llamada Derby de Kentucky.


V
en, siéntate; dijo Joaquín Amaro, señalando un sillón frente a su enorme escritorio.
Lo fui a buscar al atardecer, y me sorprendió verlo perfectamente uniformado, como si fuera a desfilar. Estaba acostumbrado a verlo sudoroso y con la ropa de jugar al polo llena de barro; pero ese día la dignidad con la que llevaba sus insignias era tal, que no pude evitar sentir un profundo respeto por la forma en la que el rango encarnaba en ese inteligente soldado, una emoción que desde entonces no siento por nadie más.
No me digas que te vienes a rajar; me dijo, molesto. Estoy contando contigo para no vernos tan mal en ese asunto en el que nos metió el Señor Presidente.
¿Fue su idea, entonces? Le pregunte.
La de la carrera, sí. Dijo el Indio. Aunque la construcción del nuevo hipódromo salió de las mientes de un italiano, que no sé cómo se las arregló para convencer al Lic. Alemán de que el suyo era un gran proyecto, estando quebrado y prácticamente presa de sus acreedores en Tijuana.
A lo mejor el señor Secretario de Gobernación es uno de sus acreedores. Para el cachorro todo los hombres tienen un precio.
No hables de él así. No en mi oficina, por lo menos. No me voy a retirar como jefe de operaciones en una zona militar remota, no después de llegar tan alto, carajo.
Dejé pasar la alusión a mi caso. Aunque yo no había llegado alto como él; y por eso tenía razón en preocuparse hasta de lo que decíamos o dejábamos de decir. El tema era otro:
De eso precisamente venía yo a hablarte, le dije. Voy a participar, pero con una condición.
Sin sorprenderse, Amaro preguntó: ¿cuál condición?
¿Recuerdas el caso del que te hablé hace unos cuatro o cinco años? Es un corneta del 38 de caballería al que se le ha negado su pensión desde que lo cesaron, y que malvive de tocar en una banda de música, todo por una acusación absurda y sin fundamento.
Ahora el Indio estaba molesto.
¿Sin fundamento? Dijo. Tú, Cayetano, estabas ahí cuando el muy cabrón se puso a tocar "El Pelón me Sobas" justo antes de un discurso del Presidente.
¿La revista esa?
Sí. Yo mismo hice que cerraran esa carpa durante una semana por la canción que ridiculizaba a don Abelardo Rodríguez; pero ya para entonces la tonadita estaba en discos, pianolas y hasta algunos cilindreros la tocaban. Corrió más rápido que la viruela y todos la sabían. Eso hizo más grave el desacato.
Eran como cincuenta las cornetas en el estadio. ¿Cómo sabes que fue precisamente él, si es que nadie acepta haberlo visto?
Sí que lo vieron. Dos de sus compañeros se rajaron cuando el calor de los interrogatorios se hizo más fuerte. Pero aunque nadie lo hubiera visto, esa corneta la escucharon hasta a dos cuadras afuera del estadio, y aun los que estaban en las gradas más altas sintieron que la tenían en la oreja. No te hagas pendejo, compadre. Fue él, y más le vale irse olvidando de su pensión, que mucha suerte tiene de no estar preso todavía. Si esa es la condición, prefiero que nuestra caballería pierda de todas todas a hacer lo que sugieres. Además -agregó, moderando el tono- de todos modos ya perdimos.
¿Qué dices?
Que yo sepa, tú no tienes caballos pura sangre, y se llevaron a casi todo el lote que llegó de Estados Unidos. Solamente quedan dos o tres caballos que se lastimaron durante el viaje. Va a ser un desastre, porque los más pendejos llegaron primero, y se llevaron los caballos rápidos. Meléndez, por supuesto, se las arregló para quedarse con los tres mejores.
Meléndez era un militar mediocre cuya carrera en el ejército se había forjado a base de delaciones y traición. Además, reportaba como muertos en combate caballos vivos que luego vendía por su cuenta. Por el momento tenía la confianza del presidente, pero se rumoraba que pronto tendría que pagar las que debía. Se inscribió en la carrera para quedar bien, pero hasta mi compadre sabía que lo iba a echar todo a perder. Se decía que Meléndez cortaba la leche nada más con mirarla.
Señal de que no son tan pendejos, comenté para silenciar mis pensamientos.
Son madrugadores y gandallas. ¿Qué van a hacer con esos animales? Ojala y de perdida contraten a alguien que les diga hacia donde tienen que correr.
Pues entonces te la voy a poner mas fácil, compadre: ¿qué tal si hacemos la carrera más emocionante? Con eso y hasta me decido a entrarle.
Créeme, Cayo; ya es emocionante de por sí, con todos esos gringos que vienen a la inauguración, seguros de que nos pueden ganar a la hora a la que se les antoje.
Escucha, dije en voz baja; si mi caballo -el que me toque, no importa- llegara en segundo lugar...
Espera un poco, me interrumpió el Indio. ¿Por qué dices que en segundo lugar?
Bien sabes, le contesté, que no puede llegar en primero.
Ya arreglaremos las cosas, dijo. No es seguro todavía que el jefe meta un caballo a la carrera. El Presidente de Costa Rica va a estar ahí en visita oficial. Sería descortés que solamente se quedara mirando.
No tiene nada que ver. Pero, regresando a lo nuestro...
Cierto, dijo Amaro, ya interesado. Vamos a suponer que tu caballo llega segundo. ¿Qué ocurre entonces?
Tú arreglas que el Piojo reciba su pensión completa, si es posible con su retroactivo al día en que debería de haberse jubilado. Nada más eso.
Amaro sonrió como si le hubieran contado un chiste que ya se sabía. Dijo: estás bastante pendejo el día de hoy, compadre. Me daría risa lo que dijiste de no saber que estás hablando en serio. Pero, vamos a suponer que pierdes, y llegas en tercero o cuarto; o en primer lugar, lo cual sería peor. Yo ¿qué gano?
Me quedé pensando un par de segundos. Hasta ese momento no había considerado la opción, posible sin duda, de perder.
¿Te acuerdas del Chevrolet café, ese que te gusto la otra vez que fuiste a la casa?
No salgas con fanfarronadas, Montoya, dijo mi compadre. El Piojo no vale tanto. Nadie vale tanto ahora que las cosas se ponen complicadas por la guerra.
La pensión por el coche, compadre. No tienes nada que perder.
¿Y si de todos modos digo que no; que no le entro?
Pues entonces yo tampoco le entro, y que el general Meléndez y los demás pendejos le hagan como puedan.
El indio agachó la cabeza sin decir nada.
Ya estuvo, me dije en ese momento.

E
n un suspiro se fueron siete meses. Al cabo Cervera ya no le alcanzaban las banderas rojas para marcar a los ejércitos soviéticos que rodeaban a los alemanes en un abrazo de muerte; Epifania seguía poniendo el mismo disco en la vitrola, y el Piojo y yo seguíamos sin resolver el último de muchos problemas dos días antes de la inauguración del hipódromo, fijada para el 6 de marzo de 1943.
Y es que todo el tiempo se nos había ido en poner en pie a nuestra montura, en fortalecerla y en devolverle las ganas de correr que había perdido tras meses de colgar -apoyada en sus flancos y costillas- de un enorme arnés ortopédico. A la pobre la encontré, echada y sola, en los establos del Colegio Militar de Popotla un par de horas después de acordar con el Indio nuestra extraña apuesta. Era una maravillosa yegua alazana, de estrella en la frente y gran alzada, que todos los generales invitados a correr habían despreciado sin mucho pensarlo, a pesar de su regia estampa y perfil ganador.
El sargento a cargo del lote me explicó: se lastimó durante el vuelo, mi general. Una fractura que no tiene remedio. Habrá que sacrificarla para que no padezca tanto. Solamente esperaba las órdenes del mayor a cargo del detall para remitirla.
Yo mismo examiné a la yegua. Se trataba de una lesión muy grave en el menudillo, una articulación clave entre la caña y la cuartilla de una de sus patas anteriores. Me levanté con la doble tristeza de ver arruinado un animal tan hermoso y frustrado mi deseo de ayudar a un amigo tan querido. Iba a salir del establo cuando me imaginé al Piojo, en los umbrales de la vejez, diciéndole adiós para siempre a su pensión.
No. Pensé, y me volví para darle otra ojeada a esa pata. No estaba rota, como había dicho el sargento, sino solamente dislocada y probablemente astillada. De cualquier modo tenía remedio.
Me la llevo, dije.
No le servirá de nada, general; me dijo el sargento.
Ese es mi problema. ¿Tiene nombre?
Persuation, dijo leyendo la cédula del caballo.
¿Como? -Ya he mencionado que el inglés no se me da bien.
PER-SUEI-SHION, deletreó el otro con enfado.
De acuerdo, escríbalo ahí y déme los papeles que tengo que firmar; ordené con brusquedad, aunque me daba lo mismo si el nombre estaba escrito o me lo mentaban. De todos modos era como un quejido de mula para mí.
Imaginen, pues, mi apuro cuando el oficial a cargo de las inscripciones me preguntó, esa misma tarde, el nombre de mi caballo para inscribirlo en la carrera. Me rebusqué los bolsillos por la cédula, pero no la encontré en ninguna parte. Miré a mi alrededor, pero no vi quién me ayudase. Como el oficial seguía esperando mi respuesta hice un esfuerzo más con la memoria, pero solamente logré recordar una sílaba:
Empieza con Pe, dije. Pe... y algo.
El oficial, impaciente, comenzó a golpear la mesa suavemente con la punta de su lápiz. El resultado fue un ritmo desigual que me hizo recordar, vaya a saber por qué, la canción que la Epifania ponía todos los días en la vitrola, y que yo a veces canturreaba sin querer.
General, ¿cómo se llama su caballo? Volvió a preguntar el oficial. Su tono de voz me irritó.
Póngale... póngale Pervertida, dije con todo el aplomo del que era capaz, y era capaz de mucho. No obstante me arrepentí de inmediato al ver por todas partes sonrisas burlonas y algunas miradas de incredulidad. Todos ahí sabían de qué carrera se trataba. Ni modo, me dije; ni ánimas que me echo para atrás.
¿General?
Ya me oíste. Querías saber el nombre de la yegua, ¿no? Se llama Pervertida.
El nombre es lo de menos, pensaba. Sanarla nomás va a ser una hazaña.
Pero ahora, después de haber curado a la yegua; de llevarla a la pista y devolverle la confianza, de comprobar que había nacido para ser un rayo, un resplandor, y que era una bestia noble y buena como ninguna otra que hubiera yo visto; ahora, dos días antes de la carrera, era el Piojo el de las jodiendas. El pinche Piojo que primero dijo que jamás, pensión o no pensión, iba a montar vestido como poste de peluquería; que luego de ponerse la ropa esa se negó a usar el fuete porque dijo que a los caballos se les trataba con cariño, y que si no sacabas carrera con las riendas, o con los talones en las ijadas, no la ibas a sacar a mentadas y menos a fuetazos; él, que montaba por la derecha el muy pendejo, a riesgo de hacer encabronar a su animal o de marearlo, ahora se caía de la silla como un novato después de apenas unos segundos de volar por la pista como una flecha sobre la Pervertida.
Yo estaba desconcertado. Sin dar crédito a mis ojos los miraba salir del arrancadero como una centella, como un disparo de fusil, con el jockey -es decir el Piojo- firme sobre los estribos y hablándole dulzuras a la yegua, como si ella pudiera entenderle; y posiblemente le entendía, porque a cada palabra levantaba las orejitas, agradecida. Sin embargo, apenas a unos metros de la salida algo muy extraño sucedía. El Piojo actuaba como si no supiera qué hacer con las manos; jugueteaba con las riendas tratando de sujetarlas mejor, pero en lugar de eso comenzaban a resbalársele estúpidamente. Eso lo ponía aun más nervioso, y la Pervertida acortaba el paso al faltarle la guía de su jinete para afirmarse en el galope. El resto era solamente un trámite: sentir el frenazo, inclinarse y caer por sobre las crines dando una fea voltereta. Así, una y otra vez; día tras día.
No entiendo lo que pasa, general. Me decía el Piojo Vitela, desesperado, sin que yo pudiera ayudar en nada. Explícame qué es lo que sientes, le pedía, pero él, de por sí torpe en el discurso, comenzaba con una retahíla incomprensible sobre el equilibrio, las manos, el vértigo y no sé qué más.
Descansemos, Vitela; le dije, si seguimos así te vas a romper un brazo.
El Piojo me miró sin hablar. Había dolor en esa mirada, pero no por los golpes, estoy seguro.

R
ecuerdo que esa noche no podía dormir pensando en lo cerca que habíamos estado de lograrlo. Ya no me preguntaba sobre lo que hacía que Vitela se cayera del caballo, pues el cerebro tiene sus límites cuando se trata de cosas que no comprende. Me regodeaba en cambio recordando las semanas de terapia con la alazana, los días en la pista y los pequeños detalles del entrenamiento que la habían convertido en lo que era: el caballo más rápido que había visto en mi vida; el arma ideal en manos del jinete ideal. O por lo menos eso pensaba, pues probablemente los gringos tenían razón, y nosotros no sabíamos nada de correr caballos.
Fue en ese momento que traté de recordar, por nostalgia más que por otra razón, las portentosas cargas de mi amigo; aquellas en las que parecía que el caballo era una extensión de su cuerpo. No fue difícil. Era como si lo estuviera viendo: tocaba la orden, y de un salto ya estaba en sus estribos altos comenzando la carrera, pues su caballo entendía ese movimiento como la orden de arrancar. El grito del Piojo y sus palabras de aliento venían después, ya lanzados al galope. ¿Qué nos faltaba? De pronto, noté algo en esa nítida imagen del pasado que por su simple estar ahí no me había llamado la atención.
¡No, no puede ser!, me dije en voz lo suficientemente alta como para que María se despertara a mi lado, preocupada por mi desvelo. No es nada, mujer, le dije tratando de tranquilizarla. Es sólo que hemos sido muy brutos; el Piojo y yo.
Ella, como enmedio de sus sueños, me dijo: las noticias me las das en la mañana, Cayetano. Ahora es tiempo de dormir. Luego agregó: no se trata de si son brutos o no, que lo son de todos modos. Se trata de que nunca van a correr igual que antes por dos razones: la primera es que ya están viejos, la segunda es que ya no hay nadie echándoles bala.
Tenía razón. Siempre la tenía.

T
oma, le dije al Piojo Vitela a la mañana siguiente, cuando faltaba un día para la carrera y tenía a los ayudantes del Indio encima de nosotros dando lata. Les hubiera dicho que se fueran al carajo, pero antes quería poner a prueba la idea de la noche anterior. Era solamente una corazonada, pero valía la pena de intentarse a la desesperada, como todo lo que hacíamos en la guerra.
Pero ya no estamos en la guerra, mi general; dijo el Piojo justo en ese momento, al ver lo que le estaba ofreciendo.
Eso no importa, cabrón; le dije. Hazlo una vez nada más, que nada te cuesta.
Se van a reír de mí, jefe.
Se van a reír de todos modos, dije.
Finalmente, el Piojo alargó la mano y tomó de las mías su vieja corneta; o por lo menos una que mucho se le asemejaba, y la miró como si no supiera qué hacer con ella.
¿Qué orden toco?
¡Ninguna, pendejo! Nada más llévate a la Pervertida al arrancadero y jálense, como si nada. Detrás de mí, los ayudantes de mi compadre nos miraban, divertidos. En los tiempos modernos de las comunicaciones por radio, las cornetas de órdenes apenas y se veían en los desfiles.
El Piojo obedeció con desgano. Seguramente se dolía de sus golpes y la idea de aumentar su tormento no le era grata en absoluto. No obstante, todo cambió al saltar sobre Pervertida, pues en cuanto el jinete se afirmó en los estribos, la corneta halló por si misma su perfecto acomodo. Al abrir el arrancadero caballo y Piojo salieron disparados como una bala de cañón. El Piojo iba que no creía ni en él mismo, rebasando imaginarios rivales uno tras otro en una carrera que terminó varios segundos antes de lo esperado, dejándonos sin habla a los que la presenciamos. Todos habíamos pasado la vida rodeados de esas bestias maravillosas, pero estoy seguro de que ninguno de nosotros creyó jamás que pudieran volar de esa manera. Ni siquiera el Piojo, que desmontó azorado y tembloroso, presa de una agitación malsana que no lo abandonó por el resto de la tarde.
Mira, Piojo; le dije antes de que se fuera para tomar un baño: eso fue realmente rápido. Tanto, que o las marcas que me dieron están mal, o a la Pervertida le sientan bien los aires de México. No tenemos de otra: mañana tienes que controlarla firme. No es buena idea ganarle al caballo del Presidente. Además, la apuesta está fija a que llegas segundo, ¿entiendes?
El Piojo asintió, turbado aun por la experiencia, y se fue. Tratando de moderar mi orgullo, me dije de nuevo: los caballos son armas, no juguetes. Pero ya para entonces, muy en lo profundo, comenzaba a comprender el entusiasmo de aquellos que los hacían correr por gusto y por dinero.

I
magínate, me dijo el general Meléndez en las tribunas bajas; no solamente vino el presidente de Costa Rica, sino los embajadores de las naciones aliadas, varios secretarios y un montón de artistas del cine. ¿Los ves? Meléndez señalaba hacia los palcos centrales, en donde personas bien vestidas se saludaban entre ellas, se hacían cortesías y miraban los caballos que en ese momento daban lentamente una vuelta a la pista antes de la carrera de honor. Minutos antes me había puesto bigote a bigote con el Piojo para recordarle de no ganarle al pintito del presidente. La idea era hacer el uno dos: primer lugar para Ávila Camacho -consumado jinete y criador- y segundo lugar para el ejército. Si acaso un gabacho tenía la osadía de adelantarse, entonces nuestro deber era el de salvar el honor nacional y llegar primeros sin más miramientos. ¿Estaba claro? La pensión, Vitela. Olvídate de los papeles, los honores y las madres que los parieron a todos. Es la paz de tu vejez la que se está jugando, además de... y le iba a decir lo del coche, pero me pareció que ya tenía bastante presión encima, así que lo dejé ir. Pobre. No se hallaba entre toda esa gente tan curra y estirada y por eso se puso a hablarle a la Pervertida. Entonces pareció tranquilizarse un poco.
Arriba, en las tribunas, vi a mi compadre tomar su lugar justo detrás del presidente. Me buscaba con la mirada, y le hice una pequeña señal para llamar su atención y darle a entender que todo estaba listo. Sus ayudantes debieron darle buena noticia de lo que vieron porque no se veía nervioso ni nada; y hasta se inclinó por encima del hombro de Ávila Camacho para decirle algo, señalando el lugar en la pista en el que la Pervertida se paseaba. Es uno de los favoritos, parecía decirle; y defiende los colores del Ejército Nacional.
Aunque también era probable que lo que buscaba mi compadre era distraer la atención del presidente para evitar que viese a los demás caballos del lote especial, aquellos que los demás generales se habían llevado antes de mí y que estaban -de manera más que evidente- hasta la caramba de droga. Por ese entonces la práctica de estimular artificialmente a los caballos no era ilegal en un país que apenas tenía hipódromos decentes, pero en esa ocasión particular daba pena ver a los pobres animales con los belfos babeantes y los ojos desorbitados, corcoveando ansiosamente sin que sus jinetes pudieran hacer nada por controlarlos. Uno de los caballos de tal forma enervado llego incluso a romper la exclusa del arrancadero derribando a su jockey, para luego seguir galopando solo en sentido contrario. Pensé que el triunfo de una de esas pobres bestias carecería de valor en absoluto, y sería para todos los que portábamos uniforme una especie de deshonra.

D
entro de unos cuantos segundos, anunció el poderoso sonido local, comenzará la última carrera inaugural de este fausto día. Un día que será recordado por las generaciones por venir como el del nacimiento de la Gran Hípica Mexicana.
O algo así. Luego de muchas frases como esa que venían a decir casi lo mismo, el anunciante dijo:
Los caballos están ya en sus arrancaderos:
¡Con el número treinta y uno: Stinging Bee!
¡Con el número veinticinco: Gay Dalton!
¡Con el número doce: Texon Boy!
Y así, puros caballos con nombres gabachos. ¡Con el número cuarenta y dos: Blue Stripe!
¡Con el número diecinueve: Famous Victory!
¡Con el número seis...! ¡Peeervertida!
Lo que sucedió después me tomó completamente por sorpresa pues el público local, que hasta ese momento recibía la mención de cada caballo con aplauso indiferente, ovacionó a la Pervertida con loco entusiasmo; en las tribunas se veían personas dobladas de la risa, en tanto que otras le sonreían a sus amigos señalando el nombre en los programas, como si dijeran: ¿ya ves? Te dije que así se llamaba. Los muchos gringos en las tribunas tragaban camote en silencio. El Indio, impávido, debió interpretar la sonrisa de Ávila Camacho y el buen humor de sus acompañantes como una buena señal, tomando en cuenta que el escándalo impidió que se escuchara el anuncio del caballo presidencial, Red Train, que por supuesto corría con el número uno.
En todo caso todos pensaban lo mismo: ese caballo es el mexicano. Y las apuestas estaban a su favor, cuatro a uno.
Asunto aparte fue la corneta del Piojo, pues despertó inquietud entre los jockeys rivales -gabachos todos- que pasaron un buen rato hablando con los jueces sobre la legalidad de correr con un instrumento musical en la mano. Los jueces, indecisos ellos mismos, estuvieron a punto de impedirlo, pero el argumento propuesto por un criador americano cuyo nombre he olvidado los desarmó: si agitas el fuete con suficiente fuerza produces un silbido, el silbido está afinado, por lo tanto el fuete puede ser un instrumento musical, por lo tanto el Piojo puede correr con otro instrumento si le place.
Los caballos estaban en sus arrancaderos.
Un fuerte timbrazo, seguido por la apertura de las puertas marcó el momento de la salida.
Texon Boy y Blue Stripe se adelantaron de inmediato, desahogando en el puro arranque la fuerza que debía de durarles toda la carrera. Pronto cedieron espacio al número uno y a la Pervertida, que lo seguía de cerca. El caballo de Meléndez, Gay Dalton, iba bien montado y dejaba astutamente que la Pervertida le rompiera el aire en tanto podía mantenerse detrás de ella. El Piojo se dio cuenta y trató de sacudírselo, pero pronto se concentró de nuevo en mantener la velocidad y apretar insidiosamente a los punteros. El primer pelotón comenzó a extenderse, con Red Train ganando terreno con estudiada intensidad. Gay Dalton se sintió entonces con la obligación de rebasar a la Pervertida pero ésta, en cuanto el caballo del presidente le sacó un cuerpo aceleró sorpresivamente, impulsada por las dulces voces del Piojo y el balanceo de su abollada corneta. Durante la carrera el Piojo se daba el gusto de jugar con el instrumento y de levantarlo en el aire como para que relumbrase con el sol, movimiento que servía para distraer a los caballos rivales tanto como una señal para que el público local aplaudiera a su favorita. Era como una fiesta que no iba a tardar en terminar. Renuente a perder, Gay Dalton alargó su galope y trató de pasar a la Pervertida por afuera. Iban cuerpo a cuerpo, nariz con nariz. El Piojo, tranquilo, sabía que los fuegos del rival iban a durar poco y no le habló a su yegua para romper el rebase, cuando el jockey de Gay Dalton agitó sospechosamente su fuete y arrojó a los pies de la Pervertida un objeto que estalló como una pequeña granada, haciendo tropezar y caer a la yegua con el Piojo aterrizando de muy mala manera, aunque hacia afuera de la pista, a salvo del resto de los caballos que saltaban trabajosamente a la pobre alazana sin que ésta pudiera ponerse en sus cuatro patas a causa de la conmoción. El público gritaba, indignado pero incapaz de explicarse lo que había sucedido. Yo vi la explosión, pero al parecer fui el único, pues Meléndez sonreía ante la indiferencia de los jueces ante el atentado. Le dije: tramposo. Él calló un momento antes de responder: el Indio quería el uno dos para México y lo va a tener, y tú te vas a callar el hocico, porque...
Meléndez no alcanzó a terminar la frase. Algo en la pista le había llamado poderosamente la atención. Me volví en dirección de su mirada, y lo que vi me quitó el aliento: era la Pervertida que se levantaba de un salto y corría hacía donde el Piojo la esperaba. Éste montó (por la derecha, como siempre) sin que su cabalgadura se detuviera para nada, y hasta se dio el lujo de inclinarse en su silla para recoger, al galope y sin desmontar, la corneta que había quedado poco más adelante. El público, enloquecido, comenzó a ovacionar a la Pervertida mientras agitaba sus boletas a manera de pañuelos. Fue entonces que entendí todo: Meléndez se haría rico si llegaba segundo, con todo el mundo apostando, por gracia o por lo que sea, a una yegua que de todos modos estaba lastimada. El viejo truco de apostar en contra de la favorita y hacerla perder. Me dieron ganas de sacar la pistola y matarlo ahí mismo, sobre todo porque nadie se hubiera enterado. Y es que en la pista ocurría lo inverosímil. El Piojo había lanzado a la Pervertida en una carrera a matacaballo con la que había rebasado al pelotón principal y amenazaba a los punteros. Pervertida y Gay Dalton, de nuevo juntos a unas cuantas yardas de la meta. El Piojo que escupe con desprecio al jockey rival. Pervertida que rebasa sin problemas y se enfila sin piedad contra Red Train cuyo jinete no da crédito a sus ojos y se distrae peligrosamente viendo a ese caballo fantasma que no debería estar ahí. Yo pensé: cálmate, Piojo. Cálmate y llega segundo.
Pero el Piojo no atendía razones, y la Pervertida cruzó la meta una cabeza adelante del caballo de Ávila Camacho. Las tribunas vibraban a causa de los saltos del público que, arrebatado por el entusiasmo, gozaba la emoción de ganar por vez primera en el hipódromo. Vitela, aunque satisfecho su orgullo, no festejaba. Sabía que había traicionado la razón misma por la que ambos estábamos en ese lugar, y que pronto tendría que retomar su lugar en la banda para trabajar hasta su muerte. Repentinamente recordé un asunto que tenía pendiente. Metí mano a la pistola y me di la vuelta, pero el asiento de Meléndez estaba vacío.

Epílogo

Á
vila Camacho no se tomó a ofensa la victoria de la Pervertida. Por el contrario, felicitó a mi compadre por la hazaña que supuso para el ejército vencer a los formidables rivales americanos y dispuso que se nos entregara al Piojo y a mi una sustanciosa suma a manera de estímulo aunque, como sucede en esos casos, ese dinero se perdió en la burocracia mexicana y ninguno de los dos vio un centavo jamás.
No importaba. El dinero del premio era tanto que compré otro Chevrolet, y hasta me di el lujo de negarme a vender a la Pervertida, aun cuando algunos gringos me ofrecían buenos dólares por ella. Decidí en cambio regalársela a María para que la montara en sus paseos dominicales. Ella lo hacía cuando deseaba sentir la misma velocidad de su motocicleta sin sufrir el sonido del motor, y era un gusto verlas regresar por la avenida, bellas y felices, justo a la hora a la que el sol alargaba su sombra. El cabo Cervera las recibía y se llevaba a la Pervertida a su caballeriza. Lo hacía de las riendas siempre, pues una vez quiso montar a la soberbia yegua y ésta lo derribó rompiéndole una pierna.
Lo primero que hice al recibir el dinero del premio fue buscar al Piojo para dividirlo con él, pero por más que lo busqué no pude encontrarlo. Pasé preocupado ese mes y parte del siguiente, pues sé que los gabachos pueden ser muy vengativos en cuestiones de apuestas y carreras, hasta que recibí una carta con timbres americanos y fechada en San Francisco. Era del Piojo. No me había podido llamar pues desconocía mi número de teléfono, y como no sabía escribir había tenido que esperar a que un amigo suyo lo hiciera por él. Estaba muy bien. Me escribió que un gringo lo había contratado el día mismo de la carrera para montar sus caballos en California, a condición de que siempre llevara la corneta en la mano y la tocara llegando a la meta. Eran carreras de exhibición, y se ganaba muy bien. Me agradecía el haberle devuelto el placer de montar a caballo y me deseaba suerte. De la pensión ni se acordaba, el muy cabrón.
Gracias a las notas de mi antiguo ayudante, el capitán Sandoval Castarrica, el cabo y yo seguimos el desarrollo de la guerra hasta su final. Del conflicto en el Pacifico nos ocupábamos poco debido a nuestra ignorancia en lo tocante a la guerra naval, y nos conformábamos con saber la ubicación de los pilotos mexicanos en la inmensidad del mar. La derrota alemana en Europa, en cambio, no enseñó una gran lección: los tanques fueron enormemente poderosos hasta que, incapaces de conquistar su propio alimento en Rumania y Rusia, se quedaron sin combustible. Un problema que nuestras hermosas armas equinas nunca tuvieron, ya fuera en la sierra interminable o en la profunda selva del sur.

AS

San José Itzícuaro, a 10 de diciembre de 2008.

domingo, agosto 17, 2008

Los espacios del alma


Desde que llegamos a Morelia, en Febrero de 2005, habitábamos una casita de dos recámaras pintada por dentro y por fuera de café con leche. Algunas paredes interiores estaban pintadas, incluso, de café oscuro. Se trata de un color que no distingo muy bien, y que por lo demás me desagrada mucho. No obstante, dadas las condiciones en las que nos mudamos fue imposible cambiar el color, y las dos recámaras eran desde entonces insuficientes porque, siendo mis hijos dos varones y una nena, nos hubiera gustado darle a María su propia habitación, teniendo forzosamente que poner a los tres en una sola. La sala de estar, que doblaba como comedor, apenas medía unos tres por dos y medio metros, y aunque tenemos muy pocos muebles el lugar lucía estrecho y amontonadizo. Eso antes de que llegaran los libros.
Puedo decir sin exagerar que casi la mitad de mi biblioteca se perdió en aquella mudanza. Por alguna razón, siempre que cambiaba de casa perdía un montón de libros en el camino. Con todo, los libros que alcanzaron a llegar (casi un año después y sin libreros, pues tuvimos que venderlos por falta de dinero) crearon una montañita desigual que era el colmo del desorden sin importar la manera en que la colocara. Con muchos trabajos logramos despejar un área, entre la mesa del comedor y la televisión, en la que los niños pudieran sentarse a jugar. Para comer tenían que hacerlo en sus escritorios, porque no todas las sillas cabían alrededor de la mesa al mismo tiempo. En las habitaciones la situación era quizá peor. No teniamos closets o armarios, de manera que la ropa estaba todo el tiempo a la vista, y no siempre en orden. En la recámara de los niños era necesario sacar una cama corrediza de debajo de las literas, y cuando esto se hacía no quedaba un sólo centímetro de piso libre si es que los juguetes estaban bien acomodados, porque cuando no lo estaban, aquello parecía una escena de derrumbe. En mi habitación la cama ocupaba casi todo el espacio, y el poco que quedaba libre era ocupado a veces por ropa, zapatos, o un perro dormido. Sendas goteras humedecían la cama en los meses de lluvias sin que las reparaciones las detuvieran.
Sin embargo, pese a todas las incomodidades puedo decir que éramos muy felices. Yo estaba -y estoy- felizmente asombrado de ser habitar una señorial ciudad colonial, a la vez capital de un estado pujante, y provincia tranquila; de enseñar en un Conservatorio cuyo nivel no deja de subir, y de que la casa, construida en un municipio apenas conurbado, estaba rodeada por todas partes con maizales y campos de labranza. Los niños encontraron una escuela campestre con enseñanza Montessori que disfrutaban muchísimo, y cuando lo deseaban podían salir a correr en la montaña. De vez en cuando pasábamos días enteros en los balnearios de Huandacareo y una vez, según recuerdo, no tuvimos que ir tan lejos. Recién llegados, en un día de mucho sol veraniego, sacamos las sillas al pequeño jardín de enfrente (todo era pequeño en esa casa), compramos un pollo y cervezas bien frías y comimos sobre el pasto. Encendimos después el aspersor de agua, el cual se convirtió en una fuente en la que los niños se refrescaban sin dejar de correr y de jugar. Por la tarde se desató una tormenta, y entonces la casa se tornó de estrecha en acogedora, haciéndome sentir afortunado de tener un refugio sin importar su tamaño. Es un día que jamás voy a olvidar.
Lo digo una vez más: éramos muy felices. Los espacios exteriores, estrechos y amontonados, no se correspondían en absoluto con los plenos espacios del alma.
Hace poco, sin embargo, mi hija cumplió 8 años, y su propia recámara dejó de ser una opción para convertirse en una necesidad. Desde tiempo atrás hice intentos por comprar una casa más grande, pero ya fuese por cuestiones de precio, de estructura, diseño, ubicación o lo que se quiera, los planes daban marcha atrás. Además, era muy difícil pensar en mover a la familia a la mitad del año escolar, con el trabajo exigiendo todos los días constancia y puntualidad. Pensaba que tendría que hablar con María acerca de pasar otro año durmiendo con sus hermanos, cuando las circunstancias hallaron su acomodo de manera precisa y en el momento adecuado.
Lo primero que ocurrió fue que la casa de Turquesa #500, propiedad de unos amigos de mi esposa, se desocupó a mitad de las vacaciones. Rentaba por poco dinero más del que pagábamos en Av. Marfíl, tenía tres amplias recámaras, un patio trasero el doble de grande del que teníamos y mayor espacio en la sala-comedor. Me gustó mucho, aunque cuando la fui a ver no estaba en muy buenas condiciones, pues la familia que lo había desocupado no tenía mejores gustos en cuanto a la pintura de las paredes. "¿La pueden pintar toda de blanco?" Pregunté.
Dos semanas después la casa estaba como nueva y el trato cerrado. María quiso su cuarto color de rosa, y así se pintó. A los niños le pusimos azul para que combinara con el blanco, y en todas las habitaciones Litzia puso bellas cenefas para adornar las paredes. En Marfíl las habitaciones tenían piso de cemento, y en Turquesa son de cerámica; hablando de la ubicación, las casas se encuentran apenas a cinco cuadras una de la otra. Yo, con mi natural suspicacia, pasaba los días preguntándome en que momento las cosas iban a empezar a salir mal.
En segundo lugar, tuvimos la fortuna de conocer a Bob.
Lo vi por primera vez en la casa de una vecina especialmente peleonera con la cual no me había enemistado todavía. Por alguna razón se había generalizado en el vecindario la creencia de que yo era médico, y una tarde la hija de la vecina llegó corriendo para pedirme que fuera a atender a una persona que se había puesto enferma en su casa, mientras comía. Bob estaba recostado en un sillón, descamisado y jadeante. Lo primero que me sorprendió fue la enormidad de su persona en general - mide casi dos metros y tiene setenta y tres años- y la de su abdomen en particular. Lo segundo, la multitud de heridas de bala que poblaban su rostro, su brazo y su pecho, del cual se dolía sospechando un ataque cardiaco.
Lo primero que hice fue aclarar que yo no era médico, aunque de cualquier modo le eché un rápido vistazo. En el pecho de Bob estaba claramente dibujada la cicatriz de una operación de corazón y desde luego pedí que llamaran una ambulancia aun a pesar de que era claro que no se trataba de un infarto, sino de un simple episodio de ansiedad. Al llegar la ambulancia Bob se subió con su propio pie, la única manera de hacerlo dado su enorme tamaño, y se fue para ser atendido en Morelia.
Hace menos de seis meses Bob tocó de nuevo a mi puerta, en esta ocasión para decirme que se había cambiado a la casa de enfrente, y que admiraba mi bicicleta, de la cual he hablado en artículos anteriores de esta misma publicación. Él mismo era el orgulloso poseedor de una Raleigh original, muy superior a mi réplica hindú en cuanto a autenticidad y abolengo, y hasta la transportó desde Capula -en donde tiene su casa de campo- para que yo pudiera verla y tomarle algunas fotografías.
Bob se encariñó rapidamente con mi familia y, sobre todo, con mis hijos; para quienes dejaba muy a menudo regalos tales como pasteles, leche con chocolate y otras golosinas; simplemente colgadas en la puerta para evitar cualquier oportunidad de que pudieramos darle las gracias, lo cual lo incomodaba visiblemente. Con el tiempo, se convirtió en un abuelito para mis hijos, quienes se entusiasmaban con sus visitas y atesoraban su presencia.
Aunque agradecía mucho sus regalos, el mayor placer que recibíamos uno del otro era el de la conversación. No era raro que pasara horas en su casa, austera y apenas amueblada, hablando de sus experiencias en la guerra. Bob es Mexicano-Americano, veterano de las guerras de Argelia y Vietnam, y aunque refería la historia de su múltiples heridas siempre de manera distinta, sus palabras -olorosas a pólvora y aventura- podían hipnotizarme como un libro de historia escrito por el mejor de los narradores.

Un día invitamos a Bob a comer en nuestra pequeña casa. Nosotros sabíamos que uno de sus principales pasatiempos era el de la carpintería, e incluso llegamos a visitar su taller en Capula; pero por alguna razón no lo recordé cuando mi amigo, con mirada triste, me preguntó la razón por la que mis libros estaban amontonados en el piso; a lo cual respondí que en la casa siempre había cosas mucho más urgentes que pagar que un librero; o un piano, para el caso. Bob reflexionó por unos segundos, me sonrió, y luego siguió comiendo.
Mientras Bob nos ayudaba a mover nuestras cosas de una casa a otra para evitar pagar una mudanza, nos dijo que él también iba a irse a su casa de Capula, porque por algo que su ex esposa había hecho en Estados Unidos, le habían quitado la pensión que el ejército de ese país le pagaba desde su retiro. Pocas cosas me dolieron más que mi incapacidad para ayudarlo y la inminente pérdida de su compañía, una emoción que se intensificó el día en el que moví mis libros a la nueva casa, sin perder ninguno en esta feliz ocasión, y Bob regresó de Capula trayendo en su camioneta los dos hermosos libreros de madera de pino que construyó para mí en su carpintería, como un increible regalo de despedida.
¿Cómo corresponder a tanta generosidad? Bob hizo los libreros tomando en cuenta la cantidad de mis libros y su tamaño, les puso amplios entrepaños para que cupiesen dos filas de libros en cada uno y hasta los dotó de unos coquetos percheros a los lados para que pudiera colgar mis mochilas. El espacio para las partituras tiene unas molduras verticales para evitar que se doblen bajo su propio peso como ocurre en los libreros convencionales, y sus patas están reforzadas hacia el frente, para que los libreros no se precipiten sobre el lector sin importar el peso que tengan encima. Muy pocas veces antes me habían honrado con un presente de tal modo personalizado. Me siento incómodo, impotente para corresponder.
Lo primero que puedo hacer, pienso, es escribirle a mi amigo estas palabras de agradecimiento en las que reconozco su amistad, su sacrificio y esfuerzo absolutamente desinteresado. Gracias a Bob los espacios exteriores, ahora bellos y ordenados, se corresponden por fin con los espacios del alma en plenitud, blancura y felicidad.

Tarímbaro; 17 de agosto de 2008.

jueves, julio 17, 2008

¡Adiós, Merlín! (1996-2008)

La última ocasión juntos
En 1996 por fin me dí por vencido. Desde el año 94, cuando por el cambio de sexenio perdí mi trabajo, había tratado de sostener mi querido departamento de soltero en Churubusco hasta donde fuese posible, pero un día tuve que renunciar a él para buscar un acomodo más modesto en otra parte de Coyoacán. Ahí, triste por el reciente final de una importante relación y recién llegado a un nuevo vecindario fue que Merlín el gato y yo nos encontramos.
Al principio pensé que él era el que me necesitaba a mí, y nada más: escuché sus gritos de hambre una tarde en la que no deseaba otra cosa que ver la televisión y dormir muchas horas, y al no poder concentrarme en ninguna de las dos cosas a causa de los maullidos incesantes decidí bajar a ver qué ocurría. Merlín estaba a espaldas del edificio. Me extrañó verlo echado, solitario, sobre el pasto, porque cuando abandonan a los animalitos recién nacidos suelen hacerlo en camadas completas, y no uno por uno; pero pienso que quizá Merlín había abandonado a sus hermanos para buscar comida, y se había perdido en el camino. Lo levanté de inmediato (era apenas más grande que un ratón) y lo llevé a la casa. Ahí traté de alimentarlo con el dedo, primero, y luego con una jeringa. Me preocupaba que la leche de vaca le hiciera daño, o que simplemente no se la tomara, pero nada de eso ocurrió. Desde el principio ese gato mostró unas ganas tan grandes de vivir que a pesar de mis cuidados creció y se fortaleció hasta tener que dejar la caja de cartón en la que pasó sus primeras semanas, y pronto andaba por toda la casa arañando cosas, tirándolas o simplemente estirándose en cualquier lugar, como hacen todos los gatos.
Por esos días mis amigos Jorge y Gustavo me visitaban a menudo, y una tarde hablábamos de las cosas que en ese entonces nos preocupaban mucho y que ahora ya ni siquiera recuerdo lo suficiente como para escribirlas. Merlín, de acuerdo con su costumbre, subía y bajaba de las piernas de uno y otro de mis amigos, rasguñándoles el pantalón y lamiendo sus manos. Jorge tenía al gato colgado del cuello como una bufanda cuando de repente dijo unas palabras que, esas sí, jamás olvidé:

“Este gato es una bendición”.

En ese instante, o quizá poco después, comprendí que Merlín y yo nos necesitábamos el uno al otro en maneras que ninguno de los dos podía comprender. Él sabía de soledad, y me ayudó a llevar la mía con alegría. Sus bigotes me despertaban en la mañana y me recibían al regresar de la escuela y del trabajo. Alimentarlo, asearlo y preparar su arena a diario me sujetaron firmemente a la cordura más que cualquier terapia que hubiera podido tomar y, a pesar de que me jactaba a menudo de haberlo recogido y alimentado, diciendo que le había salvado la vida, ahora estoy convencido de que Merlín salvó la mía también, y por ello le estaré siempre agradecido.
Años después me casé y, al venir en camino los gemelos, el médico me recomendó que sacara a Merlín de la casa. Lo hice, muy triste y terriblemente contrariado, aunque la situación favoreciera más a Merlín, quien a partir de entonces vivió en la casa de mi madre, en Oaxaca, en donde comía todo lo que podía, trepaba a los árboles y tenía un hermoso huerto para hacer lo que quisiera a la hora que quisiera. Cuando lo visitaba me daba mucho gusto verlo cada vez más grande y peludo, disfrutando de su agradable retiro provincial, acompañando a mi abuelita, y compartiendo los gritos y regaños de mi madre que antaño recibía exclusivamente yo. Así envejeció más que cualquier otro gato que yo he conocido. Durante mucho tiempo tuvo la compañía de otro gato histórico de la familia, el buen Gatoven, cuya muerte golpeó a Merlín años atrás y de la que quizá no se recuperó nunca del todo.
Un día, hace dos semanas, Merlín –de doce años de edad- enfermó. Probablemente del hígado, porque todo lo que comía lo vomitaba, incluyendo los líquidos. Se debilitó rápidamente. Pasó dos noches en el hospital sin mejoría, y finalmente lo enviaron a casa a morir en paz. Las dos últimas noches mi madre y mi hermana lo velaron continuamente, y finalmente se durmió en sus brazos.
Lo sepultaron en el jardín de la casa. Ahí lo iré a visitar la siguiente ocasión que vaya a Oaxaca, aunque ya no me reciba maullando, como siempre, para darme la bienvenida y demostrar que aun me recuerda, que recuerda los años que vivimos juntos, y durante los cuales nos salvamos mutuamente las vidas.

Tarímbaro; 17 de julio de 2008.

martes, junio 17, 2008

Amores y vida de la hermosa Josephine

II Vecinos (Leo)
Segunda parte

Una semana después, Josephine subía de nuevo las escaleras de su apartamento en la Rue Saint Etienne. Era de noche, y escalar cada peldaño le resultaba difícil en extremo, no por el cansancio de sus piernas, sino por la turbación de su corazón. Sus pasos se hacían cada vez más lentos y finalmente se detuvieron faltando tres escalones para llegar a su piso. Josephine se había sumido de nuevo en el estado de sonambulismo en el que Leo la había encontrado días atrás, aunque ahora su momentáneo letargo era voluntario, y obedecía a su rechazo insoportable a llegar a un lugar que había sido cálido y acogedor, y ahora la recibiría frío y solitario.
Pasaron varios minutos sin que nadie subiera las escaleras, sin que nadie ayudara a la joven a salir de su trance. Aun ella misma, después de darse cuenta de que no avanzaba y que además comenzaba a tambalearse, no pudo hacer otra cosa que acercarse lentamente al pasamanos y asirse de él con automático ademán.
Unos minutos antes había estado en el aeropuerto. Su semblante entonces era distinto, porque, pensaba, de ningún modo debes permitir que tus pesares sean evidentes para aquellos que se preocupan por ti, sobre todo si se trata de las tribulaciones del amor o, en todo caso, de las provocadas por su ausencia. Así, Josephine sonreía, agitaba su mano en la que tenía un pañuelo blanco, y lanzaba besos al hombre que se alejaba por un largo pasillo al final del cual estaba México. Nadie podría adivinar en su alma los temores que la desgarraban sin piedad: el miedo a que el avión se perdiese en la oscuridad de la noche, o en la inmensidad del mar; el miedo a las violencias del tiempo. A la acechanza de la soledad.
Siguió sonriendo al salir del aeropuerto, y aun al tomar el taxi de regreso a casa. Cuando pagó al conductor creyó secarse una lágrima solitaria, pero al tratar de abrir la puerta del vestíbulo su mano empapada patinó largamente sobre la perilla. Entonces se dio cuenta que en realidad había llorado durante todo el camino.
Entró después de un rato. El maullido de Merlín, quien la había sentido desde el otro lado, la despertó de su ensueño y sintió, urgente, el deseo de pasar su mano lentamente por sobre la espalda suave y aterciopelada de su gato. Encendió la luz. Se dejó sorprender por el orden y la limpieza que su hombre había dejado tras de sí y, en lugar de buscar a Merlín para acariciarlo, Josephine se acercó al teléfono y levantó el auricular. La soledad de su apartamento era, en efecto, demasiada y agresiva. Pesaba sobre ella como el edificio mismo y la asfixiaba, así que solamente podía hacer una cosa, y debía hacerla sin resistirse demasiado pues, aunque en ello empeñara todas las potencias de su determinación, a la postre resultaría inútil.
Comenzó entonces a marcar el número de Jérôme.
Sí. Eso era lo que ella necesitaba. La compañía cálida, fiel y silenciosa de Jérôme. Mientras discaba lentamente, el apartamento comenzó a llenarse de una luz tenue y azulada, como si de repente el resplandor de ese hombre amado lo iluminara todo solamente con ser evocado. Pronto estará aquí, se dijo Josephine. Escuchará mi voz, comprenderá cuánto lo he extrañado, lo mucho que necesito verlo y escucharlo y, entonces, como siempre, vendrá. No hará preguntas; sus labios no se llenarán con los dolidos reproches de los enamorados que han sido por un tiempo olvidados. No; ¡jamás! El es así.
Al otro lado de la línea se escuchó llamar una, dos veces. Entonces, enmedio de su ansiedad, Josephine tuvo la patente sensación de que estaba siendo observada. Era tan fuerte aquella impresión que la joven no pudo evitar volverse y dirigir su vista detrás de sí, solamente para comprobar que no había nadie. El teléfono, mientras tanto, seguía llamando sin que nadie contestara.
Justo en ese instante alguien llamó a la puerta con golpes tan fuertes e insistentes que, tensa como se hallaba, Josephine dio un salto soltando al mismo tiempo la bocina. Ésta golpeó la mesita de cristal en la que el teléfono estaba, asustando a Merlín y haciéndolo correr presa del pánico; el pobre gato maullaba de forma escalofriante mientras buscaba refugio en la recámara, y Josephine pensó que, en lugar de su amado Jérôme, al apartamento había entrado una presencia maligna a trastornar la paz de su vida. Los golpes en la puerta se repitieron, y desde el otro lado la jovencita pudo escuchar la voz inconfundible de madame Collard que decía: "por Dios, niña, ¿Estas bien? ¿Qué es todo ese escándalo?"
"Nada, madame". Dijo Josephine al abrir. La Collard era dama de unos cincuenta y cinco años, pelo completamente blanco y cara redonda; poco arrugada tomando en cuenta su edad. Era robusta sin llegar a ser gorda, y a Josephine le parecía que años atrás había sido señaladamente bella.
"Disculpa que te moleste a estas horas", dijo; y agregó luego, sonriendo a medias y con un indiscreto brillo en los ojos, "espero no interrumpir nada".
"Vengo del aeropuerto", respondió Josephine.
"¡Ah, cuanto lo siento pequeñita!", respondió madame Collard bajando la vista, como quien no necesita de más explicaciones. "En fin, Dios te lo da, Dios te lo quita. Aunque hay una gran diferencia en dejar ir a un hombre por unas semanas y perderlo para siempre. Ojala y eso pudiera consolarte aunque fuera un poco". Y luego: "¡ay, niña! Estoy muy preocupada. Desde hace dos días que no veo para nada a Leo. Ya sabes: no lo ando cuidando, no soy de esas que se la pasa vigilando a los vecinos, pero en el caso particular de Leo, pues, una se fija. Verás, a veces me quedo hasta las altas de la noche pensando, recordando. A nuestra edad, ya se sabe, una no necesita dormir tanto; lo cual no deja de ser una ironía, porque tampoco hay mucho que hacer estando despierto. El caso es que una se da cuenta: la puerta que se abre, el sonido del primer zapato que cae y no nos deja descansar sino hasta que escuchamos el segundo zapato. Así, te puedes dar cuenta -¡te obligan a darte cuenta!- de a qué hora llega alguien, o a qué hora se acuesta. ¡Ay, niña! Y Leo me había acostumbrado los últimos días a su constancia. Era un poco como cuando esperaba a Pierre. Tú ya no conociste a Pierre, a ese buen hombre que me acompañó durante tanto tiempo y... No, pero no quiero cansarte. Es sólo que Leo me había hecho sentir de nuevo los ritmos de Pierre: despertaba a la misma hora, salía de casa y regresaba, se quitaba los zapatos, trabajaba y se dormía; todo, a las mismas horas que Pierre lo hacía... hasta hace tres días. Hace tres días lo escuché acostarse por última vez, y el resto ha sido silencio".
Josephine no recordaba haber visto nunca a madame Collard tan alterada; viendo con mirada huidiza sobre su hombro para cerciorarse de que nadie los escuchara, frotándose las manos nerviosamente y hablando cada vez en voz más baja: "¿Sabes, niña? Era una pequeña felicidad que la vida me regalaba. Pues sabiendo que a las seis regresaría a casa, desde las cinco comenzaba a ser feliz, aunque solamente lo escuchara pasar".
Josephine sonrió. Le agradaba poder atrapar los ecos de viejas lecturas que salpicaban la charla de su vecina y, aunque en un principio creyó que hablaba así para poder hacer evidente su pasado ilustre como maestra de literatura en el Liceo, ahora tenía que reconocer que se trataba de algo natural. Para ella no era momento de estar hablando bonito, y era claro que tantos años de lecturas que se repetían una y otra vez habían dejado su marca en la mente y en el discurso cotidiano de madame Collard.
"No se preocupe, madame," dijo Josephine, tratando de apaciguarla, "lo más probable es que se halla tomado un descanso. Debió pedir una semana de vacaciones para ir a visitar a un pariente, o algo así. Hay millones de razones por las que una persona puede ausentarse durante unos días".
"¿Parientes? No tiene ninguno". Contestó Collard, contrariada. "Y de las vacaciones, ni hablar. No a la mitad de la temporada".
Josephine se sonrió de nuevo, ahora con malicia, interrogando a su vecina con la mirada."¡Ay, niña! La temporada de ópera. Leo (y esto lo supe gracias a una pequeña charla informal que tuve con él, porque a mí no me gusta meterme en la vida de los demás. Eso crea relaciones que, aun siendo honestas, pueden ser luego malinterpretadas) es escenógrafo en La Ópera de Paris. Claro, no pude averiguar mucho en aquella ocasión; pero otra de esas tardes en las que lo esperaba pensando en que a la misma hora hubiese llegado Pierre si viviera abrí -sin darme cuenta, lo confieso, tan absorta estaba en los productos de mi imaginación- la puerta, y entonces lo vi. Subía las escaleras agobiado por el peso de sus bastidores, de sus telas y botes de pintura que (parece mentira) siendo una persona tan importante nadie le ayuda a cargarlos, y eso le dije; se lo dije cuando tropezó luego que me vio. Supongo que no esperaba encontrarme ahí parada en la puerta, y yo ¡por supuesto que no esperaba verlo tampoco a él! ¡Si yo al que estaba esperando era a mi Pierre! Y por eso creo que nos asustamos el uno al otro. Hubiera sido gracioso, digo, de no ser porque aquél dio en el suelo con todo y su aparatoso cargamento, haciendo un estruendo de cien mil demonios. Pobre. Como pude –sabes, niña, que no puedo mucho- me acerqué y le ayudé para que arrimara todo eso a la pared del descanso, que ya podríamos ir subiendo todo, poco a poco y en su momento. Entonces Leo me dijo que no, que estaba a mitad de la temporada y necesitaba preparar yo no sé qué maqueta, o pintura o algo; pero era tal su aspecto de Ecce Homo, todo mugroso, sudoroso y manchado de pintura; con esa barba de días y la mirada perdida del que no ha comido, que le dije: no. De ninguna manera; que después podría ir en busca del tiempo perdido si quería, pero en ese momento se iba conmigo a tomar un poco de café y a probar unas galletitas las cuales, presa de la nostalgia, confieso también eso, acababa de sacar del horno. Por cierto, hija, me quedaron algunas por si quieres probarlas”.
“Claro que sí, madame; me encantaría”.
“En fin. Él no es una persona difícil de convencer. Es manso como un niño, y se comió las galletas como si llevara años de no ver una, el pobrecito. Desde entonces no pasa día en que no le deje, frente a la puerta, un pequeño bocadillo. No puedo evitarlo, hija. Yo se que el asunto se presta para que la gente diga cantidad de cosas...”
“Madame –la interrumpió Josephine-, no encuentro nada de malo en su generosidad. Es hermoso ver a un ser humano preocuparse por sus semejantes”.
“Sí, hija; será lo que tú quieras, pero a mí me preocupa no saber nada del hombre en tres días. Es más, estoy segura de que le ha pasado algo. He tocado en su apartamento, pero nadie responde, y solamente me queda pedirte que me acompañes para entrar y asegurarme de que no se ha muerto en su cama, o que no le ha dado un ataque, o alguna de esas cosas espantosas que nos pasan a los viejos cuando vivimos solos”.
“Madame; Leo no está tan viejo, ni usted tampoco”.
“¡Ay, hija; ¿Qué sabes tú? Además –y aquí la Collard bajó de nuevo la voz- siento que Leo está ahí dentro. No me preguntes cómo, pero puedo sentir su presencia ahí. Seguramente está en problemas. Eso, o ha muerto solitario como alguna vez moriré yo. ¡La idea me aterroriza, me saca de quicio! Por favor, Josephine, ¡acompáñame! No sé qué es lo que voy a encontrar ahí. Tengo miedo, mucho miedo, pero no puedo quedarme aquí parada, sin hacer nada”.
Afuera, en la Rue Saint Etienne, había comenzado a llover.

domingo, mayo 11, 2008

Amores y vida de la hermosa Josephine

II Vecinos (Leo)
primera parte

"Ésta es la gloria," murmuró Josephine. Su voz, rauca y metálica hasta unos momentos antes, se había suavizado hasta el punto de casi confundirse con la lluvia que, golpeteando rítmicamente la ventana que miraba a la Rue Saint Etienne, acompañaba el latir de su corazón. "Estar así, recostada y desnuda, contemplando al hombre que adoro después de hacerle el amor".
El hombre estaba sentado en la orilla de la cama. Callaba, más por respeto a lo que acababa de escuchar que por no saber qué decir, y para no dejar al homenaje pasar en vano decidió al fin tomar la mano que se le ofrecía de entre las sábanas para besarla luego con extremada dulzura. "¿Te gustan mis pies?" Preguntó entonces la joven, y el hombre se volvió para examinarlos a pesar de conocerlos hasta en el más pequeño detalle. "Me gustan más otras cosas", contestó él; y su mano comenzó a deslizarse camino arriba. Estudiaba una vez más cada centímetro de esa mujer yacente junto a él. Una era la caricia, larga e intensa, con los dedos que apenas tocaban la blanca piel que el crepúsculo había convertido en oro.
Fue entonces que escucharon la música. Al principio les llegó rota, despedazada por el aguacero, pero poco a poco se incorporó en una agradable y perfecta unidad.
"Es una flauta", dijo la hermosa Josephine.
"Sí", contestó el hombre, "Y tocada bellamente, como si un maestro la tuviera en sus manos".
"¿Te sorprende? No puedo creer que no te hayas dado cuenta antes".
El hombre se recostó al lado de Josephine, abrazó con suavidad su cintura, y dijo "¿darme cuenta de qué?" Antes de inclinarse sobre el pecho de su amante para mordisquear cariñosamente una de sus pequeñas y redonduelas tetas.
"De que el vecino de arriba siempre toca la flauta cuando nosotros terminamos de hacer el amor", Josephine suspiró, antes de agregar: "es como si lo celebrara, o algo así".
"¿Hacemos todo ese ruido? Me gusta la idea de la celebración -dijo el hombre- pero no la de enterar al vecindario de nuestros secretos”. Josephine acarició a su hombre con ternura. "Nosotros no hacemos ruido con el amor, sino música; como la de esa flauta. Pero de ninguna manera se escucharía hasta los departamentos vecinos. Las paredes son de ladrillo, ¿ves?" Y Josephine caminó hasta una de ellas (pues la enorme cama, mullida y redonda, estaba justo en el centro de la habitación) y la golpeó fuertemente para demostrar que ni siquiera eso la hacía vibrar. El hombre, sin embargo, se había distraído con el caminar de la mujer; ligero, flexible, hipnotizante caminar de una espalda blanca, breve y desnuda.
"No es algo de lo que se pueda enterar escuchándonos, o espiándonos -agregó, volviéndose- sino que, de alguna manera, lo sabe".
"Eso es todavía más horrible -repuso él- porque significa que es un mago, o un brujo que adivina lo que te ocurre, aunque no te esté mirando; que ve a través de las paredes o se transforma en insecto para entrar a tu habitación para espiarte todo el tiempo que se le antoje".
Josephine se echó a reír, y su hombre calló para escuchar su risa y dejarla resonar por un buen rato en su corazón. Ambos gozaban de la flauta, la cual siguió tocando por un buen rato su aire lánguido y politonal antes de desaparecer tan discretamente como había llegado. Afuera, en la Rue Saint Etienne, el sol se había ido también y las farolas se encendieron para llenar la recámara con sombras agudas y figuras planas, hijas de la luz artificial.
"No es un adivino, ni un loco, amor mío; es solamente un artista."
"¿Qué tipo de artista es?"
"Lo ignoro. Se llama Leo, o por lo menos así lo llamó madame Collard la otra mañana, cuando trató de obsequiarle una rebanada de pastel de manzana, y Leo le dijo que no, que muchas gracias, pero que la pequeña Jeanne se pondría celosa si se enteraba que había comido un postre preparado por otra mujer..."
"Esa Jeanne, entonces, debe ser su esposa".
"No, bobito; Es la camarera del café de la calle Maupassant".
"¿La rubia delgadita? La conozco; tiene unos pechos tan grandes, que la hacen ver..."
"Por eso Leo la llama la 'pequeña' Jeanne," atajó Josephine con un mohín de disgusto. "En todo caso, Leo no parece estar casado; ni haberlo estado en mucho tiempo. Se le conoce por su aspecto. Ninguna mujer permitiría que su marido anduviese así, como él anda, por la calle".
"¿Lo has visto, Josephine?"
La hermosa Josephine cerró los ojos, se recostó sobre su hombre, acariciando su pecho con el índice derecho, dibujando con la mano breves círculos que se repetían uno sobre el otro.
"Hace unas tres semanas -dijo- justo después de que regresaras de México, lo vi. Yo estaba afuera del apartamento, justo frente a la puerta, con las llaves en la mano, en actitud de profunda reflexión. A la izquierda se sugiere la entrada al apartamento vecino, a la derecha una mampara alta divide el cubo de la escalera con el espacio interior del apartamento de Josephine y, en el fondo, se abre una pequeña terraza con vista a Montparnasse. Leo entra cercano a proscenio, lentamente, vestido con ropa de trabajo cubierta de mugre y manchas de pintura. Su ropa, sin embargo, no es tan desconcertante como su rostro: demacrado, de hombre maduro, casi viejo; usa una barba rubia, larga y descuidada, y el pelo revuelto y sin cortar. Comienza a subir las escaleras practicadas al centro. Lleva en brazos grandes bastidores en los cuales están pintados detalles escenográficos como espejos, medallones, armarios y hasta un gato dormido sobre un sillón. Éste guarda una sorprendente semejanza con Merlín, el gato de Josephine. Al llegar al descanso Leo observa a la hermosa joven; advierte su estado ausente, y después de vacilar brevemente, se decide a hablarle.
Leo (susurrando).- Señorita... ¡Señorita! ¿Se encuentra usted bien?
Josephine (un poco sobresaltada).- ¡Santo Dios! Sí, estoy bien. Solamente me he escapado brevemente de la realidad, (sonríe, apenada) sin querer, por supuesto.
Leo.- Me suena un poco peligroso...
Josephine.- Ocurre de vez en cuando solamente, sin nada que lo anuncie. Estoy haciendo algo, y repentinamente otra cosa me distrae, poniéndome en este estado. El problema es que, cuando sucede, salgo del mismo un poco confundida. Como ahora, por ejemplo, que no sé si estaba cerrando la puerta para ir de compras, o la estoy abriendo para entrar, pues regreso del trabajo. ¿Podría usted decirme qué hora es?
Leo (muestra sus brazos, ocupados por los bastidores).- Bueno. No con exactitud, madame; pero puedo decirle que pasa de las seis.
Josephine (aliviada).- ¡Claro! Bueno, eso quiere decir que voy llegando. Muchas gracias, ya no lo detengo más tiempo porque parece que lo que lleva pesa mucho.
Leo.- No. Estorba mucho; pero están hechos de tela, y por eso no pesan casi nada. Estos, por cierto, no deberían estar aquí, pues son para la ópera que se estrena mañana; sin embargo, las luces me han mostrado algunos defectos, y he decidido retocarlos durante la noche. Así, pues (se inclina a pesar de la impedimenta) que pase buena tarde, madame.
Leo sigue subiendo al piso siguiente, en tanto que Josephine, sorprendida por el aspecto de su vecino, lo sigue con la mirada hasta que desaparece. La luz corta el cubo de escaleras y descubre el apartamento de Josephine limitado por la mampara alta. Ella abre la puerta, y entra.
"Debió de asustarte mucho," dijo el hombre.
"¿Qué cosa?"
"Quiero decir, despertar de tu ensueño y encontrarte de pronto con un hombre así".
"No, de ningún modo. Es cierto que su aspecto es inquietante, pero su mirada es limpia y sincera... Casi dulce; como la de un niño asustado".
Ambos quedaron en silencio por un momento, y entonces el hombre lo rompió para decir: "algo sucedió cuando hablabas".
"¿Qué?"
"No lo sabría describir, pero fue como si de repente hubieras empezado a hablar raro, de la forma en la que los libretos de ópera cuentan las cosas".

(Continuará)

domingo, abril 20, 2008

Amores y vida de la hermosa Josephine

Que diras-tu ce soir, pauvre âme solitaire,
Que diras-tu, mon coeur, coeur autrefois flétri,
À la très belle, à la très bonne, à la très chère,
Dont le regard divin t'a soudain refleuri?

Baudelaire


I El hombre del café

"Sería difícil. Sería hermoso. Y doloroso".
La hermosa Josephine calló apenas dichas esas palabras, y en sus maravillosos ojos claros pude ver los recuerdos y la sabiduría de cientos de años a pesar de que, como todos aquellos que llegan al Gabinete en busca de reposo, Josephine lucía el aspecto de plenitud alcanzado en sus mejores días sobre la tierra. Yo, como lo he mencionado varias veces, soy el único personaje que envejece todavía dentro de esas sagradas paredes dedicadas al verdadero conocimiento, y mi presencia ahí se justifica solamente por mi disposición a observar y ser testigo -el único viviente- de todo lo que ahí ocurre. Testigo y nada más, porque mis pocos años y la limitación de mi entendimiento me previenen de entender a plenitud el significado de las palabras que escucho, las cosas que veo y las sensaciones que a cada visita me dejan azorado y temeroso, apenas decidido a regresar. El permiso que del gran señor de la tierra he recibido de escuchar a las almas de los que se han ido tiene esa única condición: que sea un fiel narrador de sus historias.
"Será casi como volver, y vivirlo todo una vez más". Y luego: "lo haría felizmente, aunque la ilusión de andar sobre mis huellas como si fuera la primera vez me haga olvidar que se trata de un camino sin alternativas. ¡Si tan sólo se pudiera alterar la realidad de lo pasado con el poder del recuerdo!"
Le pregunto si hay muchas cosas que le gustaría cambiar.
"No muchas, pero sé que al contemplarlas me sonrojaría, y quizá no tomases en serio mis palabras, aunque el recuerdo perfecto que me da el abismo me atormentase con profundo dolor". Cerca de mí, el Profesor Thinmar finge concentrarse en limpiar sus espejuelos, en tanto que el perverso Georg, mi fiel guardaespaldas, camina de un lado a otro del Gabinete, atento al movimiento de las sombras. "A eso le temo, y a nada más".
La mujer entonces inclina la cabeza lentamente. Medita. Tras unos cuantos segundos de silencio que nadie osa interrumpir vuelve a mirarme sin decir nada, y puedo darme cuenta de que el iris de sus ojos muda suavemente de color, y de un castaño azulado se torna gris claro, como el de las nubes en el cielo cuando apenas ha cesado de llover. ¡Qué ojos tan perfectamente bellos! Pienso, y ella sonríe de inmediato como si me hubiera escuchado.
En ese momento supe que la había persuadido a contarme su vida, y crucé con el profesor una mirada de inteligencia que no pasó desapercibida a la jovencita. En efecto, sabía sonrojarse, y era tal el poder de sus mejillas encendidas, que provocaba en quienes la veíamos aun más embarazo y turbación que el que las había coloreado primeramente.
Hasta mañana, pues; dije, y nos levantamos para besar la mano blanca y pequeña de Josephine antes de marcharnos.

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La conocí una tarde en la que leía acerca de la misericordia en la inacabable biblioteca del Gabinete. Sentí su presencia cruzando frente a mí, pero no pude verla del todo sino hasta que hubo llegado al ventanal. Ahí se recargó para mirar llover sobre la tierra mientras se pasaba distraídamente la mano por sus cabellos color avellana. Llevaba un vestido estampado con flores, de generoso escote en la espalda y cuyas faldas llegaban apenas a las rodillas. Como a menudo los visitantes son atraídos al Gabinete por el sonido que en mi mente producen las palabras que leo, supuse que probablemente a la recién llegada le gustaría seguir escuchando ese libro en particular. No obstante, en cuanto me dispuse a continuar leyendo, apareció a mis espaldas la figura de un hombre joven y algo robusto que se acercó a Josephine como si deseara hablarle, pero sin atreverse a hacerlo. Jugueteaba con extraña pericia con un objeto que balanceaba en sus manos, y pasaron varios segundos antes de que me diera cuenta de que se trataba de una cámara fotográfica. Varias veces intentó el hombre pronunciar una primera palabra, y otras tantas vaciló y se quedó callado, suspirando profundamente. Al final, Josephine se volvió, se acercó al hombre para decirle algo en voz tan baja que no pude entenderlo; negó con la cabeza y lo besó suavemente en la boca antes de salir por una de las puertas que dan al mundo.
No fue sino hasta entonces que el hombre reparó en mi presencia, y como suele ocurrir en esos casos, tardó un poco en reconocerme. Se llamaba Sebastián, y dijo que había encontrado a Josephine muchos años atrás, en un café de la Avenida Central. No había sido ese un buen día para él, pues después de muchas horas de caminar por el centro de la ciudad no había logrado encontrar nada que mereciera ser fotografiado. Los minutos corrían, y antes de la una de la mañana tenía que entregar a la redacción la llamada Imagen del Día, una composición que mostrara un aspecto relevante de la urbe; toma de oportunidad que sorprendiera a los lectores, o los conmoviera con el mero poder de de la línea, sin pie de foto que la explicara o diera razón de su origen. Poca cosa para él, si se considera su ojo despierto y el talento inexplicable para encontrarle sentido a la luz con el que había nacido. Por eso había entrado al café, porque necesitaba pensar. Eso -pensar- era raro él, un hombre de sentimientos y de intuiciones que hasta ahora habían fallado.
O quizá no.
La barra estaba desierta, y Sebastián ordenó su café a una mesera cansada y que lucía los ojos abandonados de quienes ven más tiempo hacia adentro que hacia afuera de si mismos la cual, sin embargo, se mostró amable y hasta un tanto interesada en la presencia de ese muchacho con aire de extranjero que no dejaba de acariciar amorosamente una cámara fotográfica.
Sebastián no supo en qué momento llegó Josephine a sentarse apenas a un par de lugares de distancia, cuando había tantas mesas disponibles y los bancos de esa barra eran altos e incómodos para una dama. Probablemente, se dijo el fotógrafo, quiere dejar claro que no espera a nadie. Esa idea lo entusiasmó, y observó a la recién llegada aprovechando que podían verse de frente en el largo espejo que cubría la pared detrás de los meseros, y que ella se había concentrado un momento en leer el menú del café. Contempló su talle menudo, dibujado con sinuosa fantasía por la mano de un creador amante de lo bello; sus hombros blancos, sus brazos suaves y elegantes, el cabello largo hasta los hombros que, coquetamente recogido, dejaba ver dos pequeñas orejitas como dos conchitas de mar. Hubiese podido dar cuenta de más, pues los tesoros de la hermosa Josephine parecen no tener fin, de no ser porque en ese momento la joven se distrajo un momento del menú, y le dedicó al fotógrafo una mirada en la cual le pedía que la dejara ordenar en paz. No fue la última vez, empero, que sus miradas se cruzaron, porque aun después de que la mesera, quien se había despabilado al advertir el comienzo de un duelo, les sirviera la cena, Sebastián no dejo de buscar la mirada de Josephine insistentemente, tratando de llamar su atención. Inútilmente, por cuanto Josephine no se ocupaba de otra cosa que no fuera su comida, y si acaso caía sin querer en el juego de las miradas que su compañero de barra le proponía, sus ojos se mantenían cruelmente vacíos e inexpresivos, sin siquiera un reproche hacia su admirador. Era como si el banco de Sebastián estuviera desocupado, y en el espejo buscase un punto indefinido al fondo del café.
A Sebastián le quedó claro entonces que a nada iba a llegar con esas maniobras, y se decidió a actuar. Le costó trabajo, pues muchas razones se le vinieron a la mente para quedarse quieto en donde se encontraba, sin molestar a nadie. La primera de ellas era que la mujer aun no terminaba su cena, pero el fotógrafo temía que, en cuanto terminara, ella se iría de inmediato. Por otra parte era casi seguro que, de acercarse, iba a ser rechazado de todos modos, porque la mirada de la joven lo había considerado como algo que simplemente no existía, y cuando las cosas que no existen se materializan para dirigirse a una mujer, ésta casi siempre se siente insultada. La última razón para no acercarse, pues, se la dio la mujer misma cuando, quizá adivinando sus intenciones, puso en sus ojos claros una señal luminosa e inequívoca que decía "no te acerques".
No obstante, para ese momento la necesidad de hablarle era para Sebastián cruelmente insoportable, y aunque esa mujer le apuntara con un arma para impedirle abordarla, eso no iba a detenerlo. A fin de cuentas, no tenía sino que pronunciar sus famosas “palabras para comenzar una conquista”, palabras infalibles, las cuales impedían prácticamente cualquier reacción de rechazo por parte de cualquier mujer, y para pronunciarlas no era necesario sino moverse un asiento hacia su izquierda. El problema fue que justo en ese instante el asiento dejó de estar vacío, y una mujer mayor en todo sentido, de unos sesenta años, lo ocupó con su cuerpo enorme que amenazaba con desbordarse a los lados del banco. Y es que, absorto en la belleza de la mujer, Sebastián no se había dado cuenta de que los viandandantes, salidos quizá de los cines al anochecer, habían entrado sin parar al café hasta llenarlo por completo. Ese asiento de la barra y el otro a su lado eran los únicos que faltaban por ocuparse y para su horror, Sebastián vio que hasta ese último lugar era tomado por otra señora semejante a la primera, y amiga de ella a lo que parecía, pues de inmediato comenzaron a sostener una conversación sobre el hambre que tenían, y lo rico que podía ordenarse del menú, a veces por enfrente de del fotógrafo, a veces a sus espaldas. Éste comenzó a pensar que realmente no existía.
Por los menos hasta que las ancianas hubieron ordenado, porque entonces sí que se fijaron en él; lo saludaron y se disculparon por la molestia que ambas deberían de estarle causando. Le dijeron que se parecía mucho a un sobrino suyo, pues ambas eran hermanas y lo parecían si uno se fijaba lo suficiente, un sobrino que mucho querían, pero que había muerto hacía un par de años a causa del cáncer que le había pegado en los pulmones, pues por más que le habían dicho a su sobrino -una y otra vez se lo dijeron- que dejara de fumar, él no les había hecho caso. Sebastián escuchaba, respetuoso, a veces interesado en la suerte del sobrino, sonriendo a veces cuando alguna de ellas mencionaba un detalle curioso. ¡Y cómo lo extrañaban! Murió soltero a los 35 años, y siempre estaba atento para consolarlas en sus soledades, que eran muchas y muy crueles a veces. Ahora se tenían nada más la una a la otra, y eso, la verdad, no era tener mucho.
Ambas mujeres suspiraron casi al mismo tiempo, y Sebastián iba a aprovechar la pausa para levantarse y cederle su asiento a la tía de la izquierda, para así quedar junto a la hermosa jovencita, quien ya pedía la cuenta para irse sin más. Pero la matrona le dijo que no era necesario, que no se tomara la molestia: habría que mover los platos de lugar y, además, la pasaban muy bien con él enmedio de ambas.
Para su pequeña aventura amorosa era el fin. O quizá no.
Porque cuando miró al espejo para buscar por última vez los ojos de Josephine, sin engañarse ahora respecto a lo vano de su intento, sucedió un pequeño milagro; y es que la hermosa no solamente lo estaba viendo, directamente y con ojos muy abiertos y extrañamente felices, sino que le sonrió -primero- y luego le dedicó una musical y suave carcajada que por un instante provocó que el vidrio de las copas vibrara alegremente. Entonces, Sebastián tuvo la certeza de qué era aquello que deseaba fotografiar. Repentinamente había sentido el deseo de que toda la ciudad, el país entero compartiera con él la felicidad que esa imagen le provocaba, e instintivamente sacó su cámara. Sin necesidad de quitar la vista de su encuadre -una toma sin flash en el espejo, con la sorda muchedumbre de fondo y el rostro maravilloso de Josephine en primer plano- maniobró los controles del obturador con pasmosa habilidad. Listo para disparar levantó la cámara, pero Josephine se había movido. Salía ya por la puerta y comenzaba a caminar por la calle sin dejar de sonreírle al fotógrafo a través de los ventanales.
Perdidamente enamorado de su visión, Sebastián dejó un billete sobre la barra, se disculpó con las ancianas que le habían regalado la confianza de su tema, y salió desde luego en su persecución. Iba feliz, pero desconsolado al mismo tiempo al saber lo difícil que es repetir lo espontáneo. Con todo, recobró la esperanza al ver que la jovencita entraba en un zaguán cercano, y luego a un modesto departamento, dejando detrás de ella las puertas abiertas.
Sebastián se halló finalmente en una estancia en penumbras, llena del perfume de Josephine oloroso a manzana. La silueta de un gato serpenteó por la alfombra, se acercó al fotógrafo y lo miró con ojos que parecían resplandecer con luz propia. Desconcertado, aquél retrocedía un par de pasos, más temeroso del perfume de mujer que de la mirada del felino cuando la voz de campanas, que ahora sonaba como el murmullo de una playa, dijo:
"¡Merlín!".
Las luces se encendieron y el gato se hizo a un lado. Sebastián levantó la cámara una vez más para retratar a Josephine, que se acercaba, pero ésta le puso la mano sobre el pecho con suavidad, y mientras lo empujaba lentamente hacia la puerta lo besó en la boca, con labios lánguidos y entreabiertos, en lo que para Sebastián sería un breve minuto de dicha inasible y eternamente irrepetible.
"No; aun no estoy lista", dijo ella, sin aclarar si se refería a dejarse fotografiar, o a lo que después de ese beso, en esa estancia, podría ocurrir. "Cuando lo esté, te lo diré". Y cerró la puerta.

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El fotógrafo se fue al terminar su relato. Parecía creer que no había sido una casualidad el que encontrara a Josephine esa tarde, en el café; y mucho menos lo era el haberla visto de nuevo tantos años después, en los pasillos del Gabinete, con el corazón lleno de las certezas que da el final de la propia vida. Probablemente su historia no había terminado, y ahora era el momento de capturar por fin ese rostro mágico que permanecía en su memoria aun detrás del velo. Callé, callé a pesar de ignorar entonces lo que ahora sé. Es decir, que incontables almas sienten exactamente lo mismo al ver a la hermosa Josephine.
"¿Le preguntará, licenciado?" Masculló a mis espaldas el perverso Georg cuando hube referido la historia de Sebastián, en el cansado pero feliz camino que viene de Quiroga.
“¿Preguntar qué?”
“Para qué cosa no estaba lista”.
No dije nada. Georg es así: a pesar de vivir rodeado de hermosas amantes ignora que pocas cosas, de todas las que dicen las mujeres, tienen explicación.

(Tarímbaro, 20 de abril de 2007)

domingo, abril 13, 2008

Las razones del olvido (cuarta parte)

VII

A la semana siguiente esperaba con ansiedad, como es natural, las noticias que desde Varsovia habrían de llegarme acerca del concierto de Lagrange en aquella ciudad. Desde mi punto de vista el avance logrado había sido muy grande, por mucho que al final de nuestra última sesión el maestro se sintiese catastróficamente confundido. Le había ordenado que saliese de su trance con un recuerdo fiel y perfecto de todas las cosas que había podido recordar bajo la hipnosis y, al hacerlo, lo confronté con dos versiones opuestas de su pasado ocurriendo, si se quiere, a un mismo instante: aquella que recordaba en su estado consciente, y la que la hipnosis le había revelado o, en otras palabras, la que muy probablemente había ocurrido en la realidad. La perturbadora visión de Jacob mostrándole por primera vez en su vida un violín fue quizá la más terrible de todas pues, como ya se ha dicho, el violinista recordaba sin ninguna duda que había sido el banquero Flimt quien había descubierto sus habilidades musicales. Lo recordaba como un hombre maduro, casi anciano, quien una tarde de otoño lo llevó por los inmensos pasillos de su mansión hasta un estudio en penumbras, de altas paredes cubiertas de libros que parecían de tan colmadas venirse abajo a cada momento. Ahí, el banquero abrió una gaveta de madera, sacando un estuche pequeño y de apariencia muy antigua. En el estuche estaba el pequeño violín que habría de ser su primer instrumento. Se trataba de una reliquia de altísimo valor con la que, tras unos pocos meses de estudio, había comenzado a dominar algunas de las más brillantes piezas del repertorio. O por lo menos eso era lo que él creía recordar a la perfección.
La crónica de su presentación me llegó, curiosamente, en una mañana nublada de miércoles, semejante a esa en la que nos conocimos. Amenazaba lluvia, y la terrible cruda del doctor Santuzzi lo obligaba a hacer frecuentes viajes al inodoro, en donde trataba de desahogar las espantosas bascas con las que su estómago devastado lo torturaba. A pesar de todo ello, me senté sonriendo en mi sillón y abrí la gaceta para poder leer la que yo esperaba brillante crónica de una noche perfecta.
Lo que leí, sin embargo, hizo que me pusiera de pie estrujando el papel en mis manos, como si el mensajero tuviese la culpa de las malas noticias contenidas en el mensaje. Según la nota, el gran Lagrange había entrado al escenario -en el que tenía que tocar el concierto de Tchaikovsky- con paso vacilante y el rostro descompuesto por una profunda, si bien indescriptible emoción. Sudaba, se tambaleaba, y durante la larga introducción del primer movimiento rompió a llorar amargamente, sin dejar de hacerlo a ratos durante el resto de la interpretación la cual fue, por decirlo de modo amable, muy amanerada y extraña. Si bien las vacilaciones y la preocupación mostrada por Lagrange en sus últimos conciertos había casi desaparecido; su sonido era a momentos estridente y sus frases erráticas y neuróticas, plagadas de resoluciones inesperadas, llenas de resentimiento y humor negro. Al final de la obra el público se hallaba desconcertado. Aplaudía con vacilación, temiendo quizá que el artista se hallara bajo los efectos de alguna droga, pues pasaban los segundos y él no parecía responder en absoluto a los estímulos que lo rodeaban. No agradeció los aplausos, ni tampoco hizo caso cuando el director de la orquesta le hizo la señal para que ambos abandonaran la escena. Solamente después de un par de minutos el director lo tomó del brazo, y entonces el violinista pareció despertar de un ensueño y lo siguió, sin despedirse ni de la orquesta ni del público que había dejado de aplaudir, enmedio de un tenso silencio.
Como si la noticia de la debacle no fuese lo suficientemente devastadora, al final de la nota el crítico informaba que, de acuerdo con rumores que corrían en el medio musical europeo, el maestro Lagrange padecía de frecuentes crisis emocionales desde que era tratado por un cierto doctor Hass, residente en Frankfurt.


VIII

Batallaba para comprender la inesperada y complicada situación cuando Santuzzi, con el rostro pálido y descompuesto de los que quisieran verse libres a toda costa de la impedimenta de sí mismos, se asomó a mi consultorio y anunció con voz entrecortada por las bascas:
"El maestro... Friedrich Lagrange".
Si el semblante de mi ayudante, el doctor Santuzzi, era semejante al de un difunto; el de Lagrange era definitivamente el de un ser fuera de este mundo. La única parte del mismo que reflejaba algo de vida eran sus ojos, y aun aquellos se perdían, divagaban sin permitirse reposo ni atención en nada. Se recostó lentamente y sin decir palabra en el diván, y le dije que su visita era una gran sorpresa, dado que ni siquiera sabíamos que se encontraba en la ciudad. No obstante, el maestro continuó en silencio unos minutos más, los cuales dejé pasar respetuosamente, seguro de que tarde o temprano mi paciente recobraría el control de sus pensamientos.
"¡Maldita sea!" Dijo al fin.
"Ha tenido otro sueño ¿no es así?" Aventuré.
"Sí -contestó- pero ahora fue todo muy diferente. Estoy asustado, porque siento que no soy capaz de controlar lo que siento, lo que recuerdo y mucho menos las cosas terribles que veo en las noches". Lagrange jadeaba, sudaba profusamente al hablar.
"Hábleme usted del sueño".
"Me encuentro en la misma gira, en el mismo hotel, con los mismos sirvientes que no son otra cosa que los viejos amigos de la cuadra, incluyendo -ahora lo sé- a los que me golpeaban hasta que Jacob comenzó a defenderme, y a ver por mí. Lo primero que me llama la atención es que Jacob no aparece por ninguna parte. Lo espero en vano, y finalmente tengo que prepararme yo mismo para el concierto. Me visto y salgo rumbo a la sala. Ahí, como es usual en esas pesadillas, los muchachos se han transformado en tramoyistas y ayudantes de sala. Al entrar al escenario escucho los aplausos, la luz me sigue hasta mi sitial y descubro con agrado la sala llena y al banquero Flimt en el podio del director, listo para comenzar a tocar uno de mis conciertos favoritos. No recordaba que era el banquero Flimt el director, y sin embargo me parece que eso, como las demás cosas que ahora recuerdo ocurrió siempre en esos sueños sin que al despertar me diese cuenta. En fin. La orquesta comienza con la introducción, y entonces miro mis manos para descubrir que en ellas tengo mi violín. Ya no despierto presa de la desesperación por verme obligado a tocar un instrumento desconocido frente a la sala llena; puedo tocar y hacerlo a la perfección, me digo en ese momento lleno de felicidad, y entonces sigo soñando... y recordando".
“¿Quiere decir que ahora recuerda lo que sucede después de que descubre que el instrumento desconocido en sus manos? ¿Ese algo que nunca antes había podido recordar al despertar y que sin embargo era parte invariable de la pesadilla?”
“En efecto, aunque con algunos cambios. Inclusive los sueños más absurdos no dejan de tener su lógica”
“¡Y que lo diga!” Le contesto. El maestro, sin embargo, se ha quedado callado de nuevo, siento que lo he perdido una vez más, porque una profunda emoción lo sacude y lo saca de la precaria concentración de momentos antes. Está a punto de comenzar a llorar, y es en ese instante en el que lo tomo del hombro para sacudirlo suavemente. “Siga usted”, lo animo en voz baja.
“Sueño como que toco el concierto presa de un arrebato de gozo. Pocas veces, al estar despierto, soy capaz de abandonarme a la dicha pura que la ejecución musical produce con semejante desparpajo. Verá -explicaba, conmovido- tocar el violín en público es un poco como darse un beso con la amada enfrente de una multitud: nunca se disfruta lo mismo que al hacerlo en la intimidad. La multitud añade emoción, profundidad, sentido y trascendencia a lo que se vive, pero invariablemente se pierde en ello algo de la esencia. En mi sueño no. Quiero decir que era un poco como estar tocando, ebrio de felicidad, en la sala de mi casa, en presencia solamente de los más entrañables amigos, de la mujer adorada. El concierto termina, y yo salgo de la sala en hombros, triunfante y dichoso”.
“Bueno -comenté yo- eso suena como un gran avance en su recuperación”.
“¡Oh, no! Espere, que la felicidad termina al salir del teatro a la calle. En mi sueño, un automóvil me espera para llevarme a una lujosa cena. Como el público, emocionado, me lleva en hombros, me doy cuenta de que en la orilla de la banqueta espera un hombre. Está vestido con harapos tan sucios que su olor ofende aun a varios metros, lleva unas muletas, por lo que se entiende que se encuentra incapacitado para trabajar, y pide limosna a los que salen de la sala, aunque nadie parece ocuparse de su desgracia; le hacen a un lado de mal modo, un hombre lo empuja, y cae en un charco lodoso cerca del auto en el que debo partir.
A mi no me parece justo el maltrato que el pobre inválido o mendigo recibe, y me acerco con la intención de darle limosna. Mi terror no conoce límites cuando me doy cuenta de que se trata de Jacob. Es mi viejo amigo Jacob, que me mira con profundo resentimiento. Por alguna razón siento que debo pedirle perdón, pero no sé por qué, y en la pesadilla pienso, o le digo, que de eso no estoy muy seguro, que si supiera el por qué debo hacerlo, le pediría perdón de todo corazón. Pero según eso no lo sé, y por eso comienzo a llorar, sin que los ojos llenos de reproche de Jacob se aparten de mí. Se me pegan como algo muy espeso y viscoso, su mirada me oprime y me persigue sin que sea capaz de apartarla, ni lavármela en la tina, ni quitármela de ningún otro modo. No lo soporto, doctor. Durante el concierto no pude dejar de sentir esa mirada, que me importó más que ver la sala medio vacía y el público indiferente a mi tragedia. Al terminar mi actuación llamé a mi representante para que cancelara mis próximos compromisos, pidiéndole que buscara a Jacob en dondequiera que se encontrara, pero hasta el momento no ha tenido éxito. Además, ya puede usted imaginarse las reacciones a mi decisión: mi representante se siente traicionado, mis acreedores amenazan con embargarme y los empresarios con demandarme, pero simplemente no puedo seguir así. Mi carrera se está yendo al demonio con cada actuación y, de seguir así, pronto no habrá nadie que arriesgue siquiera un centavo por mí”.
Sorprendido de sí mismo, quizá, por haber logrado ensartar tan largo discurso, Lagrange calló.
“Y ¿para qué busca usted a Jacob, si puede saberse?” Pregunté afectando calma. El maestro pareció no entender mi pregunta. Se mostró sorprendido y defraudado por ella.
“¡Cómo! ¿Pero es que no comprende que tengo asuntos muy importantes que arreglar con él? Eso es precisamente lo que me está destruyendo por dentro”.
“Posiblemente -concedí- pero hasta que no sepamos cuales son, usted no va a saber qué decir o, en este caso, de qué debe disculparse. Dejemos que su pasado nos lo diga. ¿Está de acuerdo?” Y sin esperar su respuesta le dije: “ahora le suplico que se relaje, voy a hipnotizarlo”.


IX

"Dígame, ¿qué ve?"
Lagrange, duda. Se inquieta.
"Estoy en el estudio de mi primer maestro. No recuerdo su nombre, aunque me parece que es Hoffmann. Se trata de un hombre mayor, que usa la barba a la moda de principios de siglo, lo estimo mucho porque sabe todo lo que hay que saber sobre el instrumento y lo enseña con liberalidad, con el criterio perfecto de quien reconoce lo que cada alumno requiere en un momento dado. Su estudio es muy bello, también; de alto techo y alfombras de diseños fantasiosos. Las paredes están cubiertas con libreros llenos de partituras y libros sobre música. Por una gran ventana entra el sol fuerte del verano. Hace calor. Solamente estamos el maestro, yo y otro alumno que es el que toma clase. Debo tener ocho años. Tengo miedo..."
"¿Por qué tiene miedo?"
"No sé. Creo... Creo que no tengo preparada la lección de hoy. No me sucede a menudo. De hecho es la primera vez que me sucede. No es agradable. De alguna manera sé que Hoffmann no tolera la indisciplina; ya le ha sucedido antes a otros y los ha humillado; los ha corrido de la clase. Es mi turno. Estoy a punto de comenzar a tocar, seguro de que mi maestro se va a dar cuenta de inmediato de mi falta. Jacob entra. Jacob. No entiendo qué es lo que está haciendo aquí... Se acerca a Hoffmann, le dice que mi primo Xavier está muy grave. Yo no tengo ningún primo Xavier, pero no lo digo. Ahora sé de qué se trata todo. Le dice que me llama, que desea verme antes de morir, que debo acudir de inmediato a su lecho de muerte. Yo sigo callado, sin decir nada. Miro a Jacob sin ni siquiera acertar a ponerme triste para por lo menos hacer más creíble su farsa. Hoffmann me mira con compasión. Me dice que guarde mi violín y vaya de inmediato, que no me preocupe, pues cualquier otro día puede reponerme la clase con mucho gusto. Mi alivio es enorme. Jacob me acaba de salvar la vida. Vamos a salir, pero Jacob se detiene de repente. Olvida algo importante, y Hoffmann se lo recuerda con la mirada. Su mirada parece decir: ¿no se te olvida algo? Jacob se lleva la mano al chaleco y saca un sobre blanco rotulado con hermosas letras negras. Adentro debe de haber dinero, y mucho, a juzgar por lo abultado del sobre. Siento vergüenza..."
"¿Por qué?"
"No lo sé, pero estoy seguro de que tiene que ver con el sobre".
"Posiblemente se trata de la paga del maestro, de sus honorarios".
"No lo sé. Jacob no estudia con Hoffmann, quería estudiar con él, pero el maestro no lo aceptó en clase. Jacob estudia violín en el Liceo, que no debe ser tan caro como el estudio de alguien como Hoffmann. Por eso su padre puede ayudarme y pagar mis lecciones con él. Pero siento vergüenza. No puedo evitarlo. Debería de estar agradecido, pero lo único que puedo sentir es un deseo insoportable de desaparecer, de ser tragado por la tierra. De morir..."


X

Las sesiones se hacen más frecuentes, Lagrange poco a poco acepta su pasado como algo que tiene que ser descubierto, como si se tratara del biógrafo de sí mismo y buscara en fuentes recién halladas los detalles de una vida hasta entonces desconocidos.
"Yo no recordaba al padre de Jacob -me dijo después de una sesión- y verlo de nuevo me a provocado, sin embargo, los sentimientos más contradictorios. Entre ellos el miedo, el respeto, la vergüenza y hasta el rechazo. No sabía que era tan importante para mí, o mejor dicho, tan trascendente. Hasta hoy, yo había dado todo el crédito al banquero Flimt, porque recuerdo muy bien el momento en el que me rescató de la vida en la calle. Yo vivía, ¿sabe? de bolear zapatos en las cercanías de la estación de trenes. El banquero Flimt pasaba a menudo por ahí al dirigirse a su trabajo, y casi siempre se detenía para que le lustrara el calzado. De algún modo, no recuerdo como, se dio cuenta de que la música se me daba fácil. No sé; yo supongo que me escuchó silbar una canción, o quizá la manera rítmica en la que movía las manos al trabajar... No sé... Siempre he pensado que pudo ser algo como eso. Un día me dijo: "ven a mi casa. No temas. Solamente deseo mostrarte algo". Y fue entonces que me llevó a su maravilloso estudio, cuando me dio ese pequeño violín... Y es que el banquero Flimt tenía un hijo que tocaba el violín. Ese hijo era muy talentoso y tocaba muy bien, pero un día se enfermó de gravedad, y ni siquiera el inmenso poder y la enorme riqueza del banquero fueron suficientes para evitar que muriera..."
Lagrange callaba, recordando, según eso, y luego decía:
"Posiblemente fue eso. No tanto que viera en mí algún talento particular, sino que simplemente me parecía mucho a su hijo. Le recordaba a su hijo muerto de alguna manera, y por eso me puso como maestro al mejor que vivía en Europa en aquél entonces, es decir, el prof. Hoffmann. De ningún otro modo podría haber estudiado con él, aunque fuera nada más un año, o dos, pues el banquero Flimt decidió al poco tiempo terminar las lecciones con Hoffmann, y enviarme al Mozarteum, de donde salí ya prodigio, ya famoso, a recorrer las grandes ciudades del mundo. La verdad, doctor; le digo que pronto tendremos que terminar con estas sesiones. Los sueños que tengo durante ellas son muy ilustrativos, y juegan elaboradamente con los vagos recuerdos que conservo de la infancia, pero, honestamente, me sería imposible comprender la vida de otro modo al que verdaderamente sucedió, o sea, como lo he recordado siempre".
Le contesté a Lagrange que, en efecto, no la estaba comprendiendo.
"¿perdón?" Inquirió, a pesar de que había escuchado lo que dije perfectamente. Yo guardé silencio. Dos días antes había estado de visita -en secreto, se entiende- en la casa del banquero Flimt. El banquero había muerto tres años antes, lo cual era hecho de todos conocido, y sus hijos -pues conocí a dos- fueron tan gentiles como para cederme algo de tiempo y hablar sobre Lagrange. Me dijeron lo poco que recordaban, pues Lagrange no fue nunca más importante que el resto de los muchos estudiantes cuyos estudios Flimt financiaba. Me mostraron los documentos que demostraban que el banquero jamás hizo pagos al prof. Hoffmann, y solamente constaban en libros los pagos correspondientes al Mozarteum de Salzburgo y la pensión alimenticia. Al final del archivo se encontraban algunas cartas de agradecimiento, escritas con intervalos de tres meses casi exactos, en las que Lagrange -con letra juvenil y algunas faltas de ortografía- le daba cuenta de sus avances en un tono de lejano respeto, agradeciéndole que le permitiera continuar con sus estudios por un trimestre más. Había dos cartas escritas durante las vacaciones con el mismo lenguaje oficioso y cortés, sin ningún detalle de familiaridad que sugiriese que ambas personas se habían encontrado alguna vez personalmente. Con ellas Lagrange buscaba agilizar sus trámites de reinscripción y así poder regresar lo antes posible a clases. Había una carta más, la que hizo que todo el tiempo invertido ese día valiera la pena. Mientras la copiaba Otto Flimt, el hijo menor del banquero, me decía que no era esa la manera en la que los becarios de su padre se comportaban usualmente. El banquero les organizaba una cena al terminar los cursos cada año; otra cerca de la navidad y otra más el sábado de gloria, pues muchos de ellos regresaban de todas partes del mundo para tocar la vigilia pascual en la capilla de la familia Flimt. No obstante de haber sido siempre invitado, Lagrange nunca asistió a ninguna de esas cálidas reuniones. Lo que es más, aun después de de terminar sus estudios, de convertirse en solistas de prestigio, maestros destacados o miembros de las mejores orquestas de Europa, los antiguos becarios seguían en contacto con Flimt, ya fuese por carta, o en cortas visitas de cortesía que siempre terminaban en cenas familiares. Lagrange, en cambio, fue descubierto por un empresario poco antes de terminar su último año y, salvo la usual carta de agradecimiento escrita el día de su graduación, no se volvió a saber nada de él en el hogar del banquero, de no ser por lo que se leía en los periódicos, que cada día era más, para satisfacción de Flimt, quien -decía- nunca olvidaba el nombre de aquellos a quienes ayudaba y (en clara referencia a Lagrange) mucho menos de aquellos que lo habían ayudado a él cuando lo había necesitado. El día de la muerte del banquero, una corona de flores llegó a la capilla ardiente. Una de muchas. Era de Lagrange, y la tarjeta que la acompañaba era la única que no contenía un mensaje personal, la única que no estaba escrita a mano y firmada.
"Por lo menos así -se lamentaba Otto- le presentó sus respetos. No esperábamos que se preocupara en absoluto por su muerte".
Me fui de esa casa, abatido y presa de un extraño sentimiento de abandono. En efecto, pensaba, la soledad del artista puede ser más grande y poderosa que ninguna otra. Lo sabía desde antes de llegar a casa de los Flimt, como también sabia, o suponía, por lo menos que, ciertamente, el banquero nunca lamentó la perdida de un hijo, y ni Otto, ni su hermano mayor se acercaron nunca, a pesar de las súplicas de su padre, a ningún instrumento musical.

XI

Después de varias noches sin soñar nada, Friedrich Lagrange se sentía poco menos que completamente curado, y como es usual en esos casos, deseaba abandonar la terapia con la intención de reanudar cuanto antes posible su carrera musical. Fueron inútiles mis esfuerzos por convencerlo que lo suyo era una pequeña mejoría, temporal casi siempre, la cual nos indicaba que habíamos tomado el camino correcto en un trabajo que apenas empezaba.
"Usted es un buen analista, Hass, pero me han advertido de profesionales que mantienen a sus pacientes atados al diván por años enteros con la idea esa de que la terapia apenas empieza. Probablemente tenga usted razón, pero la idea original de venir a verlo era la de salvar mi carrera de un desastre inminente; lo único que deseaba era dejar de tener esos sueños malditos, o que por lo menos dejaran de atormentarme en el momento de entrar al escenario".
Yo le dije que aquí se trataba de algo más que salvar una carrera; que a veces la cordura misma es la que está en juego; pero ya se sabe que para los artistas la carrera es lo único que importa en el mundo. Lo que había logrado encontrar durante la terapia parecía estar de acuerdo con esa imagen.
"Pero de seguir así, en este retiro inexplicable para los empresarios y para el público, todo se va ir al demonio de todos modos y voy a ser un hombre sano, quizá, pero sin trabajo, y entonces tendré que entrar de nuevo a terapia por esa razón".
Yo no tuve ánimos de detenerlo, y de seguro no hubiese podido hacerlo de cualquier modo. No era, como dije, la primera vez que escuchaba palabras como esas. En ocasiones, inclusive, el paciente resultaba estar verdaderamente curado, y dejarlo ir era la mejor forma de estar seguro.
"Le mandaré entradas para el primer concierto que reciba", fueron sus palabras al despedirse.


Epílogo

Sucedió que un día del mes siguiente amaneció nublado. Debe de haber sido un miércoles, porque me encontraba conversando con el doctor Santuzzi de cosas sin importancia, pero él me escuchaba con la mirada perdida de aquellos quienes no pueden sufrir más. Callaba todo el tiempo. Cerraba los ojos para evitar que la habitación siguiese dando vueltas a su alrededor. De buena gana lo hubiese invitado a recostarse en el diván, pero de alguna manera tenía que mostrar mi desaprobación en lo tocante a esas espantosas borracheras de los martes. Si de eso se tratara, simplemente le diría a Santuzzi que no asistiera al consultorio esos días terribles, pero desgraciadamente para él, de toda la semana, el miércoles era el único día que dedico a la consulta, y su presencia es indispensable. Ahora que lo pienso, hasta es probable que Santuzzi amaneciera así también el resto de la semana, y que yo no me diera cuenta por encontrarme todo el tiempo dando clase en los demás edificios de la facultad. No lo sé, y nunca lo sabré, porque al momento de escribir estas memorias conmemoramos el tercer aniversario de su muerte. Fue un gran asistente, muy a pesar de sus malsanas aficiones. Realmente lo echo de menos.
Decía yo que ese miércoles, Santuzzi me escuchaba hablar de cosas sin importancia cuando repentinamente sonó el teléfono, cuyo timbre taladró el cerebro de mi asistente amenazando con hacerlo estallar. Contestó de inmediato, y para mi sorpresa -mi asistente tiene otra línea para sus llamadas privadas- comenzó a hablar en italiano.
“Es para usted”, me dijo. Su rostro mostraba extrañeza y enojo, dirigido ahora a quienquiera que estuviese al otro lado de la línea. “Y, ¿quién es?” Le pregunté.
“La policía de Milán”.
¡Milán! me dije en voz baja, sorprendido. En realidad, no era preciso que nadie me dijera de qué se trataba la llamada. Milán había sido la sede del último concierto del gran Lagrange, y fuera de eso, nada había que me relacionara con esa ciudad, pues aun Santuzzi era romano, e incapaz de hacerle daño a nadie. Él mismo levantó otro aparato en la habitación contigua, y ofició amablemente como traductor.

Era sobre Lagrange, en efecto.

Se hallaba detenido, acusado de asesinar a un hombre al que llamaba insistentemente Jacob Proost, a pesar de que la identidad del muerto había sido confirmada como la de Rocco Santangelo, vagabundo. El agente sabía, a causa de las muchas notas de prensa que lo mencionaron, que el maestro había estado bajo tratamiento conmigo, y deseaba (aunque no era legalmente necesario) pedir mi parecer antes de someterlo a un examen psicológico, pues todo parecía indicar que había enloquecido.
La historia en pocas palabras era la siguiente: los conciertos de Praga y Estocolmo habían sido para Lagrange dos sonoros triunfos que nos llenaron de esperanza. El gran violinista se mostró seguro, apasionado y desplegó de nuevo sus viejas dotes de súpervirtuoso. Lagrange estaba de regreso. Había salvado su carrera.
O eso pensábamos; pues en Milán, sin causa aparente, el carácter del maestro se descompuso violentamente. Al despertar la mañana de su concierto ordenó que se le llevara el desayuno a su cama del hotel, un desayuno, por cierto, inusualmente abundante, pero al recibirlo se levantó fuera de sí, y arrojó toda la comida a la pared en un arrebato de rabia incontrolable. El gerente, enemigo de los escándalos, calló el hecho, y con la ayuda del agente del violinista lograron calmarlo un poco y prepararlo para la actuación de la noche, si bien no dejó de padecer en ningún momento una profunda y mal disimulada agitación. Era evidente que había tenido otra terrible pesadilla durante la noche, y su miedo a recordarla en el escenario había regresado; y es muy probable que sus temores se realizaran, porque en el concierto Lagrange tuvo severas fallas de memoria que le impidieron concentrarse en la música, al grado de terminar su actuación con el rostro rojo por la furia y la impotencia; como si a duras penas reprimiera el imperioso deseo de tomar el violín y romperlo en pedazos para luego salir corriendo. La sala se hallaba como a él le gustaba: llena hasta la última localidad. Al terminar, Lagrange abandonó el teatro sin ceremonia por la puerta de atrás, y comenzó a caminar con su agente por el callejón. Iban en silencio. El artista tenía los ojos encendidos e insomnes de los dementes, y mascullaba palabras que su agente no lograba entender. En una esquina apareció Santangelo, un mendigo conocido en el vecindario por su afición a cantar por las noches, sobre todo cuando en la basura lograba encontrar un poco de pan sin enmohecer. Sin nada que pusiera en alerta a su agente, Lagrange se lanzó sobre el mendigo, le arrebató su bastón y comenzó a golpearlo violentamente en la cabeza hasta matarlo. Lagrange le gritaba, llorando, ¡¡Jacob!! ¡¡Maldito!! ¡¡Perdóname!! ¡¡Perdóname!! Siguiendo el ritmo de sus propios golpes. Cuando por fin un carabinieri logró apartarlo de su víctima ensangrentada, Lagrange se movió con rapidez felina y logró arrebatarle su pistola. De inmediato, y con pericia insospechada, le quitó el seguro, la apunto a su cabeza y disparó. No obstante, el maestro tuvo muy buena o muy mala suerte, según como cada quien quiera pensar, pues el agente había limpiado su arma unas horas antes, y no tenía tiro en la recámara.
Le dije al agente de la Questura que iría de inmediato, en cuanto pidiese en la Universidad el permiso correspondiente. El agente me repitió una y otra vez que tal cosa no era necesaria; que el asunto se convertiría pronto en un escándalo internacional, y no me convenía verme involucrado. No obstante, me parecía que era mi deber encontrarme junto a Lagrange, a pesar de que al abandonar mi tratamiento no era ya más mi paciente. Fue Santuzzi, entonces, quien me hizo ver la inconveniencia de agregar mi presencia a la multitud de imágenes irritantes que desestabilizaban a Lagrange en ese momento. Mi sola presencia en su prisión sería un claro reproche a su necedad de suspender las sesiones pese a mis advertencias, y bastaría con aportar a su nuevo psiquiatra toda la información que me solicitara. Dicho psiquiatra, un tal doctor Fromm, fue quien recibió la publicidad -no toda ella negativa- del caso policial.
Cuando la conversación telefónica hubo terminado me quedé un rato en silencio. Santuzzi me miraba, compasivo. Al parecer, su resaca le había dado unos minutos de tregua, y me preguntó sobre lo que pensaba sobre el asunto. Para contestarle, saqué de mi bolsillo la carta que había copiado en casa de los Flimt, la misma que el banquero guardaba junto con las escritas por Lagrange durante sus estudios. Ésta, sin embargo, no había sido escrita por el talentoso alumno, sino por Hans Troost, el padre de Jacob, el amigo estudiante de violín de Lagrange, quien había sido el verdadero descubridor de su talento. En esa carta, Troost le agradecía al banquero Flimt su apoyo para Lagrange, dado que a causa de la terrible depresión económica que se vivía en la Europa de esos días le había sido imposible seguir pagando sus caras lecciones con Hoffmann. En la misma carta le preguntaba a Flimt si su becario se encontraba bien, pues se había enterado de que, después de un altercado con su hijo en el que Lagrange había roto en pedazos el violín de Jacob porque odiaba sentir que estaba en deuda con él, Lagrange se había hundido en una profunda depresión. La familia Troost estaba preocupada, y esperaban noticias.
Eso era todo. No había indicación alguna de que la carta hubiera sido contestada.
“¿Por qué no buscar a ese Jacob, llevar a Lagrange con él para cerrar el episodio, y acabar con las pesadillas?” Preguntó Santuzzi.
“Eso mismo pensé”, le contesté, “pero no es posible. Está muerto. Al poco tiempo del altercado en el que el amigo al que siempre protegió -con un bastón, por cierto- le rompiera el violín en la cabeza, contrajo las viruelas y murió. Pensaba decírselo a Lagrange cuando regresara, y continuar la terapia basados en esa noticia, pues no creo que supiera nada de eso, o quizá sí”.
“Hay cosas que simplemente es mejor olvidar”, dijo Santuzzi, y se recostó en el diván para dormir su resaca. No se lo impedí, ni lo contradije en esta ocasión.

(Oaxaca, 31 de diciembre de 2007)

Irgendwo auf der Welt
fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.